"Si quieres confía en la pata de conejo,
pero recuerda que a él no le sirvió de mucho".
Atribuida a R.E. Shay.

Cine. Cine como antídoto ante los oscuros años púberes sepultados por la vergüenza. Cine como arcada producida por el húmedo incienso del pecado, como lágrimas culpables de silencio, como miradas derrotadas y contritas, cómplices cobardes. Cine como catarsis.

Cuando se encendieron las luces de la sala, Pablo ya llevaba un buen rato llorando, era la última sesión, así que los empleados no se dieron prisa en limpiar los restos de aquel vertedero de moqueta y yo me quedé a su lado, sin decir palabra, un tiempo interminable de fronteras y desbordamientos, de antiguos abismos y nuevas cumbres de sol frío. Se enjugó los restos de su rabia y me dijo: la clave es esa, quién iba a decir que no a Dios. Salgamos de aquí, emborrachémonos y brindemos por que esos degenerados se pudran en el infierno.

Yo sabía que la experiencia de mi amigo con la Iglesia no había sido buena, pero mi prudencia y su vergüenza mantuvieron siempre la verdad sepultada bajo cambios de tema y miradas desvalidas. Fue esa noche, entre gin tonics y tabaco de liar y después de que la película Spotlight lo alumbrase a un mundo nuevo sin complejos, cuando me dijo que fue violado en varias ocasiones y por distintos curas en el exclusivo colegio en el que sus padres, paradigmas de la moralidad cristiana mezclada con el afán de enriquecimiento, es decir, el prototipo de muchas de las élites que siguen gobernando este país hijo del franquismo, lo matricularon a los seis años. También me contó que el padre Dionisio, entonces director del centro y ahora en un retiro dorado, se encargaba personalmente de elegir niños y organizar orgías. Y recordó la pena con la que miraban a los nuevos que llegaban cada año, en especial a los caradeángel, que era como llamaban a los preferidos de aquellos depredadores con sotana.



Empujado por la ginebra, preguntó al camarero y a varios clientes por qué no era posible en España un The Boston Globe como el descrito en la película que acabábamos de ver y se respondió a sí mismo, a voz en grito y esgrimiendo un periódico que había sobre la barra, que la razón era que los medios de comunicación en este país siempre han estado y estarán al servicio de los poderosos, salvo honrosas excepciones como la revista Mongolia, la misma que se ríe del hombre del espacio y de sus vírgenes, muñecas ridículas condecoradas por ministros españoles en pleno siglo XXI; la misma que en su número de marzo nos recuerda que Marcial Maciel, el fundador de Los Legionarios de Cristo y depredador sexual que abusó durante décadas de niños y jóvenes, nunca respondió ante la Justicia, al igual que el papa Juan Pablo II, que conocía y ocultó todos sus delitos. Mi amigo preguntó también por qué en este estado laico y aconfesional nunca había habido un gobernante con suficientes huevos para dejar sin privilegios a una secta que había crecido como un monstruo a lo largo de más de 2.000 años. Apuró su copa y volvió a insistir en por qué los curas pederastas (se disculpó por la redundancia y pidió otro cubata) no iban a la cárcel después de probarse que habían destrozado la vida de una personita para siempre y, como mucho, sólo eran apartados por la corrupta Curia Romana. Que cómo ésta se atrevía a tomar el argumento de que no se podía generalizar, de que eran unas pocas manzanas podridas, de que la Iglesia cumple una labor muy importante… Miles de casos se están descubriendo cada día. Mirad lo que sucedió en Granada con el clan de los romanones, ¿cómo puede prescribir un delito por el que has destrozado la vida a un niño?, ¿por qué el arzobispo sigue tan campante, sin asumir una mínima responsabilidad? ¡Maldita sea! Mentiras, mentiras, mentiras -gritó, para después preguntar a los que ya habían formado un gran corro a su alrededor quiénes de ellos tenían hijos y decirles que los protegiesen, que los alejasen de esos seres degenerados y que no permitieran que destrozasen sus vidas en nombre de una tradición horrible, comparable a la ablación. Mentiras, mentiras, mentiras, -prosiguió- basan todo su dogma en la mentira, en la ilógica, lo he leído en un estudio reciente: el cerebro prescinde de sus áreas analíticas para tener fe. No hace falta ser científico para llegar a esa deducción. Mentiras, mentiras, mentiras, todo su edificio se basa en la mentira, una mentira que te mata por dentro, te arroja al lodazal, te lastra el alma, convirtiéndote en un animal huidizo, avergonzado -dijo, bajando la cabeza, incapaz de contener una nueva oleada de lágrimas. Bebió un largo trago y siguió dirigiéndose a su público, a su nocturno psicoanalista colectivo, a sí mismo: ¿Pero sabéis lo peor de todo?, que esta droga con la que me adoctrinaron desde la cuna me impide abrazar el ateísmo y eso me duele, porque en vano ansío ignorar a Dios y odiar a sus esbirros, esos comerciales charlatanes que sacian su celibato antinatura con la carne infantil. Quiero ser ateo, no agnóstico u otro sucedáneo cobarde al que algunos se aferran por si hubiera un Más Allá; no, ateo convencido, sabedor de la estupidez que supone creer en un dios inventado, importado por las caravanas de mercaderes orientales muy anteriores a un esbozo del Antiguo Testamento. Ateo radical, libre de supersticiones, libre de culpa, con las manos llenas de piedras, con la garganta vacía de arena y la cabeza repleta de primavera. Pero no puedo, no puedo.

Pablo se quedó llorando en la barra, como un muñeco roto entre bambalinas, mientras sus oyentes, incapacitados para el abrazo, se fueron dispersando.

Salimos del bar sorteando la persiana a media asta y comenzamos a ascender por la empinada calle que llevaba a los mejores churros de la ciudad. Al fondo, recortada contra un cielo que comenzaba a clarear, vimos emerger una escuálida pirámide andante que avanzaba hacia nosotros. El nazareno se cruzó en nuestro camino a toda prisa, debía de llegar tarde a los preparativos de la procesión. Pablo se giró a su paso y no pudo contener la cascada ardiente de gin tonics que ascendía por su garganta. Cuando recuperó su posición erguida me dijo: un año más llega la Semana Santa y éste me parece un país enfermo de aire irrespirable, llaga purulenta que se dilata y se contrae en el sur de la Europa medieval.

Una hora más tarde los churros con chocolate ya empezaban a ejercer su bondad sobre nuestros cuerpos y mentes, así que decidimos tocar en retirada. Antes de despedirnos frente al portal de mi casa, me recordó que sus padres habían regresado de Suiza y que no le quedaba otro remedio que ir a la misa de 12. Tras un abrazo y después de dar un par de pasos, Pablo se giró y, con su característica media sonrisa cargada de sorna, me dijo: Spotligth es una película genial, pero le he visto un fallo: me pasé toda la historia esperando ver cómo Mark Rufallo se volvía enormemente verde y empezaba a destrozar iglesias y oscuros hombres con sotana. Que descanses.