Habían transcurrido varios meses y finalmente podía caminar hacia la que fue su habitación. El pasillo que conducía al aposento estaba oscuro, como delatando una importante ausencia. A mi derecha estaba el discreto baño con alguna cosa aquí y allá; apenas un rollo de papel higiénico a medio usar y una reducida barra de jabón que por seguro había perdido todas sus cualidades humectantes. Finalmente me detuve en el umbral de la puerta, desde ahí observé lo que pude. Tenía un hueco en el estómago, literalmente un hoyo.

Realmente lo que vi era mucho de nada y demasiado de recuerdo. Esa habitación siempre fue un espacio iluminado, lleno de energía; se sentía la presencia de un ser que estaba por empezar algo o por terminarlo. Esa habitación, testigo del milagro de la caricia que sana, ama y acompaña, ahora era como una inmensa duna; apenas había un pequeño e improvisado closet que dominaba una de las esquinas, pude distinguir un traje de lino que hube de comprarle meses antes; amarillo, su color favorito. Pienso que nunca llegó a estrenarlo.

No recuerdo los cajones ni la mesita de noche que solía estar atestada de libros; solía leer varios al mismo tiempo. El cuerpo delgado que era yo, recostada sobre el marco de la puerta, ya no disponía de energía para seguir de pie, ahí, queriendo llorar y al mismo tiempo quieta y muda. Mi mente aún estaba entre perdida y angustiada, y el dolor era tan raro y espeso que las lágrimas no se atrevían a salir de donde fuera que estuvieran. Mientras, la voz desganada de la hija menor, se escuchaba desde la cocina. ¡Cuántas veces quise tener su coraje! O al menos su capacidad para esconder sentimientos.

Me retiré con el mejor paso que pude, caminar me era muy pesado para ese entonces. Dejé la habitación tras de mí, sin reconocer nada de lo que había visto, y al mismo tiempo admitiendo que todo eso era ella, y al no estar más, cada palmo poroso de pared, cada cosa que no pude registrar con mi mirada, por mucho que lo intentara, ahora carecía de sentido. Incluso el traje de lino.

Nunca pregunté dónde fueron a parar todas esas menudencias. Tiempo después, en casa de la hija menor, tuve frente a mis ojos dos libreros repletos de cuadernos, textos de enseñanza de los que usó cuando trabajaba en la alfabetización de adultos. Diccionarios, libros de psicología, varios ejemplares de García Márquez, su escritor favorito, y algunos folletos con cualquier otro contenido. En ese instante, me sumergí de cabeza en su presencia y aturdí mis dedos buscando, desesperada, en cada página que pude, un pedazo de su letra. Su letra la describía: era estilizada, con trazos marcados y largos donde fuera preciso, y fuerte, lo podías sentir en el reverso de cada página escrita. Era como si al leerla la escuchara.

Yo lo sabía muy bien, su herencia me lo dice cuando leo sus cartas. Dos entregadas por ella misma, con sumo sigilo y cabeza gacha, cualquier tarde del año 2002, en que nos despedimos hasta una nueva vez. Nunca se enteró de lo que yo sabía de esas cuartillas, ni lo que hice después, creo. La tercera me la hizo llegar una buena amiga, como parte de una dinámica religiosa celebrada en mis tiempos de devoción católica. En esa nueva misiva, su letra era diferente, fruto de un percance en su salud, pero su tenacidad estaba intacta. El año 2004 corría calle abajo, hasta un noviembre, todos dando por sentado el tiempo, desconociendo nuestro sino.

Años después, tomé el puño del teléfono para contarle con alegría lo bien que había resultado mi presentación de Tesis en la universidad; bastó apenas un segundo para darme cuenta que nadie estaría al otro lado. Ese número no existía, aunque yo lo supiera de memoria. En ese instante supe lo que es el olvido y el recuerdo, y como cada uno salva en formas distintas: Yo no podría sostener la ausencia de mi madre todo el tiempo, como tampoco olvidaría su figura, aunque solo la recuerde en mi memoria.