Helena Cosano una vez más nos sorprende con su habilidad para manejar estampas de la realidad a través de un simbolismo profundamente personal y por ende profundamente libre. Esta manera tan suya de reflejar la realidad, de una forma tan conceptual como abstracta y tan exclusiva como universal, nos induce a acceder fácilmente a pequeños compartimentos de nuestras propias vidas. Cálido, preñado de una espiritualidad tan creíble y desenvuelta como lírica, en El gato de la bruja nos seduce el hecho de poder comprobar que cada símbolo, cada imagen, se reconoce como un reflejo preciso de todo aquello con lo que nos encontramos cuando nos detenemos a observar nuestras propias experiencias. No se trata por tanto de una simple hipérbole para niños, ni cuenta con una moralina pedagógica, la autora más bien se ha decidido a contarnos qué sucede de verdad en el mundo, cómo funciona, cómo se perfilan las entrañas de lo auténtico, de lo realmente vivo.

Cosano va presentándonos a lo largo de esta bellísima reflexión a varias criaturas mágicas, personajes que sí pertenecen al plano onírico, al del relato y al de la fábula, pero que en esta ocasión se mueven espontáneamente con la única pretensión de mostrarnos lo que realmente hay delante de nosotros, no lo que debería haber.

En esta historia – se debe insistir en que no está dirigida exclusivamente a niños pequeños, sino a personas grandes tengan la edad que tengan-, hay gatos, brujas, gnomos, árboles amables, reinas, mariposas, seres propios del cuento tradicional, pero también muchos elementos entre los que inmediatamente reconoceremos nuestro entorno, nuestro espacio contemporáneo: una universidad, un edificio urbano o un pequeño apartamento ubicado en uno de sus pisos más altos.

Vamos a encontrar también miedos, errores, desconocimiento, aprendizaje, enfermedad, compasión, indiferencia, arrepentimiento, empuje, iniciativa, aturdimiento... en El gato de la bruja nada de lo humano resulta ajeno.

En esta historia, decididamente comprometida con la necesidad de entender cómo nos relacionamos con los animales (y también con el resto de humanos) mediante sencillos símiles, el pensamiento y la cultura tradicional se encuentran cuestionados sin rodeos, de una forma directa, empleando una estructura en la que abunda el diálogo corto y cadencioso, recurso no siempre fácil de usar: el gatito Trasto considera que dañar o matar a una mariposa no tiene por qué resultar rechazable, pues «hay muchas mariposas, millones, y no sirven para nada, y resulta muy divertido cazarlas». Así aparece el primer desencuentro entre Trasto y su brujita Casandra: «también hay miles y millones de gatos, pero tú sufrirías enormemente si un depredador urbano rompiera tus patitas y te dejara morir». Trasto deberá conocer las consecuencias de la indiferencia por el dolor ajeno probando un poco de su propia medicina: el enfurecimiento y el transitorio desinterés que su brujita manifiesta hacia él, y así, constatando él mismo cómo es el sufrimiento, no tendrá más remedio que aprender poco a poco el sentido y el poder de la empatía.

Cuando la reina de las mariposas, Helena, la brujita Casandra y Trasto salen a buscar a la mariposa herida, el gato empieza a reparar en algunas cosas que nunca se había planteado: ¿en qué consiste exactamente experimentar compasión, cómo se maneja esa recién descubierta empatía? Y también lo terrible que resulta sentir por primera vez el pellizco de la conciencia y el temor ante la posibilidad de haber dañado o tal vez de haber matado por simple diversión.

Casandra y Helena cuidarán de la mariposa herida de por vida, amándola más incluso por el hecho de estar enferma y ser incapaz de valerse ella por si misma... del mismo modo en que en cualquier refugio-santuario de animales rescatados cuidan, a cambio de nada, a los enfermos que ya nunca sanarán. Sin importarles que sea fea y paralítica, las brujitas vivirán junto a la mariposa herida como lo que es: una más. Con ayuda de un gnomo tan feo como encantador, tan masculino como femenino, y tan viejo como joven van a encargarse de cuidar a quien no puede cuidarse por sí mismo. La fragilidad y la enfermedad no son causa de descompensación o caos sino que consiste en algo tan simple como una circunstancia, tal vez transitoria o tal vez no, pero en todo caso no es sino eso, una circunstancia a la que todos estamos expuestos y que siempre suscita, en cualquier individuo con sentimientos nobles, la pulsión inherente de proteger y de ayudar.

Nos fascinará asimismo la forma en que la autora nos presenta el amor romántico, el amor de pareja: una interpretación auténtica y verosímil, uno de los asuntos más acertadamente tratados en este libro. El primer modelo que nos presenta son los mismos padres de Trasto, cuyo amor apasionado fructifica no sólo con el nacimiento del pequeño sino con la alegría del retozo, de la aventura, del viaje… elementos que tienen siempre fecha de caducidad. Y no va a ser una excepción la de esta pareja, en el fondo muy poco afín, que tras disfrutar del amor romántico se separa sin dramatismos ni enemistad, simplemente siguiendo las reglas de la vida.

También nos muestra la autora otros aspectos poco amables de la condición humana. Helena Cosano dibuja brillantemente una realidad irrefutable: existen seres buenos, hay seres malos, los hay crueles y solidarios. Y finalmente existen seres, de hecho la mayoría, que conjugan proporcionadamente un lado brillante con otro oscuro: cuando Trasto está a punto de morir ahogado en el lago por la indiferencia y poca prudencia de Martinko y Marita, los gatos de la brujita reina Helena, descubre el poder de la flexibilidad. Va a ser un árbol quien le salvará la vida, un simple árbol que para alcanzar su objetivo deberá servirse de su sabiduría; se trata del árbol que danza con el viento, el árbol que lentamente se inclina, sin llegar a romperse jamás por causa de esgrimir una fuerza desproporcionada o irreflexiva, como hacen los árboles necios. El árbol inteligente y bondadoso que salvará a Trasto no es sino un ser ligero, flexible, leve, sereno y colmado de buenas intenciones.

El broche con el que Helena Cosano cierra este relato sobre la realidad es una promesa de continuidad justo en el momento en el que su historia termina: sin duda se trata nuevamente (y finalmente) de un poético regreso alegórico a la obstinada realidad.