Recuerdo muy bien la sensación que ocupó mi corazón esa mañana del 11 de diciembre del año 2004. Mi madre había fallecido y ese día estábamos en lo que sería su última morada: el cementerio. El dolor era horrendo, literalmente horrendo, pero cuando hubo de terminar todo el ritual del entierro, al irnos del camposanto, el hecho de verme de espaldas, retirándome del lugar, eso me dejó con una sensación aún peor. Irme de ahí, saber que ya no le vería más, que el cuerpo donde antes estuvo la vida, el vigor, la fuerza que era mi madre, se quedaba en ese escaso y precario espacio que supone una caja de muertos, eso sencillamente fue demasiado para mí.

Verme de frente a estos sentimientos fue algo verdaderamente aleccionador. Porque llegas a tu casa y todo debe continuar, pero con una persona menos –y qué persona, tu madre.- Y esta es la gran dificultad que representa la muerte para aquellos que nos quedamos de este lado. La muerte nos quita la posibilidad de volver a ver a esa persona, de tocarla, de hablarle, de todo. La muerte es el límite.

O es lo que parece ser.

Claro es que todos moriremos, pues estamos vivos. Esa premisa parece ser muy simple y difícil de discutir. Sin embargo, a muchos se nos olvida y hay quien actúa como si nunca fuera a irse al más allá. Ese actuar supone dedicar tiempo a futilidades, discutir por tonterías, trabajar más de la cuenta, acumular cosas y un largo etcétera.

No tengo claro qué ocurre después de la muerte, pero sí puedo decir lo difícil que la pasamos aquellos a los que todavía nos toca seguir lidiando con la vida con todo y el dolor del duelo. Y precisamente por ese dolor es que muchos se desgastan en cada detalle del ritual del velatorio. Y casi les juro, sin ánimo de ofender a algún deudo, que parece que todo lo hacen en función de ellos mismos y no del fallecido. Es como si quisieran resumir en la calidad del ataúd y la cantidad de las coronas de flores –llanto incluido- todo lo que no se pudo entregar en vida. Quien se fue no sabe de las ropas que se desharán junto a su osamenta, tampoco si el féretro es del más barato pino o la mejor caoba. No sabe del llanto de afuera, ni de los golpes de pecho.

El muerto, antes de serlo, cuando es vivo, puede saber de besos, caricias, apretones de mano, charlas, comidas, pellizcos graciosos, vino, silencios, amor, sexo. Puede disfrutar todo eso. ¿No sería mejor dejar de dar por sentadas las cosas? ¿Decir qué se siente? ¡Hacer! Muchas personas parecen tener una tremenda cualidad para dar todo por garantizado, y solamente ante las adversidades reaccionan.

La muerte es como un sopapo de realidad y cuando estamos llorando, con el alma desgarrada, brotando lágrimas desde lo más profundo del ser, cada palabra que le decimos a nuestro ser querido está realmente dirigida a nosotros. La paz o la angustia entre un deudo u otro pueden radicar justamente en todo lo que entregó en vida a aquel que partió.