Me he dedicado durante muchos años a la salud. Soy enfermera y he atendido a incontables niños en estado crítico. Los vi recuperarse y sonreír, he recibido cientos de hermosos dibujos que eran su arte, su agradecimiento. Pero también he visto la contracara, para lo cual, no hay palabras para describir el dolor de los padres al recibir la devastadora noticia de que sus vidas cambiarían para siempre.
La resiliencia es un concepto que se aborda sin seguir una guía de qué hacer en situaciones duras, complejas, no nos preparan para sobrellevar ese dolor y dar vuelta la página, la resiliencia siempre deja una cicatriz.
A lo largo de la profesión, cada uno va desarrollando su propia coraza de protección, un modo de decirnos que lo dimos todo, aunque a veces sentimos que no fue suficiente.
Hoy me toca estar del otro lado, el más difícil. Sientes que dependes de pares como tú, pero no sabes con certeza lo que puede pasar. Una palabra puede tener múltiples interpretaciones; una mirada, un sinfín de lecturas. En la jerga, solemos decir que "somos los peores pacientes", y eso es tan real como el Juramento Hipocrático que marca un nuevo inicio.
Me senté al lado de mi ser amado en una cama de atención sanitaria, lejos de los míos, de mis colegas, de aquellos que me conocían, conocían mi historia, aquellos que batallan junto a mí el día a día y que de una u otra manera cuidarían de mí y sostendrían mi mano en mi estado más vulnerable. Esta vez, tuve que depender enteramente de una institución ajena, de profesionales con un nombre y título que yo no conozco, que me es ajeno su lado humano y ahora debería velar por esa fe que me mantenía en una dimensión no controlada.
Fueron largos días de preocupación, angustia y llantos en silencio. El cansancio físico y mental me llevaba a repetirme: “Soy fuerte y debo resistir para que él se recupere y no se quiebre”. Pasé noches sin dormir, escuchando el carrito de las enfermeras pasar, entrar en la habitación e intentar aliviar un dolor que yo no podía mitigar. Las vi preocuparse y acompañar todo el proceso. En ese momento, yo era el familiar del paciente y lo entendí de una manera muy dura y tan sola.
Alguien intentó consolarme diciéndome que muy pronto todo pasaría y se convertiría en una anécdota. Pero ese día se hacía eterno, sentía que no llegaría nunca. Recordé que yo solía usar esas mismas palabras y comprendí lo vacías que son en momentos de tanto dolor.
Comencé a mirar con otros ojos lo que me era familiar. El olor a desinfectante es parte de mi naturaleza, pero esta vez no era yo quien vestía el ambo blanco. Era yo la que estaba sentada en una silla de hospital, esa misma silla que, luego de varias horas, se convierte en un factor traumático. Mi mano, que suele sostener la del paciente, ahora sujetaba la mano de ese ser amado que luchaba.
Colaboré en lo que pude, cambié sábanas, apliqué tópicos y velé por sus sueños mientras controlaba un monitor que marcaba el compás de mi propio ritmo cardíaco.
Algo particular, que no era solo una sensación sino una certeza, era que mis propias certezas profesionales se desvanecían. Mis conocimientos técnicos no tenían injerencia.
En todo momento traté de contenerme, porque ahora no era parte del equipo de salud, era la familia que vela por ese ser amado, lleno de miedos, haciendo preguntas tímidas, sin forzar incomodidades a los que, en ese momento, eran los ángeles de la salud.
El silencio se volvió lo más difícil, la calma un desafío, y el no querer alejarme por si algo malo pasaba, toda una encrucijada. Siempre dije que el amor cura todos los males, pero en ese momento el ateísmo azotaba mis creencias. Mi ansiedad se incrementaba, me sentía desconfiada y temerosa.
De repente, después de tantos días, todo comenzó a esclarecerse. Los nubarrones se transformaron y nuestra estadía empezó a ver una luz al final del camino.
Esta historia cuenta mi vivencia, mi historia. Fueron muchos los momentos en que estuve del otro lado. Mi vínculo con cientos de familias que transitaban una dolencia se enraizó. Se involucraban, transmitían sus miedos y esperanzas. Yo, la profesional, debía darles una respuesta científica a sus males, pero ellos no sabían que dentro de mí había una lucha por su supervivencia.
Sabía que mi rostro o mi nombre serían olvidados, pero quizás recordarían parte de una historia triste, una que nadie te prepara para enfrentar. O se llevarían el recuerdo de una persona que les brindó cuidados, consejos y palabras cargadas de esperanza, reafirmando que la fe es lo último que se pierde.
Mi rol no consistía solo en una labor. El que elige ser enfermero sabe que cambia vidas, que se esmera por ser parte de la historia de alguien, de una familia, de una comunidad. La enfermería es una profesión humanística, con una filosofía de vida que marca un antes y un después. Por eso, cuando te preguntan a qué te dedicas, gritas con orgullo: “Soy enfermera”.
La vida me ha puesto en diferentes escenarios. En ellos, empatizo con personas reales, con sueños y esperanzas interrumpidas por una enfermedad, un freno de mano a la rutina familiar. Un equipo de salud comparte un lazo invisible: un propósito en común, una serie de valores profundamente arraigados.
El corazón de la labor conjunta es el compromiso de proteger y restaurar la dignidad humana. Cada miembro del equipo contribuye a crear un entorno de seguridad, confianza y responsabilidad. La experiencia compartida, liderando con la fragilidad, el dolor y la incertidumbre, crea un vínculo único. No curan enfermedades abstractas, sino que enfrentan la mortalidad y la fragilidad junto a la persona que sufre.
Cada miembro aporta conocimientos científicos y técnicos, pero más allá de eso, comparten la humildad de la ignorancia y se animan a la incertidumbre. Son conscientes de que la medicina no tiene todas las respuestas. Esta conciencia de los límites nos obliga a colaborar, a confiar en las habilidades de los demás y a un aprendizaje conjunto.
Cada decisión, por pequeña que sea, está impregnada de consideraciones morales. No se aplican solo protocolos, se negocian dilemas éticos a diario, tejiendo una red de responsabilidades compartidas que va más allá de las jerarquías.
Cada profesional tiene una filosofía del ser humano basada en la compasión, la responsabilidad y un profundo respeto por la vida. No son solo individuos con diferentes roles, sino una conciencia colectiva dedicada al cuidado, a sanar, a aliviar y, en muchos casos, a solo acompañar a las personas en sus momentos de mayor necesidad.
La enfermería me hizo ser quien soy. Es mi marca personal, un ser humano moldeado con dolor, esperanza, lágrimas y sonrisas. Pero cuando una enfermera se convierte en familiar de un paciente, su perspectiva se transforma. Es como si un geógrafo acostumbrado a leer mapas se encontrara en un territorio desconocido. El conocimiento profesional, la calma y la distancia se ven desafiadas por la preocupación personal. Es una colisión de dos mundos donde uno debe renunciar al control para confiar en las decisiones de otros profesionales, sabiendo que los roles se han tergiversado.
La distancia profesional desaparece por completo, siendo reemplazada por un profundo apego emocional. De ser la fuente de información, pasas a ser quien busca, la que hace preguntas, a menudo abrumada por respuestas complejas.
Este tipo de viaje fortalece la mirada y el vínculo con la profesión. La empatía y el acompañamiento humano son vitales. Se redescubre que estás cuidando la vida de alguien, el amor de alguien, y que tu proceder puede convertir esa historia en una anécdota de vida, en este caso, la mía y la de mi familia.