La berrea del venado es un espectáculo digno de presenciar y, sobre todo, de escuchar. Cuando los mil oscuros matices dispersados por la noche o las primeras luces del amanecer inundan los ojos, colmándolos lentamente, con la parsimonia del agua que asciende sigilosa por las paredes de un barco que se hunde, esos gritos que cruzan el cielo te devuelven un eco, el suspiro de la vida por su perpetuación, la voz primigenia que conecta con la aurora del mundo, la huella del gran hacedor invisible y dolorosamente inexistente para el chamán que en todos habita. La berrea encarna el primer y último lamento de esta Tierra que se muere.

La primera vez que tuve ocasión de escuchar en vivo el poderoso bramido del ciervo fue en Piloña, a comienzos del otoño de 2006, durante el duro rodaje del cortometraje El cantar del agua, dirigido por Óscar Fernández y de cuya producción nos encargamos Eva Rodríguez y un servidor. Sin duda era una música bella que ayudaba a mitigar el cansancio de interminables horas de trabajo, pero si hay un sonido de aquel septiembre que recuerdo con una nitidez prístina es la voz -poderosa caricia- de Carlos Álvarez-Nóvoa al ponerse frente a la cámara y pronunciar sus primeras líneas de aquel diálogo:

“Xuanín: a ti gústente les muyeres, ¿no? Yo a la tu edá ya cortexaba a tu güela. ¿Y tú qué?, ya tarás rondando a alguna. [...] Ahora les coses son distintes, antes una muyer yera pa to la vida, como tu güela pa mí. Yeren otros tiempos…”.

Así es, eran otros tiempos sin esta estúpida prisa que nos rodea. Al rememorar aquel momento se me vuelve a poner la carne de gallina. Recuerdo cómo la noche enmudeció por completo, los grillos relajaron sus élitros y alargaron sus oídos, el aire cesó súbitamente permitiendo a las hojas de los árboles sumarse a aquel público formado por nosotros: una mayoría de jóvenes ignorantes amantes del cine que, de repente, escuchando aquella voz numinosa, comprendimos por qué nos atraía tanto aquello del séptimo arte.

Mi primer contacto con aquel hombre de trato exquisito y actitud humilde y generosa que, incluso pasada la edad de jubilación, no dudaba en sumarse a todos los proyectos de directores amateur que querían contar con su presencia, tuvo lugar en el aeropuerto de Asturias, donde le recogí para llevarle a Espinaréu, tierra de avellanas en la que esperaba un emocionado equipo de rodaje, su hijo Carlos incluido, quien aparece en la cinta tocando la gaita y junto al que logré “silenciar” el río Infierno (él sabe de qué hablo) para poder grabar la escena más importante.

Cuando uno está ante un grande entre los grandes, enseguida se da cuenta porque este desprende una profesionalidad en cada gesto nacida del amor por su trabajo, en el que busca la perfección constantemente. En cuanto nos presentamos e intercambiamos unas amables palabras, subimos al coche y el actor de Solas sacó de una maleta unos papeles maltratados por el uso, era el guión. ¿De dónde eres?, me preguntó. De Mieres. Qué bien, de la Cuenca Minera como yo, entonces eres perfecto para decirme si te suena bien mi asturiano, ¿te importa que te lo vaya leyendo?

Encantado, será un placer, adelante… De repente, aquel castellano teñido de un tenue sevillano desapareció para dar paso a la voz de cualquiera de mis vecinos. Fue como tocar el arte con las manos. En el tiempo que duró el trayecto fuimos afinando algunas expresiones que él, que tantos años llevaba fuera, ni siquiera había tenido tiempo de utilizar. Ambos llegamos a nuestro destino satisfechos, yo, incluso emocionado. Y no me da vergüenza decirlo, ya que nunca me ha impresionado la fama, sí la genialidad discreta como la de Carlos.

No fue el único paseo que nos dimos en coche, el siguiente sería al Hospital de Cangas de Onís, pasada la medianoche, y después de que el actor sufriera un accidente al intentar descolgarse por un balcón para así dar mayor veracidad a la escena que estaba interpretando. Él era simplemente eso: un actor-verdad. Pero no quiero juzgar su trabajo, no soy crítico de cine ni de teatro ni tengo la capacidad de penetrar la piel de la verdadera creación. Nadie puede, por mucho que lo crea. Ni tampoco quiero hacer un homenaje ni glosar la figura del actor, autor y director. Siempre me ha parecido que la gente aprovecha la muerte de alguna persona relevante para que el mundo se entere de que una vez la conoció. A riesgo de haber caído en alguna actitud de estas que tanto critico, he sentido la necesidad de contar que una vez descubrí al tipo de hombre que me gustaría ser de mayor, al hombre, da igual que fuera actor, camionero o guía turístico de esos que lleva a la gente a contemplar el inolvidable espectáculo de la berrea, empequeñecido aquel septiembre por la palabra magistral de Carlos Álvarez-Nóvoa.

Enlaces de interés

Ver El cantar del agua
Reportaje sobre la última obra de teatro que interpretó
Carlos Álvarez-Nóvoa en Imdb