No hay biología sin historia, podemos afirmar de manera categórica. Y esto es así porque, al observar las manifestaciones de los procesos y mecanismos biológicos propios de cada especie vegetal o animal, ya sea en lo fisiológico, lo genético o lo ecológico, es claro que cada una tiene un largo recorrido en el tiempo y, tan prolongado, que en muchos casos abarca millones de años.

Es decir, estamos aludiendo a la historia natural de cada especie, moldeada en el tortuoso y silencioso transcurrir del proceso de la evolución orgánica. Y, por ello, cada vez que los biólogos discutimos sobre alguna especie, de manera tácita estamos hablando de un historial subyacente de interacciones favorables o adversas que, aunque invisible e inaprensible, no debería ser ignorado.

Por el contrario, es imperativo reconocerlo y, además, procurar entenderlo, porque es eso lo que nos permitirá enriquecer nuestra visión y percepciones de cómo funciona el mundo natural.

En realidad, se trata de una suerte de juego dialéctico entre la parte y el todo. Es decir, tratar de conocer el todo (la trama de la vida en el planeta) de un solo golpe es imposible, debido a su complejidad inherente, de modo que el conocimiento de cada parte (especie) es lo que nos puede conducir de mejor manera hacia la comprensión del todo, de manera paulatina, lógicamente, en la búsqueda de tendencias y patrones comunes a especies o grupos de especies, ojalá para culminar en el descubrimiento de leyes que expliquen el funcionamiento de los sistemas.

Baste con un ejemplo. Cuando penetramos en un bosque tropical, todo pareciera ser una indescifrable e inconexa maraña de organismos vivientes, con excepción de que ellos comparten un espacio y un tiempo. Esta percepción es el resultado de los prejuicios y deformaciones de una visión tipológica de los estudios biológicos otrora predominantes, fundados en el conocimiento de cada especie por sí misma en cuanto a su morfología, adaptaciones fisiológicas, hábitos, etc. Pero, por fortuna, en la búsqueda de grandes patrones en el mundo natural, hoy sabemos que, independientemente de lo que haga cada especie, los ecosistemas de los que forman parte están enlazados por el flujo de la energía y la circulación de los elementos químicos.

Es decir, no ha sido necesario ni imprescindible conocer a fondo la biología de todas y cada una de las especies —de hecho, muchas de ellas permanecen anónimas, sin describir siquiera—, para captar que hay dos fenómenos de alcance universal que dan amarre y sentido de conjunto a cuanto ocurre en la naturaleza.

A su vez, entendidos éstos, uno físico (el flujo de energía, según la primera ley de la termodinámica) y otro químico (los ciclos biogeoquímicos), ha resultado más sencillo comprender las maneras como se configuran las tramas tróficas o alimentarias en los ecosistemas, así como explicar el prodigioso equilibrio u homeostasis que exhiben dichos sistemas, cada uno de los cuales, por cierto, también tiene una historia propia, única e irrepetible.

Debemos al evolucionista alemán Ernest Haeckel haber propuesto el concepto de ecología, realmente crucial para entender el mundo natural. En su libro Morfología general de los organismos, que data de 1866, indicaba que «por ecología entendemos la totalidad de la ciencia de las relaciones del organismo con su entorno, que comprende en un sentido amplio todas las condiciones de existencia». Después, en el mismo libro discernía entre las características de esas condiciones y las clasificaba en factores físico-químicos (suelo, minerales, nutrimentos, radiación solar, temperatura, precipitación, humedad, viento, etc.) y en factores biológicos (competencia, depredación, parasitismo y desintegración orgánica), hoy denominados abióticos y bióticos, respectivamente.

Pero, ¿qué relación hay entre el concepto de ecología y la historiografía per se, que es lo que nos interesa destacar aquí? Quizás no mucha, aunque sí puede servirnos para establecer una analogía en cuanto a los enfoques adoptados para emprender estudios en la disciplina de la ecología.

Si bien es una terminología casi en desuso, para nuestros fines es pertinente distinguir entre los conceptos de autoecología y sinecología, conducentes a disímiles y hasta contrastantes abordajes metodológicos para el estudio de la naturaleza pero, al fin de cuentas, complementarios. Es una especie de juego entre los abordajes inductivo y deductivo, para desplazarnos de lo particular a lo general, a la vez que de lo general a lo particular, con réditos garantizados.

  • En el caso de la autoecología, se trata de estudiar la ecología de una especie en particular. En tal sentido, el foco es una determinada especie, sobre la que deseamos conocer aspectos como su distribución geográfica, ciclo de vida, requerimientos de hábitat, necesidades nutricionales, actividad diaria, adaptaciones particulares, potencial reproductivo, enemigos naturales, factores de mortalidad, influencia del ambiente físico, etc.

  • Por el contrario, en la sinecología el enfoque es más holístico, vale decir, centrado en las comunidades de organismos o en los ecosistemas, para estudiar las interacciones entre varias especies, así como algunos patrones y procesos biológicos, químicos y físicos, todo con una visión más macro o sistémica.

Extrapolado esto al campo de la historiografía —y esta es la analogía que me propuse hacer—, es común que coexistan y se sigan escribiendo textos históricos dedicados a figuras conspicuas, sobre todo políticos o gobernantes, junto con otros focalizados en determinadas épocas históricas, civilizaciones, corrientes filosóficas, ideológicas, políticas, económicas, religiosas, culturales y artísticas, acontecimientos locales o universales, etc. Es decir, estos enfoques guardan bastante paralelismo con los de la autoecología (el individuo) y la sinecología (la sociedad). Aquí es preciso reconocer que los pocos biólogos —entomólogo yo— que practicamos la historia por afición, lógicamente tenemos dificultades formativas para trascender hacia el segundo de esos planos.

Ahora bien, en virtud de su integralidad, ¿se debería privilegiar el segundo, en demérito del primer enfoque? Aunque esto corresponde responderlo a los historiadores, con cierto atrevimiento de mi parte opino que ambos tipos de abordaje son necesarios y hasta complementarios. Porque lo cierto es que cuando se da primacía a grandes tendencias y procesos, se tiende a opacar o incluso a ignorar al individuo, que al fin de cuentas es el actor en cualquier proceso histórico. Porque, en realidad, un individuo de carne y hueso, que en su cotidianidad ciertamente está condicionado por determinantes económicas, sociales y políticas, pero que por su más pura condición humana, con sus sentimientos, sueños, frustraciones, etc., no reacciona como una simple marioneta.

Al respecto, hay numerosos ejemplos en los anales de la historia universal, de cómo un acto individual pudo cambiar el curso de episodios clave, pero relato aquí un ejemplo cercano. Cuando muy temprano, el 11 de abril de 1856, el presidente de Costa Rica, Juan Rafael Mora Porras y su Estado Mayor estaban en su cuartel en Rivas, Nicaragua, el jefe filibustero William Walker urdió un plan para capturarlos en pocos minutos, lo cual hubiera provocado la inmediata derrota de nuestras fuerzas. Pero, cuando la columna de 200 hombres enviada con tal fin estaba a tan solo una cuadra de su objetivo, al percatarse de ello de manera providencial, el teniente José María Rojas atinó a tomar el fusil de un centinela y mató al jefe José Machado, con lo que provocó la estampida del batallón. Y la historia de Costa Rica y de Centroamérica fue otra.

Y, ahora sí, tras tan prolongado periplo, aterrizo en la biología y en mi afición a la historia.

Esto es así porque en casi todas las asignaturas de la carrera que cursé, siempre se partía de una clase acerca de los antecedentes históricos de la respectiva disciplina. Aún más, los biólogos tomamos un curso denominado Historia Natural de Costa Rica, centrado en estudiar los procesos y fenómenos geológicos, biogeográficos, botánicos, zoológicos, ecológicos y evolutivos que explican la peculiar y extraordinaria riqueza biológica de una diminuta franja ístmica que ni siquiera existía pero que, gracias a varios procesos tectónicos y volcánicos, un día emergería para conectar las dos grandes masas que hoy conforman los subcontinentes de América del Norte y del Sur.

Tras la exposición a todos estos contenidos de carácter histórico, nos resultó imposible resistirnos a la fascinación de recorrer el tiempo en retrospectiva, para poder entender el mundo de hoy. Y, desde entonces, aunque por genuina convicción me convertí en aficionado a la historia, no practiqué esta disciplina, con excepción de la publicación de dos artículos, intitulados El combate de plagas agrícolas dentro del contexto histórico costarricense (en 1989) y El caucho, un hongo y la guerra: los orígenes del CATIE en Turrialba (en 2003). Nótese que están separados por 14 años, lo que revela que no hubo asiduidad de parte mía al respecto, sobre todo porque la falta de tiempo debido a ocupaciones urgentes me lo impidieron.

Pero, quizás más importante aún, en la génesis de esos dos escritos, si bien tuve que hacer un importante esfuerzo de búsqueda, análisis y síntesis de datos bastante dispersos, la mayor parte de los documentos que utilicé contenían información «pre-digerida», es decir, trabajada por otros autores a partir de fuentes primarias.

Con esto quiero decir que, y ahora lo comprendo a cabalidad, ese viaje intelectual mío quedó a medias, pues me privé de disfrutar del placer de sumergirme a bucear y capturar perlas —¡pesca milagrosa, le llamarían algunos!— en fuentes documentales primarias, como los vetustos expedientes del Archivo Nacional o los amarillentos y apolillados periódicos de la hemeroteca de la Biblioteca Nacional.

En realidad, cuando se hace con gusto y profundidad, de esa travesía al pasado cuesta retornar sin problemas de adicción, y eso me sucedió desde el primer día que visité el Archivo Nacional, sin la más mínima idea de cómo hurgar entre aquel cúmulo de documentos. Pero gracias a mi hermana Brunilda, historiadora, quien me acompañó y orientó, a propósito del testamento del médico y naturalista alemán Karl Hoffmann, poco a poco pude desarrollar la pericia —y también la malicia— para saber dónde y cómo buscar, cuándo descartar caminos no promisorios, cómo avizorar y recorrer atajos sin perderse, de la misma manera que el detective recoge evidencias a primera vista inconexas, para tratar de esclarecer el caso que tiene entre manos.

Ahora, más de un decenio después de aquella especie de ritual iniciático, las casi 900 páginas de Trópico agreste. La huella de los naturalistas alemanes en la Costa Rica del siglo XIX, mi principal libro de carácter histórico —que apareciera en 2013—, son elocuentes en cuanto a la prolija búsqueda de datos que efectué por casi cuatro años.

Frustrado muchas veces por una cosecha magra al final de la jornada, otros días fueron fértiles y, tras acoplar unas piezas por aquí y otras por allá, por fin pude armar el ansiado rompecabezas. Con objetividad reconozco que no es una obra con la calidad interpretativa que un historiador hubiera escrito, pero era necesario acometerla y, aun desarmado del andamiaje teórico y metodológico propio de la historiografía, lo hice para rescatar del olvido y honrar a los pioneros de nuestras ciencias naturales.

Para concluir, creo pertinente acotar que en este tributo a los citados naturalistas, a pesar de las limitaciones inherentes a mi formación, hice un esfuerzo por trascender el enfoque centrado en el individuo, para aportar un marco un poco más amplio acerca de la sociedad de entonces. Al respecto, no debe ignorarse el hecho de que todo individuo lleva consigo la impronta de una época y, al encarnarla, nos sirve de vector o vehículo para acceder a ella y recorrerla.

En ese transitar por sus veredas mayores y por sus vericuetos —más allá del ámbito de las ciencias naturales—, aparte del deleite de la travesía, me he enriquecido como biólogo y como ser humano. Y, debo confesarlo, la historia me sigue seduciendo, y no puedo resistirme a tan poderosa tentación.