Era un mundo raro. Lleno de sueños y desengaños. Las cosas corrían de lado a lado, en quehacer desenfrenado y lento, como mar abierto y aposento encerrado. «En uno mismo está la clave», nos decíamos todos, haciendo caso omiso a nuestro decir y prestando atención al qué dirán los demás. En eso caminaba cada quién. Entre definiciones ajenas y enjambres de penas y alegrías, como las obras que uno leía, de lo que otros dijeron, al pasar por el libro de la vida.

Era un mundo raro, de sonrisas entre brisas y momentos profundos, donde el mundo se hacia vasto y diverso, aun en medio de aquella soledad de muchedumbre. Las manos no bastaban para afianzarse a lo real, porque todo resbalaba elusivo en aquel pasar. Tantos nombres, conceptos, propósitos, soluciones, amores imposibles e imaginaciones. En aquella multitud tangible e ilusoria que llenaba el vacío de nada, como si fuese algo. Los cuentos eran los mismos, pero eran a su vez únicos, diversos, diferentes, aunque tenían siempre el mismo desenlace al final; el del agua volviendo al mar.

Era un mundo raro de costumbres y sociedad, cultura y pensamiento, instinto y sentimiento. En cualquier momento, se dejaba atrás el anterior y se pensaba en el próximo. Era una vida en santiamén, pero duraba una eternidad. Despacio, hilvanando el tejido, con cada paso tomado sin saber, porqué uno era como era, ni si era lo que uno creía ser.

Era un mundo raro de intimidad, donde el aliento alimentaba la sensación de identidad, y el cuerpo multiplicado en colmenas y membranas, respiraba y construía el teatro, la catedral, donde los múltiples personajes de cada quien, se representaban en la ópera del silencio, cantando la canción en coro o en solo, ante una audiencia que nunca existió fuera de uno mismo.

Era un mundo raro donde se caminaba asombrado, ante la inercia de los procesos inevitables que llevaban las cuencas al mar, mientras burbujeantes en las esquinas los meandros turbulentos, parecían creer que decidían hacer cambios en sus rumbos de agua en escorrentía, hacia su destino inevitable y final.

Era un mundo raro donde el mar se vertía en riachuelo, en lluvia, en pozo, en célula, en lágrima, en excremento, y se derramaba por todas partes, en nube, sin dejar de ser mar, ni por un momento. Para ronronearse en su asombro y hacerse espuma de posibilidad aparente, en esas volteretas que de repente pretendían ser libertad de curso, pero que no eran sino piruetas para celebrarse en su fluir, de pasar de ser mar, a ser mar, sin dejar nunca de serlo.

Era un mundo raro que no era.