Al cabo de meses, Norma terminó con los asuntos que la habían llevado a Santiago, regresó al sur y ya nunca más supe de ella. El desasosiego por su ausencia fortaleció mi osadía. En casa de una tía había conocido a una amiga suya. Era una mujer formada, más que atractiva, de pasados los cuarenta, que había tenido dos matrimonios y vivía sola. Le llevé un día algo que se me encargó. Me pidió que por favor le hiciera un trámite en el centro. Con ese motivo regresé al anochecer, sin previo aviso. Me acogió con simpatía. Le declaré que me había enamorado de ella. No sé si lo haya creído, pero le encantó que se lo haya dicho. Era una especie de pasaporte necesario para lo que siguió. Quiso saber primero cuál era mi experiencia y se constituyó luego en mi maestra. Todo lo que pude desear me concedió; todo lo que no sabía me enseñó; de todo conversamos antes o comentamos luego. Aunque no siempre era fácil encontrarnos, nos veíamos según mi apremio y sus posibilidades de recibirme, sin ningún requerimiento de su parte que no fuera la vaga idea de que era por amor; y así ocurrió por mucho tiempo, hasta que volvió a casarse.

Tenía a la vez otras experiencias. No quisiera ser malentendido: menos de lo que habría deseado. Había una suerte de permanente carencia y se vivía a la expectativa. Pero un par de veces las tuve incluso con compañeras de la Universidad. No es que haya habido pololeo, ni siquiera continuidad; fue sólo ocasionalmente. No es tampoco que haya sido un anticipo de lo que ocurriría tiempo después; eran más bien adelantadas a su época, partes de una minoría que supongo hubo siempre. Pero claramente la relación cobraba un sentido diferente, más profundo, de mayor conocimiento; y fortalecía el ánimo. Para mi vanidad, una de ellas me dijo luego:

Eres bien hombrecito -y, a riesgo de desmentirla, tuve que más tarde empeñarme en asegurar la retirada.

No fue lo mismo en el siguiente caso. Pareció disfrutar tanto que llegó a exclamar mientras avanzaba en ella:

Uuy, qué rico… -aunque cuando otro día la requerí de nuevo, se evadió diciendo con una sonrisa: mejor no, capaz que te acostumbres, y todo quedó en eso.

Volví en fin a enamorarme. De nuevo de alguien con quien en pláticas seductoras… se me dormían las horas. Margareta, a quien llamábamos Marga, había terminado sus estudios, era casada, tenía dos hijos pequeños. Tú y yo juntos/, le escribí, podríamos llegar muy lejos./ No tanto en el sentido/ de ir a alguna parte,/ sino casi/ en el de quedarnos/ donde mismo. Estaba ya enamorado la primera vez que nos besamos, pero desde entonces el amor no tuvo límites. Las líneas de amor y sexo convergían inexorablemente. De ti me gustan/ llegué a escribirle, la risa,/ la sonrisa,/ la canto risa/ y la cantora. Una forma de proclamar que, sin ambages, sentía compartir todo. Tuvimos hasta jugueteos sexuales de mutuas caricias y complacencia, pero aparte esto siempre se resistió diciendo:

No, no puedo; lo siento.

Partió después para estudios de posgrado en el extranjero y por años no nos vimos.

P. se había hecho ya a la idea de que el amor, el amor de pareja, inexorablemente se termina: en fin de cuentas, Cupido es «nieto de la espuma» y de la horrible castración a que Cronos sometió a su padre, de modo que, desde su origen, el amor se relaciona tanto con el tiempo como con lo perecedero; a menos que -pero éste ya es asunto humano- cada vez se reemprenda, el acierto se renueve, haya el compromiso y las condiciones necesarias para que así sea. Asumió pues el amor con Marga a sabiendas desde el comienzo que conducía a alguna encrucijada en que debería concluir, aunque sin pensar en que así fuera. Le debía a Viviana haber aprendido que incluso el sufrimiento de amor pasa, y no estaba dispuesto a prescindir para evitarlo, ni habría podido. Por el contrario, se volcó en su amor por Marga consciente de su hondura y amplitud, deseoso de vivirlo cuanto pudiera; y cuando ella partió, se había hecho también a la idea de que, así como se termina, así como se puede sufrir hasta que pase, el amor asimismo se acumula, enriquece, y hasta podría decirse que (...ver las amadas ya olvidadas/ y dejadas al pasar…) se había hecho el propósito de, por el contrario, no perder de vista y conservar siempre el amor por cada amada.

Tiempo después, fui invitado a dar algunas clases auxiliares de introducción para no economistas en un curso internacional de planeación que se efectuaba en Chile. Había entre los estudiantes una muchacha linda, vivaz y de radiante simpatía, de vocablos distintos y entonación melodiosa en el habla, de tantos conocimientos como sugería su nombre: Sofía. En la reunión al término de las clases estuvo acompañada por alguien a quien no conocía.

Buenas tardes, señora -me despedí.
Señorita, si me hace el favor -me corrigió.

Llegó después a verme por algunas consultas.

Pensé que era tu marido -le comenté por el acompañante con que la había visto.
Ah no - precisó, -era un funcionario de mi país que estaba invitado por el curso.

Le presté un libro. Cuando regresó para devolvérmelo, la invité a un café. La acompañé luego caminando a donde iba.

Es mi departamento -comentó. — ¿Quieres subir?

Me ofreció algo y la abracé desde atrás mientras lo preparaba. Se volvió semi empinándose y nos besamos. Nos desnudamos al ir hacia su dormitorio. Estuvimos juntos el resto de la tarde. Me contó entre medio de la tesis de licenciatura sobre hegemonía y bloque histórico que había escrito acerca de su país. Fue la primera vez que oí de Gramsci. Me explicó la relación entre lo que yo había tratado de expresar en clases y lo que era ahora su interés. Decir que congeniamos sería bien poco decir. Nos seguimos viendo tanto como fue posible; a veces a partir de media noche. Al principio, estaba sobre todo deslumbrado. Al cabo de poco, completamente enamorado; algunos días que no pude verla, sentí fiebre.

Aprendí que el sexo podía ser no sólo una atracción en sí, ni sólo una relación de entrega, ni siquiera sólo una consecuencia deseada del amor; sino precederlo, generarlo, fundirse con el amor. Por alguna razón, tal vez porque ella debería irse, no le dije entonces nunca que la amaba; ni siquiera cuando en un clímax simultáneo la oí exhalar desde el fondo de sí: Mi amor…; supe por vez primera lo que era hacer el amor enamorado y habría querido gritarle asimismo que la amaba.

Mientras la contemplaba desnuda, le declaré una noche improvisadamente: Me gustan tus ojos/ lo que hay bajo tus ojos;/ me gusta tu boca/ lo que hay bajo tu boca;/ me gustan tus pechos/ lo que hay bajo tus pechos;/ me gustan tus piernas/ lo que hay entre tus piernas. Me tomó de la cabeza, sus manos entreveradas en mi cabello y me llevó a ella. Hablábamos de ideas y no sólo me explicaba por qué era importante entender a Gramsci, sino también el psicoanálisis.

Me asusta que seas rígido -me comentó alguna vez.
Querrás decir que te gusta que lo sea -repliqué, y la dejé sentirme de nuevo abajo.

Monstruo, me llamaba a veces. Solía comentarme lo que pensaba y preguntarme sobre lo que supuestamente me podía explayar, y en una de esas ocasiones se me ocurrió recitarle: A decir verdad,/ no es tanto lo que me place oírte;/ sino que me escuche alguien/ capaz de decir/ las cosas que dices tú.

Se quedó en el país más tiempo del previsto, pero llegó el día en que debió irse y P. tuvo la entereza de llevarla al aeropuerto. Después, merodeó a veces los lugares en que habían estado juntos y solía caminar hasta la calle de su departamento, una calle con atmósfera propia, extraviada en un lugar cercano al centro, con un nombre que evoca el Renacimiento italiano y en la que el tiempo parecía detenerse.

Pudiera decirse que, si con la copa rota había terminado para P. el pecado de la disociación original, su conclusión se había consumado recién ahora en carne propia; sabría en adelante que la plenitud del amor es posible, y así sería el amor de pareja al que aspiraría siempre: integrado, completo, compartido, extensivo por igual a todos los planos y sentidos; nada menos.

Había ya visto Billy, el Mentiroso, que lo había impresionado por su despiadado escarnio de la medianía de la vida media, desde la estandarización de las viviendas en la presentación de los créditos, al convencionalismo de la vida de familia, la monotonía rutinaria del trabajo dependiente, la insulsez de las supuestas contrapartes sentimentales (vestidas de la misma manera e incluso con los mismos peinados a la moda en Chile) y la de sus pretensiones; así como por la desbordante capacidad fantasiosa de Billy, su continua transposición de la realidad, la constante transfiguración de sí mismo en distintos personajes imaginarios o fingidos, la extraordinaria versatilidad histriónica de Tom Courtenay. Hasta la aparición de Julie Christie (en realidad presente desde las primeras ensoñaciones), personificación de una joven terrenal y sublime, definida y transparente, que entiende a Billy, confía en su talento y posibilidades, lo alienta a emprender viaje y partir con ella. P. había aprendido desde niño a seguir las historias vistas o leídas sin identificarse con los personajes, sino apreciándolos por sí mismos; le pareció sin embargo sorprendente, primero, que alguien más pudiera tener una mirada como la que mostraba la película, que le parecía la suya propia; y luego, enterarse de su exitosa acogida de público, que le indicó hasta qué punto el protagonista interpretaba en cierto modo a todos. Después de que Sofía se fue, volvió a recordar la película, en especial la escena final y la imagen de Julie Christie en la ventanilla del tren de su partida. Recordó también haberse prometido que, si alguna vez en la vida tenía una posibilidad como la que había tenido Billy, no dejaría de asumirla con determinación.

Podría pues asimismo decirse que, aunque con su amor por Sofía para P. había concluido en fin, y ahora de hecho, la contraposición de términos de la primera composición, restaba sin embargo aún la composición siguiente y su verdadero tema, descubierto tras narrarle el cuento a Agy y a propósito de su comentario; y lo que fuera la relación entre ambas composiciones que, cuando reconstituía en sus recuerdos todo esto, tuvo la impresión de que era tan honda y permanente como la misma existencia.