El ingreso a la Universidad me representó algunas ventajas aun desde antes de que ocurriera, ya durante el verano tras el bachillerato. Buen cuidado tenía en no presumir, pero inevitablemente se sabía; y sobre todo en mis lugares de veraneo, en provincias, daba un toque, o no sé, tal vez sólo influía en la desenvoltura propia, o era sólo que, en fin de cuentas, cada año era un año más.

En aquel tiempo, en el campo o en la playa, con frecuencia aún no había electricidad, o era de suministro limitado, apenas aparecían las radios a pila y para algunos bailoteos hasta se usaban todavía los tocadiscos a cuerda, que a veces flaqueaban en mitad de la melodía. Excepcionalmente sucedía algo de por sí atractivo: alguien conseguía un auto, o camioneta, y nos íbamos a dar una vuelta a alguna parte; o, si estaba en Pelluhue, en la playa, partíamos a bailar en el hotel del balneario vecino de Curanipe, donde sí había energía eléctrica hasta la medianoche, o nos alejábamos un tanto para hacerlo al aire libre con la radio del vehículo (sin más luz que de la luna, por supuesto, para no agravar el uso de la batería). Cuando se estaba en el campo, los programas habituales eran de andar a caballo, en cabritas o en carreta, ir de visita a algún predio vecino, bañarse en los ríos, jugar al naipe o leer; y cuando se estaba en la playa, de bañarse en el mar mañana y tarde, salir de excursión a los cerros o algún sitio conocido, caminar en los atardeceres para ver las puestas de sol (y claro, luego de regreso), o acaso alguna vez encender una fogata en las noches, aparte de también jugar al naipe o leer.

Todo era más bien inocente y transcurría tranquilo; normalmente en grupos y ocasionalmente en pareja, aunque no se estilaba que estas se alejaran mucho del grupo. La pasábamos bien, qué duda cabe. En cierto modo (tácito, en nosotros mismos), sabíamos que éramos felices (aunque a veces, al menos en mí, reverberaban los pesares o, por alguna razón cualquiera, emergía la melancolía). Sabíamos también que aquello terminaría. Y más aún, hacia el final de los veranos, casi se deseaba que terminaran y por mi parte regresaba contento a Santiago.

Ya en la Universidad, por relaciones propias o de compañeros que me invitaban, iba también a fiestas con niñas de colegios particulares (Monjas Francesas, Saint John’s Villa Academy, Santiago College) y luego de la Universidad Católica. Eran de otro ambiente, otro tipo de personas, niñas diferentes, con otras conversaciones, experiencias y, generalmente, intereses distintos; estar en la Universidad de Chile, conocer otros sectores de la ciudad, invitar a los cines en el centro, o más aún, al teatro o algún concierto, no se diga después a tomar algo o a alguna discoteca con penumbra, hasta circular en movilización colectiva, solía en ese medio causar estragos (todavía bastantes años después, alguna vez le cantaron a P.: Eres diferente, diferente...).

Mucho antes de recorrer el país de norte a sur y de mar a cordillera, aprendí en realidad así, entre oligarquías de provincias cercanas a la capital y entre las diversas comunas de Santiago -Quinta Normal o Providencia, Ñuñoa o Recoleta, Las Condes o San Miguel, La Reina o Santiago Centro-, entre mi educación fiscal y la privada, entre los lugares donde viví y los que frecuentaba, a conocer de arriba a abajo los distintos estratos de un país que es todavía ahora (aunque de otra manera) y era aún más en esos años, de profundas diferencias socio económicas: otra geografía (Chile limita al centro en la injusticia…; Violeta Parra). Aprendí también a pararme en todas partes por igual y por mí mismo.

Aquí y allá, se ligaba de pronto un beso, o incluso varios, algo se encendía y a veces quedaba abrigando algunos días. Rara vez se repetía; habría sido iniciar un pololeo. Sobre todo en la playa, la tendencia era más bien a no comprometerse, porque quién sabe cuál sería la consecuencia luego al regresar a lugares generalmente distantes entre sí; o porque quién sabe si no quedaría aún alguien más por verse en los días siguientes; y a veces se obraba a sabiendas, cuando alguien estaba por partir o había venido por pocos días, porque difícilmente había quien quisiera irse sin haber al menos acertado un beso.

No se crea tampoco que P. haya sido un galán, ni siquiera entonces. Pololeó algunas veces, pero antes del que fue su único pololeo duradero, en realidad pocas y por corto tiempo. En cierta ocasión que amagó tener una intención distinta, se le hizo saber, mediante diligente intermediaria, que no sería aceptado; por su físico, se habría agregado (P. era extremadamente flacuchento; lo que, en especial en la playa, no obraba precisamente en su favor). Pero había aprendido del tío Arturo, quien decía haber dicho cuando joven en tales casos: ella se lo pierde; y así pensó también. Salvo que, algunos veranos después, P. seguía siendo igual de flacuchento, y aquella misma niña, tendidos ambos en la arena después de un baño en el mar, se quedó mirándolo a los ojos un rato prolongado, sin decir nada excepto con la mirada; y luego, cuando la acompañó de regreso, al ofrecerle la mano para ayudarla a sostenerse, ella se la retuvo largamente con suaves presiones de caricia; pero P. había ya iniciado la relación que llegaría a ser su casamiento, y no hubo en consecuencia más nada (aunque todavía años más tarde le ocurrió a veces preguntarse si no fue entonces que se había equivocado; como después de casado se lo preguntó también muchas veces respecto a su matrimonio, no obstante que, en honor a la verdad, se respondió siempre como además siempre lo dijo: Nunca he encontrado a nadie con quién me haya parecido que podría haber tenido mejor suerte que contigo).

Poco a poco empezó también a procurarse encuentros o salidas personales en Santiago, con compañeras o no de la Universidad. Una cosa es que P. pudiera estar enamorado -que siempre lo estaba, ciertamente- y otra muy distinta que perdiera la oportunidad de algún lance, o de intentarlo: el amor era asimismo una razón para que cualquier otra relación fuera sólo pasajera y ni pensara siquiera en pololeo. Aún así, debió algunas veces tocar a rebato para la retirada, aprendió que ésta no es siempre empresa fácil y que más valía preverla de inicio o no correr el riesgo.

Poco a poco, a su vez, la sexualidad tendía a irrumpir donde supuestamente no correspondía. De hecho, las erecciones eran un embarazo permanente, de disimulo aún más difícil por el físico esmirriado, y se producían con cualquier pretexto o sin ninguno. Donde estuviera, de pie o sentado, una preocupación constante era reacomodar el remo. Para bailar apegado, había que organizar un quiebre atrás de la cintura hacia abajo, no siempre fácil; el célebre: Modestamente, del personaje de Gassman en Il Sorpasso, hizo época en aquellos años. Para el abrazo en un beso, las caderas debían mantenerse giradas en al menos treinta grados; y P. recuerda lo que fue más bien su azoro la primera vez que advirtió que la gentil contraparte no estaba interesada en evitarlo, sino por el contrario en sentirlo apoyarse de frente.

La función había comenzado bastante tiempo antes y le quedaban todavía muchos actos por delante. Sin ningún engreimiento, P. llegó a llamar el periodo de su vida entre los cuatro y al menos los cuarenta y cuatro años, cuando regresó del exilio, la erección perpetua.