Leo lo que sigue:

«...la duda sobre la existencia sólo tiene lugar en un juego de lenguaje. En vez de comprenderla sin más, deberíamos preguntarnos antes: ¿cómo sería una duda de semejante tipo?»

Es lo que hago; me pregunto: ¿cómo es tal duda? Veamos; siguiendo el mismo ejemplo del autor que cito, para mayor facilidad de entendimiento: miro una de mis manos.

Tengo una cicatriz en mi mano derecha; en su lado interior. Es por tanto visible, en principio, solo para mí mismo; a menos de que la muestre deliberadamente. Recorre toda la base del dedo pulgar, desde su inicio hasta el primer pliegue que marca la muñeca, y es relativamente ancha, especialmente al centro, con bordes salientes a todo su largo de casi seis centímetros. Ha llegado a ser, para mí, como parte de la palma de mi mano.

Cuando niño me gustaba jugar con barcos. Tuve no sólo mi velero de casco celeste y velas blancas, capaz de navegar en lagunas grandes; también una lancha pequeña que bogaba con combustión de alcohol y que echaba a flotar en la tina de baño de la casa acompañada de embarcaciones menores, que fabricaba con corchos de botellas. Para hacerlas, cortaba los corchos a lo largo con una hoja de afeitar, dividiéndolos en dos semicilindros que flotaban sobre su parte redondeada y dejaban la superficie lisa por cubierta. Allí les armaba mástiles y velámenes de diferentes tipos, espolón de proa y distintos aditamentos, valiéndome de fósforos, mondadientes, papeles de colores, alfileres y otros elementos.

A veces no era fácil partir los corchos. Nunca fui zurdo, pero no sé por qué sostuve una vez un corcho con mi mano derecha para seccionarlo con la izquierda; la hoja de afeitar resbaló y me cortó hondamente donde tengo la cicatriz. El tajo no me causó ningún dolor y si no hubiera visto la delgada línea de sangre que produjo, tal vez ni me habría dado cuenta. Me sujeté la mano apretando la herida y fui donde mi madre, quien cosía a máquina, para mostrarle lo que me había pasado.

- No exageres, P. - dictaminó, tras darme una mirada de reojo: - eso es un rasguño.

Me solté la mano y los bordes de la herida se abrieron; por un instante vi entonces la carne morácea temblando a ambos costados en una profundidad mayor de la que habría imaginado y al fondo el hueso blanco; luego afloró la sangre a borbotones. Mi madre reaccionó de inmediato y volvió a juntar los bordes de la herida procurando mantenerla cerrada, a la vez que me llevaba al baño y, mientras con un grito pedía que le alcanzaran la sal de la cocina, me vació sobre la herida un frasco de agua oxigenada.

-¿Duele? - me preguntó, y moví la cabeza para contestar que nada. -A ver si ayuda para evitar infecciones -comentó. Y luego me taponó la herida con sal gruesa, y volvió a apretarla, a la vez que pedía que le llevaran una tela blanca de entre las costuras, y tijeras, con las que improvisó una venda y me amarró la mano fuertemente. Se sacó después el delantal de cintura que vestía para sus labores de casa y fuimos al consultorio que tenían dos médicos en el vecindario, los que no estaban, e incluso donde un veterinario que vivía cerca, al que tampoco encontramos.

De regreso me dio algún analgésico y me hizo quedarme en cama, sobre todo para que no me moviera mucho, supongo. Al atardecer vino uno de los médicos, quien, mientras retiraba la venda cuidando de mantener la presión sobre la herida y la examinaba concienzudamente, pidió a mi madre que le explicara lo ocurrido y todo lo que ella había hecho.

-¿Dónde aprendió a hacer esto, señora? - inquirió después.

-Se me ocurrió no más, doctor; o no sé, a lo mejor en el campo - informó ella, con un dejo de inquietud por la interrogante y su respuesta.

-Pues está todo muy bien - prosiguió el médico; -si me hubieran encontrado esta tarde, le habría hecho varios puntos, pero ahora es mejor que se quede así, va a cicatrizar sin problemas; llévemelo en unos diez días más para verlo de nuevo.

Y, mientras me cambiaba la venda, agregó:

-Le voy a dejar el brazo en cabestrillo para que evite usar la mano hasta el fin de semana -añadió algunas otras indicaciones y se despidió.

Efectivamente, la herida cicatrizó sin más cuidados y nunca me causó otra dificultad que, por años, un ligero cosquilleo punzante si giraba el brazo en molinete como para pasar el frío al salir de un baño al aire libre.

Me gustaron siempre el mar, las playas y el ambiente de los puertos y, ya mayor, cada vez que pude fui a Valparaíso, una ciudad notablemente singular, construida en cerros contiguos al océano, la que me he propuesto conocer cuanto sea posible, aunque a causa de sus tantos recovecos es también interminable de perspectivas distintas e inasible como el horizonte; como se ha dicho de ella, la vista del mar puede encontrarse allí a la vuelta de cualquier esquina y, en algunos casos, los barcos parecen navegar sobre los techos de las casas.

Me agradaba también el carácter peculiar de sus centros nocturnos y no ignoraba su reputación aviesa ni los riesgosos que podían ser. Tenía poco más de veinte años una noche que resolví ir solo a conocer un bar que había visto al pasar alguna vez de día y que sabía era un lugar distinto, en el llamado barrio chino, cercano al puerto. Su letrero de neón -el único en la cuadra- lucía mejor de noche, encendido, que apagado durante el día. Sus letras y su contorno de un azul pálido iridiscente contrastaban con el azul negruzco del cielo y no producían otra claridad que la que marcaba su silueta, generando una suerte de ligera bruma en derredor por la condensación de la húmeda atmósfera marina, cargada también de olor a yodo.

Bar El Submarino, decía el letrero, en dos líneas, en la primera la denominación genérica y en la segunda el nombre propio; y eso era lo que representaba su contorno, un submarino, con su torrecilla enmarcando la parte escrita de la primera línea, y dirigido hacia la entrada, una puerta muy alta, de dos hojas de madera, entreabierta, en un edificio de fachada muy angosta, como los de Ámsterdam, o todas las ciudades en que los terrenos valen sobre todo por su frente, en este caso hacia el océano.

Luego de la puerta, había un pequeño vestíbulo cerrado al fondo por una mampara y, en el suelo, con su tapa apoyada al lado de la mampara, una trampa abierta para descender por una escalera estrecha, como para sólo una persona a la vez, como corresponde a un sumergible. Ya abajo, la planta parecía ser también la de un submarino: algo más ancha en la parte a que llegaba la escalera, con incluso unas pocas mesas entre un mesón en el que acodarse en uno de los muros y la barra que se extendía al frente, el alargado recinto angostando después hacia su costado más extenso, en que ya no había sino el mesón para acodarse, aunque en esa parte en el otro muro, el mismo de la barra; el largo total del lugar debía ser de al menos unos treinta metros, calculé, la misma profundidad que tendría el edificio para compensar su escaso frontis, más unos cuantos metros hacia la izquierda que debían estar bajo la calle, pensé.

Había a esa hora, que era ya de noche entrada, aunque no muy tarde, pocos parroquianos, esparcidos casi todos en grupos de a dos o tres, en su mayoría hombres, unas pocas parejas de hombre y mujer, cuatro hombres en una de las mesas jugando dominó; humo de cigarrillos difuso o en volutas por todas partes, lámparas colgantes a intervalos que, con un cono de luz ensanchándose hacia abajo, alumbraban potentemente en algunos sectores y apenas en el resto, música de jazz que venía desde varias radios antiguas acomodadas en los muros, no supe si conectadas como parlantes o sintonizadas en la misma estación.

Pedí en la barra un whisky doble sin hielo y un agua mineral con un vaso grande para, según mi costumbre, combinarlos por mí mismo y graduar su consumo, ya sea demorándolo o apurando el whisky, según se dieran las circunstancias o me fuera apeteciendo. Me acodé en el mesón de la parte ancha, frente a las mesas, no lejos del pie de la escalera, en forma que podía observar todo el lugar.

Solamente en la barra había dos personas solas, como para conversar ocasionalmente con el cantinero. En el extremo a mi izquierda, en la esquina del mesón, de perfil a mí, un sujeto mal afeitado, de aspecto torvo, fumando, que parecía contemplar el humo que expelía directo hacia delante. Poco más allá de donde el humo se disipaba, a la altura de donde me había situado para observarla mejor, una mujer en la que me fijé desde la llegada, colorina, con la que crucé miradas de simpatía cuando me acerqué a pedir mi trago, en un cuasi amago de saludo mutuo; me pareció que tenía un rostro de rasgos bien definidos, corriente pero agradable, sin mucho maquillaje, que trasuntaba algo de bonhomía, como para que no estuviera allí sola, y preferí instalarme a su espalda procurando averiguar a qué atenerme.

Veía ahora con detención su cabellera rojiza, el escote rectangular también atrás, que mostraba su piel blanca entre los hombros, su vestido ceñido de color rojo más apagado que el de su cabello, su proporcionada figura, de marcada diferencia entre cintura y caderas, sus pantorrillas bien torneadas con medias negras caladas a rombos que dejaban ver de nuevo su piel blanca, sus zapatos de tacones altos asimismo rojos, su pie derecho en el apoyo de bronce que recorría la barra abajo, el muslo levantado haciendo que su falda realzara aún mejor ambas nalgas, altas y rellenas; y me pareció recordar el atrayente aroma de su cuerpo, que creí sentir cuando me acerqué a la barra, intencionadamente lo más cerca que pude de ella.

Nunca he sabido hasta qué punto las pelirrojas son pelirrojas, pensé (duda que he acarreado después siempre); y pensé si me acostaría con ella. En eso estaba cuando el sujeto aquel apagó su cigarrillo y deslizando su mano izquierda delante suyo sobre la barra, como si fuera él quien seguía a la mano, fue lentamente a instalarse con su hombro casi junto al de la pelirroja. El rostro del cantinero apareció luego entre las cabezas de ambos y hubiera podido adivinar las palabras que intercambiaron, las que no oía desde donde estaba, como si el escenario se hubiera reducido a aquella parte semejando el recuadro de una pantalla de TV con el sonido en Mute. Los vi después beber sus tragos mientras conversaban. De pronto pareció que discutían. Él pidió la cuenta y pagó. Luego la tomó de un brazo fuertemente como para arrastrarla consigo a la vez que parecía querer decirle algo al oído. Ella se desprendió bruscamente y él aprovechó el balance de su movimiento para cogerla del otro brazo, tirándola hacia sí:

-¡Andando! - le gritó.
-¡Te digo que no! - replicó ella, también a gritos.
-¡Qué te creís, mierda! - le atronó él en la cara, con voz ronca, zamarreándola de ambos brazos.
-¡Oiga, qué le pasa! - me oí decir entonces mientras avanzaba hacia ellos, todo el resto de la escena en suspenso, las miradas convergiendo hacia nosotros, sin que se escuchara ya la música de las radios, sino solo mis pasos, el ruido de un par de sillas cuando las aparté para avanzar y los de ellos mientras forcejeaban.

-Qué querís vos, pendejo - masculló el sujeto volviéndose hacia mí, que pude verlo recién ahora por primera vez de frente, con su mirada de bizco y bocaza de dientes faltantes o amarillos. Me detuve donde estaba. Empecé a componer mi siguiente parlamento apenas levantando una mano en señal conciliadora, cuando él hizo lo mismo. Sólo que en la suya algo sonó con una especie de clic metálico y se convirtió en un enorme cuchillo reluciente.

-Oiga… - alcancé a empezar de nuevo, esta vez en otro tono, cuando su primera cuchillada hizo un semicírculo donde había estado mi cara, que apenas pude retirar a tiempo.

Después de eso retrocedí, volviendo tras mí a su lugar las sillas que había apartado antes, ahora para cerrar el paso, y giré en torno a una mesa tratando de mantenerla en medio para asegurar mi distancia del atacante, quién amagó acercarse primero por un lado y luego por el otro, mientras a mi vez me desplazaba los mismos pasos alternadamente hacia mis propios costados para conservar la diferencia, aunque sin separarme de la protección interpuesta, y veía por tanto al sujeto de cerca, su carota siniestra y el cuchillo reluciente entrando y saliendo del cono de luz que desprendía la lámpara que pendía sobre la mesa, en lo que semejó una especie de bien lograda coreografía.

-¡Déjalo, animal! -oí que le gritaba la colorina, y me pareció que el agresor hizo ademán de volverse a ella.

Sin pensarlo, empujé en ese momento hacia él la mesa, recuperando su atención a la vez que me percataba de haberle dado lo que sería para mí una muy mala idea; en efecto, la volcó de un manotón apartándola de en medio. Chuchas, esto está cada vez más serio, pensé entonces, o algo así; y acerté a agarrar una botella de vino vacía de la mesa que habían dejado al ponerse de pié en derredor nuestro quienes jugaban antes dominó, la que quebré con un golpe violento contra la barra, quedándome en la mano con el gollete y una mitad del cuerpo rematado en un círculo de vidrio de dientes aguzados, según había visto en alguna película. Suerte que siempre he ido al cine, recuerdo que pensé; cómo irá a terminar esto ahora, y eso ya no supe. La especie de ballet continuó con un remedo de pas de deux a cierta distancia, siempre con el tema de semicírculos hacia uno y otro lado, ambos algo agazapados, él como para abalanzarse sobre mí, yo como para tratar de escabullirme, supongo, o tal vez para parecer como él, no lo sé. De vez en cuando trataba de alcanzarme con una cuchillada, pero no sin cuidado de su parte, pues yo amenazaba responder con el resto de botella y conseguía así mantenerlo a una distancia que, sin embargo, era cada vez más estrecha, yo como buscando al mismo tiempo alguna salida, él cerrándomela cada vez.

Mientras giraba, veía todo en derredor, como si mi mirada se hubiera tornado periférica -muebles, detalles que antes no había advertido, rostros, nadie con la menor intención de intervenir (increíble, el cantinero continuaba fregando vasos con un paño mientras se las arreglaba para, desde atrás, no perder detalle de nuestra danza) pero todo, incluso las puñaladas que el atacante me lanzaba, transcurría como en cámara lenta, como si estuviera ocurriendo en alguna película de Sam Peckinpah. Esto no puede durar mucho, pensé, en cualquier momento voy a ver también salpicar sangre, la voy a ver como si se esparciera manteniéndose en suspenso en el aire. Eso pensaba, cuando el sujeto me soltó una estocada a fondo, ya no a la cara, sino hacia abajo, a mi cintura. No es que lo haya discurrido, pero procuré protegerme con la mano derecha evitando que el cuchillo me entrara en el estómago, a la vez que prontamente pasaba el resto de botella a mi otra mano -me parece que esto también lo había visto en una película, aunque no sé si la misma-; y estiré con toda la fuerza y rapidez que pude mi brazo izquierdo cuan largo es, hasta tener el codo recto, en forma que el brazo pareció una lanza, para clavarle la botella en plena cara, pudiera decir que sintiéndola hundirse en partes blandas y estrellarse en otras duras. Aquello fue horrible: el bramido del energúmeno, la sangre, que efectivamente salpicó hacia arriba en cámara lenta, entremezclada con gotas gruesas no sé si de saliva, o de sudor, o llanto; luego, una especie de: ¡Oooh…!, prolongado y unísono de toda la concurrencia; y de nuevo volvió a oírse aquella música de jazz, ahora como desgarrada.

-¡Vámonos! -me gritó entonces la colorina, tomándome la mano de la que había yo soltado lo único que quedó de la botella, el gollete, y se lanzó a subir por la escalera mientras en el otro hombro se afirmaba su cartera, que entre aquellos detalles percibidos ya le había visto antes haber sacado no sé de dónde, y me arrastraba tras ella.

Apenas alcancé a emerger en el vestíbulo, cuando se oyeron abajo carreras; la pelirroja cerró de un golpe la trampa y le pasó una aldaba encima.

-¡Vámonos! -volvió a gritar, -con esto van a tener para un rato -y echó a correr, otra vez arrastrándome consigo.

Cuando llegamos a la primera esquina, se detuvo y alcanzó a indicarme:

-Aquí nos despedimos: yo me voy hacia arriba, tú sigue recto, dobla en la siguiente boca calle y ya no corras -cuando se interrumpió alarmada preguntando: -¿qué tienes ahí?

Había sangre en mi camisa, cerca del cinturón.

-Nada - respondí, mientras me miraba con detención; -es de mi mano.
-Déjame ver -insistió ella, tomando ahora mi mano derecha.
-Es solo un rasguño - le dije; y me apreté la herida que aquella cuchillada, que alcancé a desviar apenas, había abierto en donde mismo tenía mi cicatriz.
-No vayas a una posta - me previno ahora, mientras sacaba de su cartera un pañuelo grande con que me amarró la mano, -no veas a un médico, toma un taxi, ándate a tu casa y no le cuentes de esto a nadie…
-Quiero irme contigo - le declaré. -No puedes -se rehusó, -y no me busques, no podrás encontrarme nunca.

Y echó a correr calle arriba, con sus tacos haciendo círculos tras ella mientras corría, como en las antiguas historietas dibujadas por Chic Young, hasta que desapareció de mi vista en la oscuridad de la noche.

Nunca volví a aquel lugar, ni siquiera cerca. Por varios días revisé los periódicos y no encontré ninguna noticia sobre lo ocurrido. No sé qué haya pasado con aquel sujeto, ni cómo haya podido quedarle la cara. Nunca volví a ver a la pelirroja. No guardé su pañuelo, que quedó empapado de mi sangre.

Miro ahora de nuevo mi mano derecha. No cabe duda, es una mano; concluyo pues como el autor citado: «Sé que aquí hay una mano (…) Es mi misma mano la que estoy mirando». Efectivamente: es además mi propia mano. Pero aún así, no sé de cuándo proviene la cicatriz que tiene: si de cuando era niño y me fabricaba barcos de corcho o de cuando ya mayor me aventuré en el puerto; ni siquiera sé si son dos cicatrices sobrepuestas o una sola, la misma.

Como tampoco sé si los dolores que arrastro son los de mi infancia, o los que acumulé después en mi existencia; o si son el mismo. ¿De qué puede servirme entonces la certeza que pueda tener sobre mi mano? ¿No son acaso los sentimientos lo que verdaderamente cuenta, es que no puede tenerse certeza sobre los sentimientos?