En el último puente que disfrutamos hice una escapada a una playa de Levante con mi familia. Y a pesar de haber huido de Madrid, durante la primera tarde mi escenario no había cambiado mucho: allí estaba yo pasando las horas con mi hijo en el sempiterno parque que ellos adoran y que tan duro se nos hace a los padres.

En un momento dado, mi hijo decidió subirse al sube y baja con otra niña de su edad cuando el padre de ésta, totalmente desconocido para mí, me pregunto directamente: “¿A qué colegio va a ir tu niño el año que viene? Porque tu hijo empieza el cole también en septiembre, ¿no?”. Contesté afirmativamente al buen padre, pero le hice saber que no éramos de allí y que el futuro colegio de mi vástago estaba ubicado en Madrid. Y sin comerlo ni beberlo, aquel señor me empezó a contar, sin cesar, la problemática que tenía para elegir un colegio para su hija.

Al parecer, su esposa y él no se ponían de acuerdo. El padre quería el que estaba situado frente a su casa, pero la mujer había oído que tenía mala reputación y prefería llevarla a uno más alejado que contaba con unas canchas de baloncesto enormes y una piscina tamaño estadio de fútbol. Y mientras el hombre no dejaba de expresar su preocupación y detallar las características de cada uno de los centros, me di cuenta de que da igual que vivas en una urbe como Madrid o en un pueblecito alicantino de 22.000 habitantes: la duda de a qué colegio llevar a un hijo es la misma y, desgraciadamente, lo superfluo y lo que brilla por fuera parece ser más atractivo e interesante que lo que se vive y se aprende en las aulas.

En una ocasión, conocí a una chica que había creado un Excel con todas las opciones escolares disponibles, a su entender, para tomar la decisión definitiva pero, al parecer, los criterios eran: piscina sí o no, clases extraescolares variadas (si podía incluir clases de hípica mejor), uniforme e impartición de chino mandarín...etc. Pero al preguntarle sobre el proyecto educativo de cada centro que había incluido en su lista me dijo no saber nada de nada. De hecho, le pareció algo irrelevante y me miró como si le hubiera preguntado si las clases las impartía un unicornio.

Igualmente, cada año leo perpleja el famoso listado de los 100 mejores colegios de España que publica un diario nacional. Este ranking se realiza siguiendo 27 criterios que, a su vez, se dividen en tres áreas: modelo de enseñanza, oferta educativa y medios materiales. Y en cada apartado, algunas de las características que se observan para saber si el colegio merece estar incluido en dicho listado son precio, calidad, reconocimiento externo, idiomas, número de estudiantes por aula y por profesor, metros cuadrados o instalaciones deportivas.

Pero, para crear ese listado ¿por qué no le preguntan a los alumnos de dichos colegios si se levantan contentos por las mañanas por ir a su colegio? ¿Son felices y comprenden lo que se les enseña o se les dice que deben aprenderse la lección de memoria? ¿Tienen posibilidad de participar activamente en la clase o por el contrario van a escuchar clases magistrales hasta que la hora se cumple? Y ¿les preguntan a los profesores si están de acuerdo con la gestión realizada por sus superiores en el centro escolar? ¿Están los profesores contentos? Me da la sensación de que esto no es lo más importante para aparecer en la famosa lista.

Pero la opinión de quienes forman las escuelas (gestores, profesores, alumnos y padres) es muy importante. Al menos así es en el caso del ranking de las mejores empresas en las que trabajar (Great Place To Work®) que se realiza también anualmente en todo el mundo en el ámbito laboral. El hecho de que una compañía figure en este listado de buenas empresas se debe a las respuestas de empleados y empleadores. La información que se solicita a estos se basa en las tres relaciones fundamentales que desarrollan en el trabajo cada día: con sus jefes, con su propio trabajo y con otros empleados.

Pero el problema en el caso de los colegios es que prima más que el centro tenga la piscina más grande o la mayor cantidad de pizarras digitales. Y aún más grave es el hecho de que muchos padres lo creen así, e importa menos qué sucede en clase, cuales son los principios de la escuela, los objetivos, el proyecto educativo y su programa central.

Desde mi punto de vista, el ranking de escuelas debería tener en cuenta otros criterios mucho más importantes. Para mí una buena escuela es aquella que:

  1. Tiene un proyecto educativo transparente, claro y con valores sólidos construido por sus gestores, profesores, alumnos y padres.
  2. Está formada por profesores felices que ayudan a los alumnos a comprender las cosas en vez de obligarles a aprenderlas de memoria.
  3. Enseña, desde temprano, que trabajar en equipo es más positivo que competir entre alumnos.
  4. Imparte, además de las asignaturas habituales, otras de igual calado y gran importancia de cara al futuro como aprender a hablar en público, por ejemplo, y donde se le da igual protagonismo a las materias más técnicas y numéricas como a las artísticas y culturales.
    5 Potencia la diversidad, porque en el día a día y en los trabajos no nos vamos a encontrar con personas iguales a nosotros sino muy diferentes y con las que hay que saber convivir y a las que hay que saber tratar.

Al preocupado padre del parque le dije que seguro que su hija sería feliz en cualquier colegio y que al final elegiría acertadamente. Pero también me hubiera gustado decirle que probablemente su hija será más feliz si acude a un centro (cerca de su casa, si es posible) con un proyecto educativo coherente e interesante que potencie las habilidades del niño, sean del área que sean. Porque al final, ¿qué preferimos: que nuestros hijos sean felices y que comprendan lo que se les enseña o que vayan a un colegio bonito y con instalaciones imponentes?