Dino es Agostino DeLaurentis. Uno de esos productores italianos que dominaron el cine durante los años 60, 70 y 80 del siglo pasado. Figura parecida a la de Carlo Ponti, también se casó con una actriz legendaria –Silvana Mangano- y tiene en su haber clásicos del cine italiano –Arroz amargo (1949)- y estadounidense –Sérpico (1973)- además de innumerables éxitos comerciales de los que sólo podían tener lugar en aquellos años.

A mediados de los 70, Dino se embarcó en una ambicioso remake que iba a arrasar en las taquillas de todo el mundo siguiendo la estela de Jaws (1975). Para ello contó con los servicios de otro ilustre italiano sin el que el cine del siglo pasado habría sido diferente, Carlo.

Carlo es Carlo Rambaldi. Diseñador de efectos especiales a quien se deben películas como E.T.(1982), Alien (1979) o Encuentros en la Tercera Fase (1977). Todo un maestro en la creación de criaturas creíbles en una pantalla. Carlo tenía como misión dar vida a King Kong. Pero Dino quería algo especial.

Supongo que no es raro ser un poco megalómano cuando eres un italiano en la cima de una carrera como la de Dino. El caso es que la idea del productor pasaba por olvidarse de cualquier técnica de stop motion al estilo del filme original de 1933. Planet of the Apes (1968) había señalado el camino unos años antes y el prometedor maquillador Rick Baker también se encontraba en el equipo. Ambos se inclinaban por la aproximación man on a suit a la que dotar de la expresividad gestual requerida con sus habilidades. Pero para Dino no era suficientemente espectacular. Su película no iba a ser un simple remake. Iba a destacar como el mayor logro en efectos visuales jamás visto.

Dino quería un King Kong a tamaño real. Un gigantesco animatrónico del personaje capaz de moverse e interactuar con los actores con naturalidad. Dino, se ve, no era de los que aceptan un “no” o un “no se puede” como respuesta. Así que Carlo y Rick se pusieron manos a la obra para cumplir con la voluntad del productor. El tamaño del mostrenco estuvo determinado por el de las manos de Kong que habían construido para las escenas en las que Jessica Lange se encontraba en ellas. El animatrónico resultante tenía una estatura por encima de los doce metros. Pesaba seis toneladas y contaba con un esqueleto de aluminio que era controlado por un grupo de veinte operadores. Media tonelada de colas de caballo argentinas fueron necesarias para cubrir las articulaciones de las manos y proteger a la estrella, Jessica Lange. Más de un kilómetro de cableado eléctrico y más de tres de mangueras hidráulicas se emplearon para su funcionamiento.

Con Kong ya construido y en el set, Dino se acercó a verlo. El equipo le sorprendió extendiendo el dedo medio de Kong en un muy obvio gesto hacia el productor. Este se lo tomó con humor, pero el mecanismo se atascó y tardaron cinco días en hacerlo funcionar de nuevo.

El animatrónico construido era enorme. Pero no lo suficientemente funcional. Y no había manera de que semejante criatura fuera confundida con un Kong real en la pantalla. Dino podía ser megalómano pero no tonto. Y no tenía ningún interés en convertir su remake en un desastre de 24 millones de dólares.

Kong, tras cuatro meses de trabajo y 1.7 millones de dólares gastados en su construcción, solo se pudo utilizar en una escena del filme: la presentación del monstruo en la ciudad de Nueva York. Lo que Dino consideró suficiente como para mantener el gancho comercial de haber rodado la película con un Kong a tamaño real. En una era sin Internet, era posible.

Para el resto del rodaje se recuperó la idea inicial. Baker moldeó una serie de siete máscaras articuladas diseñadas y construidas por el italiano. Cada una de ellas representaba emociones distintas y eran controladas por un grupo de operadores en el set a través de un sistema hidráulico.

Rick Baker fue, finalmente, el man on a suit elegido. Y aunque la película logró el Oscar a los mejores efectos especiales de 1976, no fue sin polémica. Jim Danforth, especialista en FX de la vieja escuela -When Dinosaurs Ruled the Earth (1970) y Clash of the Titans (1980)- abandonó la academia por lo que entendía era un ultraje a su profesión. Según Danforth, Baker no se merecía más un Oscar que Berth Larh cuando interpretó al león cobarde en The Wizard of Oz (1939).

Baker tampoco quedó satisfecho con Kong. Consideró que no habían dispuesto del tiempo suficiente y otorgó al director de fotografía, Richard H Kline, el mérito de hacer creíble a la criatura. La película fue finalmente un éxito comercial que no terminó de gustar a la crítica. Lo cierto es que aunque Kong resultó convincente para los estándares de la época, no era tan impresionante como el coloso que se podía ver en los posters promocionales de John Berkey.

A día de hoy, Kong permanece como la criatura mecánica de mayor tamaño jamás construida. Pero su historia no termina aquí.

Es 1978, Argentina alberga el Mundial de fútbol. La dictadura del general Videla quiere aprovechar el evento para transmitir una imagen de normalidad al mundo y alguien decide que Kong puede servir a esos propósitos. En plena fiebre por la película, se anuncia que Kong visitará Argentina y protagonizará un espectáculo en Buenos Aires.

La creación de Carlo Rambaldi se desmonta en Los Ángeles, se empaqueta en veinte contenedores y se envía a Argentina vía Uruguay en un trayecto que la dictadura argentina transformó en todo un evento nacional. Una compañía estatal se hizo cargo del traslado, se retransmitió en vivo la llegada del cargamento e incluso se cortó el tráfico en el centro de Buenos Aires para que pasara el convoy rumbo a su destino en las instalaciones de la Sociedad Rural Argentina.

"El show de King Kong, la octava maravilla" se mantuvo cuatro meses en cartel y fue todo un éxito durante ese verano mundialista en argentina. Eso sí, breve.

Un locutor, micrófono en mano, animaba el festejo contando diversas batallas sobre Kong. Este se encontraba oculto tras un telón, pero el público podía ver como sobresalía su cabeza. Junto al locutor participaba, también, un payaso.

Tras un rato de charla del locutor y bromas del payaso, Kong rugía. Se aparataba el telón y se veía a un Kong encadenado y con evidentes problemas de motricidad. Podía abrir la boca, mover los ojos y los brazos, aunque uno no podía elevarse tanto como el otro. Sorprendentemente y según cuentan, también hablaba; respondía a preguntas del público y hacía confesiones como que era un hincha del Boca Juniors.

Pasados quince minutos, Kong se enfadaba por alguna broma del payaso. El locutor urgía al público a correr por su vida y se echaba el telón.

No puedo ni imaginar como se debían de sentir de estafados los niños de la época.

En cualquier caso, el evento funcionó en esa primera exhibición. Se decidió prolongarlo y trasladarlo a otras ciudades y países. Y ya, aprovechando, doblar el precio de entrada. La siguiente parada fue en Mar de Plata y allí el público, pasada la novedad inicial, le dio la espalda.

Cuando la empresa que había reacondicionado el lugar de la exhibición retiró su carpa, Kong quedó a la intemperie. Abandonado y sin nadie que se hiciera cargo en un negocio que había terminado por resultar ruinoso y generar una serie de demandas judiciales entre los implicados.

El animatrónico de 1.7 millones de dólares fue trasladado a una escombrera en las afueras de la ciudad. Allí terminó de deteriorarse y su esqueleto de aluminio fue aprovechado por los residentes cercanos. Estamos ya a finales de 1979.

Este sí que es un final triste para el pobre King Kong.