Ese jueves tuve que hacer una diligencia bancaria de esas que no pueden hacerse vía Internet. Nada, que si no había de otra tenía que hacer un hueco en mi apretado día para destinar más de un hora –entre lo pesado del tráfico, el turno que agotar y el tiempo que mi solicitud tomara-, para hacer el compromiso.

No es difícil colegir que soy una chica muy social, si veo a alguien más de tres veces en mi ruta, ya entra en mi bitácora de saludos. No más hice estacionarme para dar con el rostro del vigilante, él me reconoció de inmediato y nos sonreímos. Me preguntó por mi niña, harto conocida en el lugar. ¡Ha de estar grandísima!, exclamó. Es una de las tantas visitas al banco, ella le había hecho una curiosa entrevista sobre las labores del vigilante. ¿Para qué es esta pistola? ¿La ha usado alguna vez? ¿Vienen muchos ladrones aquí? ¿Qué edad tiene usted? ¿Ya comió? En fin, yo estaba en la fila y ella en su charla, y mi ojos fijos y puestos en ella, naturalmente.

La chica de Servicio al Cliente me había dicho que tenía mucho tiempo sin visitarles. El cajero, un moreno guapísimo y joven, había perdido peso, gracias a horas en el gimnasio, según me contó, y habían contratado nuevo personal para el servicio de caja. Les dije: la culpa de todo esto lo tiene el Internet Banking. Ahora lo resuelvo todo con varios clics; en menos de 15 minutos, como mucho, ya he honrado todos mis compromisos. Claro, en la Internet nadie me sonríe, nadie me saluda, no hay nadie guapo ni atractivo a quien piropearle los brazos. No hay un vigilante anhelante de una sonrisa, puesto que estos sujetos en la mayoría de los casos pasan por invisibles.

En el Internet Banking hay mucho colorido. Publicidad bien pensada para hacerte ver un mundo lleno de soluciones, donde tú, el cliente, y tu bienestar, son lo más importante. Ese es mundo falso y sustentado en la carencia de recursos que te hacen ver como ente imprescindible y necesario. Solo que ahora, como si se tratara de algo bien pensado y calculado –que no lo dudo-, han eliminado en el proceso la parte que todavía sostiene este mundo, el ingrediente sin el cual este planeta solo fuera un gran esfera redonda con ríos y océanos, con algunas plantas ornamentales, un buen número de factorías humeantes de toxicidad y muchos almacenes llenos de ropa de temporadas con gente aquí y allá a ver qué compra; ahora insisten en disminuir en lo posible el contacto humano.

Usted llamará a un centro de servicios tal o cual y le atenderá la grabación de una voz masculina muy varonil, o una femenina muy diáfana y agradable, que le dará una retahíla de opciones numéricas, y usted, que solo quiere hablar con algún humano, el que fuere, tendrá que aguantar con toda la paciencia del mundo todos esos números. Cuando, ¡por fin!, un terrícola toma el teléfono, lo primero que hace es preguntarte todas las cosas que ya le indicó a la voz de la máquina. Le preguntará cómo esta, pero no crea que eso le importa a la empresa, resulta que un entrenamiento les dijeron que a la gente le gusta que se preocupen por ellos, pero lo que no puede enseñarse en ningún entrenamiento es la autenticidad y lo que significa ser genuino; eso se cultiva, se modela, no es un asunto de una semana de charlas en un salón de conferencias de hotel; la autenticidad es una pulsión del espíritu que se origina en el fondo de la verdad del ser, por eso, cuando al usuario que quiere resolver un problema en alguna telefónica o un banco, le hacen la consabida, y por demás ensayada, pregunta: «cómo se siente el día de hoy», hay quien quiere hacerle recordar a su madre, a su abuela o cuanto familiar le pase por la mente. Otros recurrimos a la más común corriente de las mentiras dichas a diario: «¡estoy bien, gracias!».

La misma estrategia ocurre con los aparatos móviles. La gente nunca estuvo más disponible para el otro, sin embargo, y al mismo tiempo, nunca estuvo más distante. ¡La estratagema ha sido todo un éxito! Tener un móvil es la mejor manera de estar aislado de tus seres queridos. Los grupos de WhatsApp les ganaron a las reuniones de cafés, de parques, restaurantes, comilonas en la casa. La comensalidad, un verdadero placer a la hora de comer, está en franca vía de extinción. Hay quien engulle sus alimentos y mientras mastica aprovecha bien el tiempo en ver qué dijo quién, ¡y por supuesto!, responder. En los restaurantes, ya hay estudios que demuestran que el tiempo que le toma a un mesero en atender a los comensales, que incluye hacerle las fotos que les piden, esperar el tiempo necesario que toman en decidir qué ordenar, mientras atienden a sus teléfonos y se hacen más selfies, ha aumentado en un 30%. Aquel tiempo de descubrir nuevos sabores y olores, de deleitarse con el crujido de un recién horneado pan gallego, de discutir el tema del momento, cada vez es más escaso.

La mirada mientras se toma vino, el intercambiar bocados, tocar los pies bajo la mesa, el secreteo –que podrá ser de mala educación, pero es delicioso-, los silencios cómodos, disfrutar de la música de fondo. Conversar con el chef para contarle la grata experiencia que tuvo con el plato elegido. Todos deportes en extinción.

La costumbre de zombificación, por llamarlo de alguna forma, y cada vez más extendida entre los jóvenes, no excluye a los adultos mayores. Meses atrás, estuve en el teatro viendo una obra de lo más divertida. El salón estaba lleno de gente. Hice lo de siempre, «peinar» con la mirada todo el lugar a ver a quién conocía. Me detuve en una atractiva pareja, guapísima, ambos debían rozar los 60 y tantos años. Cada uno tenía en sus manos un aparato celular de última generación – a juzgar por mi escaso conocimiento sobre estas tecnologías. Sentí pena por ellos. ¿Será que no tienen nada de qué hablar? Pronto la pena se volvió alegría cuando ambos, tomados de las manos, conversaban sabrá Dios de qué, pero sus rostros tenían otro tipo de luz, no de esa que proviene de la pantalla del móvil.

De mi parte, pretendo seguir haciendo uso de las ventajas que la red ofrece en términos de ahorro y tiempo, sobre todo por la seguridad que significa no estar en la calle con altas sumas de dinero para hacer depósitos, pero no pienso abandonar mi hábito de interactuar con la gente que forma parte de mi entorno. En muchas ocasiones en la que olvido el móvil en casa, pues me espero al regreso, no me ocupa ningún sentimiento de angustia o ansiedad, como sé que ocurre a muchos. Es menester mantener en nuestro dominio el poder sobre las tecnologías, y que no sea al revés. Eso significa Libertad.