“No puedo imaginarme que tal reloj pueda existir sin que haya un relojero” [Voltaire]

Cada verano pasamos una semana en el pueblo del que viene mi padre. Se trata de un pueblo pequeño acurrucado en un estrecho valle entre altas montañas nevadas. Las casitas son de piedra, antiguas y resistentes, como sus habitantes. En el corazón se alza la iglesia, su campanario es la construcción más alta de todo el valle. La iglesia domina la ovalada Plaza del Reloj, que es lo único que parece haber sido restaurado en los últimos cien años. Frente a la iglesia, a una respetable distancia, se encuentra el ayuntamiento, que parece compensar su falta de altura con una anchura considerable y un surplus de banderas. El resto de edificios, flanqueando iglesia y ayuntamiento, parecen encogidos espectadores que contienen el aliento. Buena parte de los comercios que sobreviven en este pueblo se encuentran en la plaza, apoyados los unos contra los otros, la división entre los escaparates prácticamente inexistente.

Lo más destacable de la Plaza del Reloj es, sin embargo, el reloj que le da su nombre. Coronando un incongruente soporte de metal forjado plantificado en el centro exacto de la plaza, se encuentra un reloj construido e instalado ahí hace tres siglos. Se trata de una máquina perfecta que no se ha parado ni una vez a pesar de las inclemencias del tiempo, que no se ha estropeado o retrasado ni un minuto en todos estos años.

Los pocos turistas que acaban en este valle perdido de la mano de Dios se leen la inscripción clavada junto al poste y quedan maravillados por la compleja maquinaria que la carcasa de cristal y metal forjado deja a la vista. Se quedan boquiabiertos viendo el carrillón compuesto por pequeños autómatas que, con movimientos mecánicos, se encargan del mantenimiento interno del reloj.

No obstante, ninguno de los habitantes del pueblo siente el menor interés por él. Ahí está, en el centro de la plaza, a la sombra del ayuntamiento y de la iglesia, alzándose sobre las casas de la gente sencilla, como una espléndida figura alzando la nariz.

Después de tantos años visitando el pueblo de mi padre, a mi tampoco me fascina como lo hace a los turistas. Pero reconozco que cada año me lo quedo mirando durante mucho rato. En esas horas en las que el sol se ha escondido detrás de las montañas, pero aun ilumina el cielo.

El reloj, anidado en su aro dorado, con sus cristales protectores que deberían convertirlo en algo diáfano y, sin embargo es incomprensible. Nadie sabe cómo funciona. Cómo es posible que siga avanzando sin que nadie se haya ocupado de él.

Me quedo mirando los engranajes girando, girando y girando incansablemente. A veces me siento como parte de ese engranaje. Como si no fuera más que una más de ese millar de ruedecillas dentadas, encajada en mi sitio, ayudando a que el mecanismo no falle.

Cuando me descubro pensando estas cosas, me sorprende por lo agridulce del sentimiento. Lo descorazonador que resulta pensar que se está atrapado en un engranaje, incapaz de escapar por la presión de todas esas ruedas, metales retorcidos y tornillos. Pero a la vez resulta reconfortante imaginar que no vagamos inútilmente por el cosmos, que formamos algo más grande, que estamos contribuyendo de una pequeña manera a dar forma al mundo que nos rodea. Tal vez no sea una de esas ruedas grandes de las que en seguida ves el propósito.

Puede que solo sea una muy pequeña que se encarga de sujetar alguna inconcebible parte de todo este mecanismo en su sitio. Una rueda, rodeada de otros cientos de ruedas iguales.