Gran cantidad de historiadores han dedicado años enteros a la investigación del Holocausto y la Segunda Guerra Mundial. Su obsesión radica en la búsqueda de una respuesta al «fallo europeo» y al método de exterminio industrial utilizado para llevar a cabo de manera sistemática el genocidio: el diseño de la solución final como salida al problema judío.

Muchos han sido los postulados y diversas las fuentes utilizadas para llegar a conclusiones interesantes y no lejanas de la realidad: Hannah Arendt, destacada filósofa y sobreviviente de los campos de concentración, en su libro Eichman en Jerusalén (1963) señaló la «banalidad del mal» como catalizador del exterminio e impulsora de argumentos destructivos a los perpetradores; Zygmunt Bauman, en su obra Holocausto y Modernidad (1989) afirmó que el Holocausto solo fue posible gracias a los servicios que brindó la tecnología moderna a servicio de los nazis; Stanley Milgram, destacado psicólogo, quien en su escrito Obediencia a la Autoridad (1974) señaló que fue la sumisión y el «estado agéntico» (una suerte de accionar automático) los culpables del exterminio; Ian Kershaw responsabiliza a la mutación de ciudadanos alemanas a recalcitrantes nazis; Saul Friedrändler en su escrito Por Qué el Holocausto (1971) apunta a la sempiterna figura autoritaria prusiana enraizada en la psique alemana como su autora; y Raul Hilberg culpa al síntoma cuasi generacional del odio antijudio medieval que mutó en antisemitismo, en su famoso libro El Exterminio de los Judíos de Europa (1954). Explicaciones racionales, pero todas con el objetivo de desmarcarse y evadir el temor más profundo que se aloja muy dentro nuestro: ¿que hubiera hecho yo?

Hay que ser claros, el primer objetivo de Hitler no fue el exterminio, sino la expulsión; ni siquiera los guetos, los campos de concentración o las cámaras de gas. Estas soluciones diseñadas por los nazis fueron evolucionando según el momento político e histórico. Además, no existe un solo documento, una orden expresa del Führer donde afirme su deseo de exterminar a los judíos, aunque sí un manifiesto esbozado en un mitin el 12 de diciembre de 1941 donde afirma que «la Guerra Mundial ha llegado. La aniquilación de los judíos será su consecuencia necesaria».

Lo que sí queda claro es que las iniciativas, bien sean por agradar a Hitler, bien de naturaleza espontánea, no fueron producto de una sistematización emanada desde la cancillería, sino una evolución paulatina y espontánea que desembocó en la «solución final», acuerdo que se tomó el 20 de enero de 1942 en Wannsee. Pero el exterminio se empezó a considerar mucho antes, cuando las fronteras de las naciones europeas se cerraron para los judíos, y el mundo entero se convirtió en una trampa; las palabras de Chaim Weizman, quien sería posteriormente el primer presidente de Israel, lo resumen categóricamente: «El mundo parece estar dividido en dos partes: una donde los judíos no pueden vivir y la otra donde no pueden entrar». Fue en la conferencia de Evian, realizada entre el 6 y el 15 de julio de 1938, cuando el mundo entero dijo "no" a recibir refugiados judíos. A partir de ahí la violencia fue in crescendo y la animosidad contra los judíos se exacerbó, el ethos de Europa sufrió un cambio abrupto y la cúpula del nazismo vio esto como un punto de partida para radicalizar las salidas al problema judío.

Quizá estas declaraciones suenen polémicas para el ala más conservadora de los estudiosos del Holocausto, o aquellos que consideran que siempre existió en la mentalidad de Hitler el exterminio total de la judería mundial; es más cómodo pensar que fue la mente desacomodada y desquiciada de algunos locos ideólogos las que perpetraron el Holocausto, y no la misma iniciativa de ciudadanos cultivados, filósofos, profesores, científicos y doctores que sin protesta alguna decidieron participar de los planes de exterminio nazi. Primo Levi lo señala bien: «Los monstruos existen pero son demasiado pocos para ser realmente peligrosos; más peligrosos son los hombres comunes, los funcionarios listos a creer y obedecer sin discutir».

Es menester dejar de ver el Holocausto como un problema europeo y alemán principalmente, y llamarlo como lo que es: una carga que la humanidad entera debe sobrellevar. Perpetrado por los nazis y sus acólitos, sí, pero con una lección para el mundo entero: el silencio y la inacción no te convierte en perpetrador, pero sí en parte del entramado que perpetra el crimen. Es por ello que explicar el Holocausto como un fallo europeo y una iniciativa meramente alemana, es una forma de inhibir y exculpar nuestra conciencia. Señalar como únicos responsables a Hitler y a los altos mandos del partido nazi brinda un colchón y un escaparate cómodo para no hurgar dentro de los puntos más recónditos de la naturaleza del hombre, de aquello que seríamos capaces de hacer en las condiciones propicias.

Los nazis diseñaron el Holocausto y las circunstancias dictaron el cómo y el cuándo; planificaron y ejecutaron sus macabros planes, pero, en medio de este corolario, ciudadanos comunes formaron parte del engranaje asesino y el mundo entero calló. El Holocausto fue posible por las condiciones existentes en Alemania y a las que Hitler dio respuesta; fue posible por hechos coercitivos y leyes que permitían la barbarie; los nazis se encargaron de desequilibrar Europa y el mundo no supo reaccionar, no quiso, pero aún en estas condiciones inmorales -y aquí llamo inmoral a aquellas prácticas contrarias al bienestar general y la convivencia pacífica- las personas son capaces de decidir si colaborar y ser parte del engranaje o alejarse y extender la mano.