Las tradiciones navideñas son un tema fascinante para todo científico social. Hoy en día podríamos describirlo como un fenómeno de masas nacido en el cristianismo pero que gracias a la occidentalización del mundo se ha hecho universal, y que por ello va más allá de su esencia religiosa (la celebración del nacimiento de Jesucristo).

Es una fiesta que, por sus características estéticas y su mensaje de fraternidad, a todos gusta, y al ser un tiempo de regalos para los niños especialmente su recuerdo tiende a ser feliz. A la pregunta del tiempo del año que las mayorías prefieren, la respuesta es unánime. Aunque hay algunos grinchs o scrooge que tristemente vivieron algún suceso trágico en estas fechas, o que al estar solos dicha realidad se hace más depresiva. Al final, no hay indiferencia con las Navidades, y en el caso de la venezolanidad nuestra condición de «fiesteros» empedernidos y católicos sincréticos nos hace vivirlas profundamente. Y las empezamos con bastante antelación, por lo que fiel a esta costumbre nacional, he querido dar mi testimonio sobre las mismas del pasado (tiempos de la crisis de la democracia) y del presente (tiempo de la crisis del chavismo) como preparación a las Fiestas.

El año pasado hablé de las Navidades en mi niñez, las cuales corresponden a la Venezuela de los setenta en un artículo titulado En Navidad nace la esperanza, ahora me gustaría comentar las de los ochenta y principio de los noventa y comparar con las de los últimos años a modo de balance. Es el testimonio de la adolescencia y tiempos universitarios de un miembro de la «clase media venida a menos» debido a la crisis de la economía rentista petrolera a partir del Viernes Negro de 1983, y con la relación al presente ya yo no sé si hablar de alguna pertenencia a la clase media de cualquiera de sus tipos.

En aquellos años nuestro único ingreso, que yo sepa, era el sueldo de empleada pública de mi madre (dos sueldos mínimos de la época aproximadamente) y algún pequeño extra que entraba de vez en cuando; y a pesar de esta realidad nunca recuerdo haber dejado de comer la gastronomía venezolana de las fiestas decembrinas. Es cierto que tuvimos la ayuda de mi abuela paterna en lo que se refiere a las hallacas (plato típico venezolano de diciembre), porque siempre hacía para vender y nos regalaba una buena cantidad; hasta que en los tempranos noventa mi madre comenzó a hacerlas pero siempre con la receta de la abuela.

Hay que decirlo una vez más ante los tiempos que padecemos los venezolanos: jamás dejé de comer todo lo que nos gusta tanto en Navidad en esas dos décadas. Me refiero a comprar-consumir con gran frecuencia (por lo menos desde mediados de noviembre): panettone, pan de jamón, dulce de lechosa, torta negra, ponche crema, entre otros. De manera que no se tenía que esperar al día de Navidad o Año Nuevo para poder disfrutar una merienda o un desayuno con estas maravillas. E incluso un almuerzo o cena de fin de semana en casa de amigos o el propio hogar con todos los platos típicos: hallaca, pernil, jamón planchado acaramelado, ensalada de gallina, pavo y siempre acompañados del pan de jamón y un buen vino. Pienso en todo ello y suspiro, y siento una gran indignación porque una oligarquía corrupta que aplicó el modelo fracasado del socialismo real nos llevó a una profunda miseria que hace ver aquellos tiempos normales como el mayor lujo que pueda existir. Un solo pan de jamón hoy en día en Caracas cuesta poco más de un mes de trabajo, ni se diga el resto de los platos.

A diferencia de los tiempos de mi niñez desde finales de los ochenta comencé a caminarme la ciudad de Caracas; muchos de estos recorridos era buscando los regalos para los familiares y amigos, y el «autorregalo» que siempre era en libros; y de esa manera descubría nuevos edificios hermosamente adornados con luces, árboles, nacimientos y coronas; y todo ícono de la fecha dominaban cualquier fachada, ventana y puerta. Los centros comerciales eran lo más barroco que se pueda imaginar. Se podría decir que había una competencia entre ellos por ver cuál ponía más adornos cual más hermosos o exagerados en tamaño. Disfrutaba mirándolos, y cuando caía la noche al subir caminando a casa - debido a que vivía en la parte alta de San Bernardino - me recibía la cruz iluminada del Ávila entre la neblina. La crisis ha hecho que hoy todo ello se reduzca al mínimo, salvo la cruz que se mantiene al menos.

En diciembre del año 85 uno de mis hermanos trajo a casa en cassette el musical Cats de Andrew Lloyd Weber, y lo ponía a cada rato, de manera que poco a poco me fue gustando. Ese año había sido muy duro en lo económico para la familia, pero tal como dije nunca nos faltó la comida, gracias a Dios, ni siquiera la tradicional de esos tiempos. Nunca olvidaré que en Nochevieja nos fuimos todos a cenar y pasarla junto a unos queridos familiares que hoy viven fuera del país. Allí nos dimos un gran abrazo de Año Nuevo y mi padre dijo: «¡A esta familia no la destruye nadie!»*.

Al regresarnos a casa en la madrugada, sin miedo por inseguridad personal alguna y en un escarabajo de la Volkswagen que nos prestaron, todos escuchábamos en silencio Memory. Más adelante, en otras Navidades pero de los noventa, yo me dediqué a descubrir otras obras del compositor, y de esa forma se convirtió en una tradición personal de éstas fechas. Ya conducía y unos tíos me pedían que cuidara su casa mientras ellos pasaban las Fiestas fuera del país, de modo que podía pasar un buen rato a solas leyendo, escuchando música y viendo películas. Ahora cuando paso por esa zona de Caracas mi memoria viaja a esos gratos momentos. Era una Venezuela, a pesar de las dificultades, donde te podías relajar, comer y compartir en Navidad.

Ahora somos «venidos a menos» pero nadie nos puede “quitar lo bailado”, por lo cual tenemos razones para la esperanza en un cambio que no tardará. Está comenzando una nueva temporada navideña, y debemos poner nuestra atención en todo lo relativo a lo espiritual. En Venezuela nos duele lo que padecemos, pero la vida no se puede reducir a lo material aunque cueste. Es precisamente la principal enseñanza de estos tiempos de fin de año. Respiremos hondo y miremos el nacimiento de la Luz y el Bien, sin dejar de rogar y obrar para que el próximo año podamos vivir las Navidades en libertad y prosperidad, gracias a que aprendimos a ser solidarios con nuestros semejantes y responsables con el destino de nuestra nación.