Hacia bastante frío aquella noche de invierno cuando salió del convento para un encuentro con la gloria. No lo sabía, de hecho en vida nunca lo supo, pero iba pletórico de felicidad. Entre sus brazos llevaba el fruto de su intenso trabajo realizado durante los últimos ocho años, en los momentos libres que le dejaban sus deberes conventuales. Era un hombre modesto, que no abrigaba sueños de grandeza. Simplemente tenía que hacer conocer sus descubrimientos. Para él, ponían orden y exactitud en un campo confuso y prácticamente desconocido. Para eso había trabajado intensamente en el huerto del convento. Pero sí estaba seguro de la importancia de su esfuerzo.

Se abrigó como pudo para enfrentar los rigores del clima y repasó mentalmente los puntos esenciales de su disertación. ¿Cómo recibirían, pensó, los asistentes miembros de la Sociedad para el Estudio de las Ciencias Naturales de la ciudad de Brunn (actualmente Brno, en la república Checa) el contenido de lo que iba a exponer, cuyo simple título no despertaba mayor emoción: Hibridación de las plantas?

Cierto, no eran reputados hombres de la investigación. Se trataba de un pequeño grupo de provincianos aficionados a la ciencia, pero aun así, la situación era intimidante. Pronto fue recibido en la sala de reuniones y cuando le tocó el turno, leyó despacio, tratando de oculta su nerviosismo. De vez en cuando levantaba su rostro para escudriñar las emociones del público oyente que apenas superaba las tres docenas de personas, pero no descubrió entusiasmo manifiesto alguno. Comprendió que era un discurso largo, de más de veinte mil palabras, profuso en término novedosos como caracteres dominantes y recesivos, abundante en cálculos matemáticos, que describían los resultados de los innumerables cruces e hibridación de los guisantes comestibles. Más bien, ciertos asociados no ocultaban cierto aburrimiento, pero la mayoría permanecía en respetuoso silencio. Cuando terminó, un tímido aplauso le acompañó y no hubo preguntas. La reunión continuó con las presentaciones de los demás disertantes. Era el 8 de noviembre de 1865.

El hombre

De Gregor Johann Mendel casi todos oímos hablar desde nuestros años de colegio cuando recibimos biología. Luego, por supuesto, en el transcurso de la vida nos hemos vuelto a encontrar con su nombre en innumerables ocasiones. Pero en estas últimas semanas, nuestro interés en este personaje tan peculiar e interesante, se despertó luego de la lectura del segundo libro de Siddhartha Mukherjee El gen. Una historia personal. Cuando lo encontré en la librería que habitualmente visito, lo compré de inmediato ya que su primer libro, El emperador de todos los males. Una biografía del cáncer causó en mí un profundo impacto.

A pesar de su larga extensión, lo leí en pocos días, ya que en mis horas libres prácticamente no podía soltarlo de mis manos. Resultó adictivo, y como ha dicho un periodista de un conocido periódico, «más que divulgación científica, es literatura pura».

El Gen también es una obra extraordinaria, pero es de reconocer que su lectura no alcanza las altas cotas de la obra predecesora. El mismo Siddhartha lo sospechaba cuando afirmó que «el emperador había debilitado otras posibles historias, confiscado mis pasaportes e impuesto un gravamen a mi futuro como escritor, no tenía más que contar». Sin embargo, valientemente lo hizo y su mérito como escritor no disminuyó un ápice.

Mendel nació en la Silesia austríaca el 22 de julio de 1822. De extracción humilde, su madre era hija de un jardinero, mientras que su padre Antón era campesino, aunque también había participado en las guerras napoleónicas, pero quería que su hijo tuviera un destino diferente. Así con grandes esfuerzos y limitaciones, envió a su hijo a la escuela y luego al internado de un colegio. Johann no se amilanó ante las dificultades y prosiguió con éxito sus estudios, especializándose en filosofía en el instituto Olmutz. Allí se le aconsejó que ingresara como novicio en un monasterio regido por los agustinos y cinco años después se ordenó como sacerdote. Ya a su nombre original se le agregó el de Gregor, como era costumbre en el convento. Acto seguido fue enviado a una parroquia a ejercer como sacerdote, pero fracasó totalmente. Se dice de él que era insufrible, sumamente tímido y tenía muchas dificultades al hablar en checo, idioma de la mayoría de los habitantes de Brno de donde eran la mayoría de sus feligreses. Comprendió entonces que su vida no estaba en servir de consuelo y ayudar a resolver las necesidades de una feligresía y solicitó volver al monasterio (Jay E. Greene).

Cuando entró de novicio al convento, se le describe (Mukherjee) como bajo de estatura, medianamente obeso, de facciones muy serias y bastante miope. El retrato que de él existe nos lo muestra no obstante, de rostro agradable, con lentes ovalados, no intimidante, o al menos bonachón, como más adelante ratificarían sus alumnos. Tenía afinidad por la lectura y la adquisición de conocimiento pero poca por la vida espiritual. En cambio, mostró cariño por el trabajo de jardín y resultó ser un buen jardinero, como lo había sido su abuelo materno. Esto último resultó ser fundamental para el trabajo científico que haría en los siguientes años.

Luego de su fracaso como sacerdote en ejercicio, al regresar al monasterio empezó a dar clases de matemáticas y griego, pero al poco tiempo, el director del liceo le solicitó presentar los exámenes para acreditarlo como profesor de secundaria. Allí comenzaron los problemas de Mendel con la enseñanza formal. Reprobó la primera prueba y fue enviado a la universidad de Viena a seguir cursos de matemáticas, física y ciencias naturales. Cuando regresó a Brno, intentó por segunda vez obtener el certificado y volvió a fracasar en el intento. Parece que su actitud no le ayudó. Entró en polémica con su primer examinador, tal vez por estar seguro que sabía más que él, del tema que le preguntaron y eso selló su destino. Desconocemos como impactó su espíritu esas dos derrotas, pero si tenemos constancia de su enorme tesón y voluntad de hierro. Nadie lo iba a apartar de la hermosa labor de enseñar, continuó siendo profesor por bastante años más, logrando ser muy apreciado por sus estudiantes, aunque recibiendo la mitad de la paga de un profesor regular, por no tener el bendito certificado.

Sin embargo la verdadera pasión la tenía en descubrir la causa de los fenómenos, en su caso particular, en buscar una explicación a las grandes diferencias encontradas en el reino animal y vegetal. A tal fin, dedicaría varios años de su vida y para ello, en lugar de un laboratorio, tendría la huerta de su monasterio. Aprendería a experimentar por sí solo, tal vez escuchando los consejos de viejos agricultores y en otros casos, simplemente por ensayo y error. Con suma paciencia y esfuerzo físico, inclinando su espalda miles de veces para manipular sus matas de guisantes, ajeno al dolor que esto le causaba pero seguro de la importancia de lo que estaba haciendo. Quiso experimentar con animales, pero el abad de su convento no se lo permitió. Allí descubriría los principios de una nueva ciencia, que varias décadas después, el inglés William Bateson denominaría genética. Campo de la investigación que estaría todo el siglo veinte y el actual, entre los punteros de nuevos e importantes descubrimientos de la biología y las ciencias médicas.

Su obra

El trabajo metódico en el jardín para descubrir de qué manera los rasgos opuestos de los padres pasaban a sus descendientes, lo inició en 1856. Por sus características especiales escogió para ello el guisante Pisum satívum. Primero aisló plantas puras o auténticas, es decir, aquellas que siempre iban a dar descendencia con un mismo rasgo, altas o bajas, las semillas de color amarillo o verde, las hojas blanco o violeta, así hasta obtener en total siete rasgos. Encontró que todas estas variables eran hereditarias, es decir, si cruzaba plantas con vainas de forma lisa, siempre obtendría lisas, si cruzaba de tipo rugosa, el resultado sería el de dicho tipo. Por los momentos escogió trabajar con solamente dos características de cada rasgo aunque pudiesen haber muchos más, como es el caso del color de las vainas. El siguiente paso sería el cruzamiento de plantas híbridas para observar el resultado.

Esta fase no resultó nada fácil ya que el proceso resultó complicado y necesariamente tuvo que innovar y trabajar con mucha paciencia. En promedio, los guisantes tardaban diez semanas hasta alcanzar la madurez. Mendel llevaban metódicamente la cuenta de la descendencia de cada uno de los siete pares de rasgos. A continuación estudiaba la descendencia del cruce de una tercera generación y de otras más, aumentando notoriamente el número de resultados. En la tabulación de estos, le ayudó mucho su mente y formación matemática. En sus propias palabras:

«a decir verdad, se necesita cierto valor para emprender una faena de esa magnitud, Y sin embargo, es el único medio adecuado para conseguir solucionar en definitiva un problema cuya importancia para la historia de la evolución de las formas orgánicas sobrepuja toda ponderación»

(Moulton F.R.-Schiffers J,J,)

En esta última frase se despeja la duda que para algunos ha existido sobre si Mendel estaba claro sobre la importancia de lo que estaba haciendo. Además, tuvo intercambio epistolar con la máxima autoridad en biología para la época, Wilhelm von Nägeli, ya que le hizo conocer sus experimentos, lamentablemente solo obteniendo respuestas evasivas e incluso consejos desafortunados que le hicieron perder tiempo. Como bien escribe el autor de El Gen: «El jardín de Mendel era pequeño, pero no confundió su tamaño con el de su ambición científica»

Los resultados de sus experimentos condujeron al monje de Brno al nacimiento de una terminología que décadas después, científicos y legos utilizarían millones de veces:

«En adelante en este escrito llamaremos dominantes los caracteres que en la hibridación se trasmiten por completo o casi sin alteración alguna (...). A los que en el proceso se hacen latentes, daremos el nombre de recesivos».

Posteriormente cuando cruzaba híbridos de tercera generación, reaparecían las características recesivas. Fue muchos años después cuando recibieron el nombre de alelos.

Sus últimos años

El fruto de su tesonero trabajo, un artículo de 44 páginas, fue publicado en los Anales de la Sociedad de Ciencias Naturales de Brno, siendo enviado a prestigiosas bibliotecas y asociaciones científicas de renombre, tanto de Europa como de América. Lo que sucedió después es uno de los grandes misterios de la ciencia, ya que prácticamente durante treinta años el artículo solo acumuló polvo en los estantes en donde estaba depositado. Mientras tanto, Mendel había fallecido en 1884, llorado apenas por los monjes de su convento y los fieles de la parroquia que lo conocían. Al menos desde hacía algunos años, la iglesia reconociendo su valor religioso lo había nombrado abad, alejándolo también de su querida labor experimental, a lo cual también contribuyeron los rigores de la edad.

Pero para el mundo científico, pese a que el tema de la herencia ya despertaba intensas pasiones, continuaba siendo un perfecto desconocido. No fue sino hasta el año 1900, cuando tres científicos, que aisladamente trabajan sobre la herencia experimental, el holandés Hugo de Vries, el alemán Carl Correns y, en Viena, Erich von Tschermak-Seysenegg, escribieron artículos en que redescubrían las leyes de la herencia formuladas por un desconocido monje llamado Gregor Mendel.

Posteriormente el inglés William Bateson haría también un esfuerzo gigantesco para que se le reconociera la gloria a ese humilde jardinero, que teniendo como laboratorio a un pequeño jardín de un modesto convento, en un recóndito paraje del imperio austro-húngaro, sin más recursos que su poder de observación, unas manos diestras y delicadas a la vez, así como una voluntad de hierro, pudo construir el andamiaje que soportó una teoría coherente y válida sobre los principios de la herencia.