A muchos locos les da por creerse Napoleón, a este no. Es un personaje curioso que cada día, alrededor de las seis de la tarde, cuando cierra la taquilla del Palacio Nacional de los Inválidos y ya no se puede entrar a la cripta en la que descansan los restos del emperador, de su hijo y de su hermano, se sienta en una banca de los jardines y empieza a hablar hasta la hora en que se enciende la cúpula barroca. Entonces desaparece hasta el siguiente día.

Habla y habla, como para sí mismo, pero se hace escuchar. Unos dicen que es un espíritu encarnado y otros que es un vagabundo al que se le metió el ánima de un soldado de bajo rango del ejército francés. Sí, de ese regimiento que fue invencible, hasta que el almirante Nelson rompió en pedazos el sueño imperial napoleónico. La dicción del hombre es clara y la forma en que encadena las ideas hace imaginar que le rinde explicaciones a alguien. Aunque no es mi intención, lo escucho, primero con disimulo, luego con descarada atención.

Mi nombre no aparece en los anales de la Historia y es poco probable que incluso usted, a quien serví por tantos años, recuerde como me llamaba. Sin embargo, yo estuve a su lado en todos esos momentos importantes. Tal vez, con un poco de esfuerzo, logre atisbar mi rostro en los laberintos de la memoria, si es que en el más allá hay recuerdos. Me encargué de esas pequeñas cosas que le eran tan importantes y tan insignificantes al mismo tiempo. Quité el barro de las botas después de cada enfrentamiento, llevé el agua caliente con la que se lavaba la cara, en las victorias y en las derrotas. Sí, era yo el que recibía la correspondencia que llegaba de París y la entregaba en propia mano y también fui el que recibió los embates fúricos cuando aquella carta tan esperada no llegó. Yo sé la verdad de ese encierro de tres días y sobre lo que cuentan de ese rizo. ¡Ay, lo que la gente hace por ganarse la vida, señor! Pero nadie me va a preguntar Ojalá lo hicieran, porque yo sí sé de lo que hablo.

La razón de todo es meramente mercantil y el pretexto es que se aproximan las celebraciones del segundo bicentenario de la batalla de Waterloo. El 18 de junio, en Francia y en el mundo, se le rendirá tributo al hombre que fue a un tiempo adorado y detestado por tantos, al hombre al que serví. Las fiestas para honrar la figura del gran Napoleón Bonaparte reunirán la colección más grande de objetos napoleónicos de la que se tenga precedentes. Habrá de todo, desde esos uniformes que planché con tanto esmero, las espadas que pulí, y cualquier cantidad de objetos personales: medallas, guardapolvos, hebillas, reproducciones de rostro y de cuerpo entero, unas más románticas, otras más reales.

Eso está bien, pero hay una serie de cajitas de oro, con un mecanismo de cierre hermético que, dicen, contienen el rizo que usted le envío a Mme. Josephine, mientras estaba en el campo de batalla, en aquella campaña en territorio italiano en 1796, cuando estaban recién casados y los deberes de guerra los separaron. No sólo la Iglesia Católica tiene la afición de venerar reliquias, ya ve usted. Por más sorprendente que parezca, tampoco es que la costumbre haya caído en desuso, con la aproximación de las celebraciones, las cosas más extrañas están sucediendo. Venderán un rizo suyo, o al menos dicen que es suyo. Explican que es el que le envió a Mme. Josephine, junto con la carta del 7 de Julio de 1796. Ni se imagina la parafernalia que se ha armado, de haber sabido, cada vez que cepillaba sus chaquetas hubiera guardado unos cuantos hilos de cabello y mi familia sería millonaria.

La casa Catawiki va a subastar relicarios con unas mechas que aseguran, son del Gran Napoleón Bonaparte. Sonríe, señor y me sorprende que no le gane la risa. Piensan vender cada pieza entre ocho mil y quince mil euros. Es decir, van a ganar poco más de diez millones de euros. ¿En qué momento le quitaron tanto cabello? Cada estuche se vende con un certificado de autenticidad y una reproducción de una de las pinturas en que aparece de cuerpo entero, sí, una de las más famosas. Esa en la que lo retrataron con uniforme de gala, chaqueta negra, pantalones blancos, las bandas que cruzan el pecho.

También subastaron la carta y publicaron el texto. “No le amo, en absoluto; por el contrario, le detesto, usted es una sin importancia, desgarbada, tonta Cenicienta.” Si, esas palabras han abonado a la confusión, el mundo tiene una idea equivocada de las cosas. Creen que le fue fácil abandonar a Madame Josephine para contraer matrimonio con María Luisa de Austria, ¿qué saben ellos, mi señor? Dicen que deseaba tanto tener un heredero de noble estirpe que abandonó a su primera esposa que no pudo darle un hijo y que la engañó hasta el cansancio para después dejarla, confinada al olvido.

No, ya lo sé. Ni hubo relicario con rizo, ni fue esa la razón del supuesto abandono. Tampoco, en estricta verdad, fue su deseo. Pero, usted mismo en esa misma carta se lo pidió: “No ruego por amor y fidelidad eterna, únicamente…, la verdad, una franqueza ilimitada. El día que me digas: te amo menos, será el último día de mi amor, el último de mi vida.” También escribió: “Nunca me amaste, tengo el corazón herido por mil cuchillos”. Pero la Historia quiere privilegiar la leyenda del hombre ambicioso que pasó de una mujer a otra en forma indolente. No saben. No quieren saber, señor. Yo sí sé, estuve ahí, a su lado.

Sí, hubo infidelidades, pero fueron en ambos lados. Las del gran emperador se conocen, las de Mme. Josephine, con Paúl Barrás no son tan famosas. Todos lo criticaron por las bodas con la hija de Francisco I de Habsburgo y lo culpan por haber confinado a la primera esposa a Malmaison, donde murió cuatro años después del segundo matrimonio y poco tiempo después del nacimiento del pequeño Napoleón II. Pocos supieron la verdadera causa de la separación, ni entienden por qué jamás quiso volver a verla.

La noticia de la muerte de Mme. Josephine, el 29 de mayo de 1814 llegó durante el exilio en Elba. Yo mismo le informé, dijeron que fue un catarro mal cuidado y le leí la nota de despedida: “La primera esposa de Napoleón jamás provocó una sola lágrima”, frase que se hizo tan famosa como la leyenda del desprecio. Pero el impacto de la noticia lo afectó más que el propio destierro, lo llevó a encerrarse tres días y sus noches. Perdió el brillo de la mirada, no se rasuró, ni se preocupó por fajarse la camisa o por abotonarse. Apretó el pedazo de papel en el puño y se aferró a él con tanta fuerza que temí que la nota terminara desintegrándose.

Y recordé todas las palabras que tantas veces quedaron sin respuesta: “De hecho, estoy preocupado por usted; escríbame rápidamente sus páginas, llénelas de cosas agradables, que colmen mi corazón de las sensaciones más placenteras. Espero dentro de poco tiempo poder estrujarla entre mis brazos y cubrirla con un millón de besos debajo del ecuador”. Esas que esperó anhelante mientras se batía en el campo de guerra y que jamás llegaron.

Pero la Historia, que no registra mi nombre, prefiere la leyenda de la mujer despreciada por el hombre poderoso, como prefiere creer que ese rizo es del gran Napoleón Bonaparte. Un tal Louis Mushro está firmando el aval, ¿puede usted creer? Sí, el mismo que certificó mechones de Kennedy, Lennon y la Madre Teresa. Me mata de risa pensar que hay gente a la que le gusta ser engañada.

El vagabundo suspira, detiene las palabras y encaja la mirada en mis ojos. Descubre que lo estuve viendo con curiosidad, tal vez siempre lo supo. Encoge los hombros y dice: Esa es la verdad del rizo de Napoleón, mademoiselle. Sonríe. Se enciende la cúpula barroca de Les Invalides. Camina por los jardines y desaparece. Creo que los locos y los niños siempre dicen la verdad. ¿Quién irá a comprar ese relicario?