Esta semana se ha sabido que el cacareado «Corredor Mediterráneo» que debía vertebrar la Unión Europea en por tren y mar y que debía llegar por toda la costa este española hasta el clave y estratégico puerto de Algeciras en Andalucía no se llevará a cabo. En su lugar, bajará por Italia hasta el final de la Bota y acabará, por vía marítima, en la preciosa isla de Malta.

Muy probablemente haya varias razones para ese giro en la política de transportes europea, pero aparece comúnmente citada como una de las causas principales la voluntad (casi) autodestructiva que se deja ver de vez en cuando en nuestro país; Mariano Rajoy y su camarilla deseaban que el corredor pasara por Madrid, convirtiéndolo en una especie de Corredor Central en la Península. Ese centralismo perjudicaba a toda la costa este española y, muy concretamente, al puerto de Valencia, el más importante de España.

Las razones para querer que el Corredor Mediterráneo pasara a centenares de quilómetros del mar que le da nombre son un misterio para todo el mundo fuera del PP, y no encontraron muchos aliados más allá de la esfera conservadora del partido fundado por Manuel Fraga. Algunos expertos apuntan a la corrupción, otros a querer perjudicar a Cataluña. Pero, al fin y al cabo, esa disputa motivada por el centralismo del Gobierno resultaba, aparentemente, banal, insignificante e incomprensible en las altas esferas europeas, que ante la indefinición dejaron a España fuera del proyecto, a la espera de que pueda tener rutas o desvíos alternativos que crucen Francia y lleguen a la Península Ibérica.

Es curioso como la noticia ha pasado deliberadamente desapercibida en los medios de comunicación estatales, pero no es tan curioso el varapalo económico que supone para todos los puertos orientales de España, eso es una factura que se pagarán los de siempre durante años o décadas. El corredor hubiera aportado infraestructuras y ocupación, y hubiera sido beneficioso para el comercio y el transporte de personas.

Me gusta analizar motivos y actitudes en varios aspectos y lo cierto es que esa voluntad de perjudicar al vecino a costa de meternos un tiro en el pie, pese a que pocas veces ocurre a tan gran escala, es más frecuente de lo que se piensa. No soy un gran aficionado al fútbol, aunque me gusta, pero recuerdo muy vivamente el caso del árbitro de fútbol Mateu Lahoz que recientemente arbitró un partido del Manchester City que entrena el catalán Pep Guardiola, con quien el árbitro había tenido roces varios cuando el técnico estaba en el Barcelona. Guardiola había avisado que no quería a Mateu anteriormente y era un partido en el que su equipo debía remontar un 3 a 0 ante el Liverpool para pasar a semifinales.

El equipo de Pep empezó muy bien y marcó dos goles, aunque Mateu anuló injustamente el segundo; entonces, obviamente Guardiola se quejó airadamente, quizá demasiado airadamente pero aun así con razón, y acabó expulsado. Su equipo perdió 1 a 2. Los comentarios de la mayoría de «periodistas» al día siguiente criticaban a Guardiola, los de los aficionados que se vanagloriaban de ser patriotas se reían del técnico y de que llevara el lazo amarillo en favor de la liberación de los políticos catalanes presos. Pocas críticas a un árbitro que realizó un partido horroroso, una vez más, y que expulsó a un técnico que protestaba con razón. Un árbitro que irá al Mundial, pese a que hace el ridículo en todas las competiciones que arbitra en España y fuera, y a que deja en muy mal lugar al deporte español con mucha regularidad. Las razones para seguir presentando a Mateu Lahoz como el árbitro internacional son un misterio. Pero eso a los patriotas no les importa.

Ese es el tipo de imagen da España en muchos ámbitos en el panorama internacional, posiblemente nos vean como un país con un potencial alto, pero autodestructivo y volátil. Poco de fiar, obscuro y muy corrupto, quizá incluso atrasado. Demasiado poco similar a la mayoría de los países de la Unión.