Cuando regresé al país después de mi alto desempeño, las primeras semanas fueron, a más de reencontrar a familiares y amigos, de muchos ajetreos: visitas oficiales, actualización de documentos personales y, sobre todo, búsqueda de alguna actividad que me permitiera solventar la vida que esperaba reiniciar en adelante..

En todo eso estaba cuando me llamó una compañera de los tiempos de la Universidad para invitarme a un té en su casa al día siguiente.

Está aquí por pocos días Viviana -reportó — y queremos encontrarnos para conversar un rato.

Hacía cuarenta años que no veía a Viviana; ya después de su matrimonio la vi poco, desde que egresó de la Universidad sólo alguna vez, al paso y de lejos, durante el exilio del todo nada. Más o menos siempre supe de ella, pero nunca volvimos a compartir. Y por cierto, nunca nos dijimos una palabra sobre lo ocurrido antes. Suerte la mía: justo a la misma hora de la invitación tenía una reunión ineludible.

Pero, claro -respondí — apenas termine me voy para allá.

Y allá llegué; tarde, pero apenas pude llegué.

Para mi sorpresa, fue Viviana quien me abrió la puerta. Nos dimos un abrazo estrecho y largo.

Tenía tanto miedo de que ya te hubieras ido -atiné a decir, mientras la tenía aún en mis brazos, hablando casi en su oído, todavía sin prácticamente haberla visto.
Te estaba esperando -respondió —, pero debo irme pronto.

Nos miramos entonces a la cara, todavía abrazados, y fue como si los cuarenta años sin vernos no hubieran transcurrido.

Saludé después a los demás, que fueron todos muy considerados y nos dejaron luego conversar solos sin interferencias.

Tras el golpe de Estado, Viviana se exilió junto a su marido en los EEUU, en San Francisco, y ya nunca regresaron a Chile. Nos pusimos a grandes rasgos al corriente de nuestras vidas.

¿Hasta cuándo te quedas? -pregunté.
Nos vamos pasado mañana, el jueves temprano -replicó —. Ya no tenemos tiempo para nada.
No te preocupes -retruqué, intencionadamente me parece —. No puedo antes, pero el domingo viajo a San Francisco.

Me miró entre con alborozo y desconcierto.

¿Estás hablando en serio? -consultó, dudosa.
En serio -reiteré —. Voy a ver al hijo que te dije vive allá; están en Stanford.
Qué bueno que me lo aclaras -adujo entonces —, porque… nunca he tenido una aventura...
Pues por mi parte, si llegara a tenerla -precisé — no podría ser sino contigo…

No tenía por qué dudar de lo que dijo, y supongo que tampoco ella de mi respuesta.

Cuando llegué a Stanford, Viviana ya había llamado a mi nuera para invitarnos a todos a un almuerzo con su familia el domingo siguiente. El día después de mi llegada, mientras hacía hora para no llamarla tan temprano, fue ella quien me ganó el quién vive con su llamada.

Estaba por llamarte -debo haber al menos explicado.

Y tras intercambiar las primeras frases, propuso:

Encontrémonos mañana, pasado el mediodía, ¿puedes?

Por supuesto que podía. Quiso entonces saber si había estado antes en San Francisco, si me ubicaba; en fin, si podría llegar adonde fuera.

De momento no -tuve que responder — porque no sé dónde quieras que nos encontremos, y pasado el mediodía puede ser hasta la medianoche; pero si tú nada más me dices dónde y a qué hora, seguro que allí estaré.
A las doce y media -precisó, y me indicó una intersección de calles —. Te digo ahí para que te sea más fácil llegar -y prosiguió — desde donde estás, tomas el tren hasta Caltrain Station, ahí el bus 75-A en dirección a Berkeley...
Espérate, - la interrumpí —, déjame que mejor anote... -y ya con lápiz y papel en mano, le avisé — ahora sí.

Repitió todo lo anterior y continuó:

Te bajas del bus en Civic Center y sigues por el metro, que aquí se llama Bart y está indicado con una letra B, tomas la línea azul en dirección a Dublin/Pleasanton y te bajas en Fruitvale, que tiene salida justo a la esquina que te dije… - se dio un respiro, y agregó — calculo que sean unas dos horas y media; mejor déjame con tu nuera para que le explique a ella…
No es necesario -protesté — ahí nos vemos mañana.
Conforme -concluyó — pero igual dame con ella para terminar de ponernos de acuerdo para el domingo. Y le volvió a explicar todo sobre mi trayecto.

Presumo que por mi cuenta habría llegado sin problemas, pero al día siguiente la nuera tuvo la gentileza de irme a dejar, con lo que estuve en el lugar poco antes de la hora convenida. Era una esquina entre la calle que da nombre a la estación del metro y una avenida de dos direcciones separadas en medio por un terraplén ancho sustentado en arcadas de semicírculo, sobre el que me pareció que podía estar la línea del Bart; y aunque la construcción del terraplén era sólida y revestida de ladrillos, ni parecida a la estructura metálica bajo la cual corre Gene Hackman tratando de dar alcance al subway de Nueva York en The French Connection, la similitud del panorama me recordó la película.

Alcancé a preguntarme si también ella habría previsto llegar por el metro, y que almorzáramos por allí cerca; pero no divisé ni en la calle, ni en ninguno de los costados de la avenida, señales de restorán ni de comercio alguno; de hecho tampoco personas que circularan y tan sólo uno que otro vehículo. En esas estaba, cuando la vi llegar manejando su auto verde y hacerme señas de que subiera, aunque se estacionó de forma que tuve que hacerlo desde la calzada. Sépase qué podamos habernos dicho de saludo, y me parece que medio movió su cabeza hacia mi asiento de acompañante como para que le diera un ligero beso en la mejilla mientras reiniciaba la marcha.

Dirás dónde te invito a almorzar -me apresuré a mencionarle para que resolviera el rumbo.
Soy yo quien te invita -puntualizó, muy segura; y como algo debo haber protestado, agregó —; no te preocupes, tu almuerzo viene ahí atrás; te voy a llevar al lugar donde me gusta ir cuando quiero estar tranquila.
Sabrás dónde sea -osé decir de manera neutramente preventiva, mientras daba una ojeada a un par de bolsas de papel café que efectivamente había sobre el asiento trasero; y de paso, entre que me volví para verlas y luego para mirar de nuevo enfrente, confirmé que tenía su pelo largo suelto y ordenado como Elizabeth Taylor en Lassie Vuelve a Casa, y que manejaba algo inclinada hacia el volante, así es que mejor aún, como en Fuego de Juventud y la inolvidable escena de su carrera cabalgando a campo traviesa a orillas del mar (con lo que hasta podría agregar el término de aquel poema: …la dicha de mi existencia quedó a la orilla del mar).

En el caso, sin embargo, avanzábamos entretanto por el mismo sector, que me siguió pareciendo distinto a todos los otros vistos en San Francisco, hasta que de pronto la ciudad desapareció tras adentrarnos en un área verde rodeada de árboles a nuestra espalda y una gran extensión de césped al frente.

Espero que te guste -dijo, y estacionó; se volvió para tomar las bolsas y bajamos del auto.

Era un parque extremadamente bien cuidado y sorprendentemente solitario: no recuerdo haber visto a nadie en todo el rato que estuvimos allí.

No tenemos mucho tiempo -precisó —, avisé que me iba a tomar un par de horas más, pero debo volver a mi trabajo.

Y nos encaminamos hacia una bien acondicionada mesa rústica, donde nos sentamos cada uno de su lado, mirándonos de frente.

Te traje a una isla -me explicó.
Así parece -comenté por lo solitario del lugar — aunque no cruzamos ningún puente…
El puente no se nota -precisó — es un tramo muy corto y parece continuación de la calle: la isla es muy cercana al continente; pero del otro lado puedes ver la bahía.

Efectivamente, no me había percatado, pero en dirección opuesta a la de donde habíamos llegado, entre la línea final donde terminaba el césped y el perfil cinemascópico de la ciudad a lo lejos, se podía ver desde donde estábamos una delgada cinta azul ondulante; de manera que también eso: estábamos donde nunca habíamos estado juntos, a orillas del mar.

Supongo que empezamos por preguntarnos sobre cómo habían sido nuestros respectivos viajes y cómo habíamos encontrado a nuestra gente, porque me mencionó que en el almuerzo del domingo estaría también sólo su hijo mayor, pues el segundo vivía en otro estado. Y proseguimos luego como si estuviéramos retomando la conversación de Santiago, o como si hubiéramos hablado con frecuencia durante los más de cuarenta años que no nos vimos, o que por lo menos no hablamos, pues le comenté de haberla divisado alguna vez en la calle, y ella que en otra ocasión también a mí.