Hay ciertos productos culturales (léase libro, película, lienzo…) que dejan un regusto desencadenante de ideas y emociones y que, dependiendo del estado de ánimo de cada cual, así como de la calidad de la obra, puede durar unos minutos, unas horas o varios días.

De vez en cuando surge entre toda la marabunta de estímulos una luz cegadora que llena de fosforescencias la visión, la contamina y la cambia para siempre, modificando a su vez la perspectiva que desde pequeños nos han enseñado en esas cárceles del pensamiento que eufemísticamente llamamos colegios. Cuando este alumbramiento divino sucede uno se da cuenta enseguida, pues rápidamente el citado regusto va llenando la boca, conquista la lengua, el paladar, cada papila, cada diente; crece, se hincha y busca una salida hacia adentro, así que inunda primero la garganta y avanza hacia los pulmones, donde acaba convertido en parte de la respiración, ya hasta el último suspiro.

Desde que leí “En la orilla” respiro Chirbes. Veo gigantes usureros y apocalípticos donde sólo hay un orden amarillo de hierros que conforman una grúa. Miro el cuerpo encorvado de los ancianos con una mezcla de ternura y asco, pero sobre todo de miedo. Observo el corazón asustado que se esconde bajo pieles tostadas al sur del sur. Desconfío de la amistad y amo a mis amigos, recelo del amor y muero por el cuerpo que duerme a mi lado. Huelo el dinero sucio que paga las corbatas de la grey política, mientras mi nariz se alza hacia el aire salino, hacia una luz azul, huyendo de la pútrida humanidad que camina entre las sombras cambiantes del marjal.

Por encima de todos estos despertares, que no son poco, la novela del valenciano destaca por ser espejo fiel de una época que los libros de historia se limitarán a contar como una sucesión de cataclismos bursátiles alejados de las personas. El libro, que recorre la piel de la gente, nos brinda la consciencia de cómo el ser y la Historia, trama y urdimbre, se abrazan y se separan, se dan forma uno a otro a la vez que nace la realidad, el plan general que envuelve a todos, en un continuum indisoluble, piel sobre carne, carne sobre hueso, médula que sustenta los yoes del gran yo. Y ahí reside el verdadero mérito de este libro: las peripecias de los personajes se convierten en la radiografía de un tiempo que empieza a ser demasiado oscuro.

Este artículo, que podría parecer una crítica al uso de una obra literaria (¡quién soy yo para intentar penetrar en el mundo del gran Chirbes!) no es más que un camino sinuoso hacia una conclusión, verdad absoluta, considero: el verdadero conocimiento se disfruta, se afianza y se vuelve perdurable a través del entretenimiento. Así, aprendí la vergüenza eterna que para la raza humana significa el Holocausto Judío a través de películas como “El Pianista” o “La lista de Schindler”. Descubrí que los maniqueísmos y las historias de buenos y malos son relativas indagando en el sufrimiento palestino ilustrado por Joe Sacco en “Notas al pie de Gaza”. Entendí el sinsentido de las guerras escuchando a Marlon Brando, gorda valkiria del Apocalipsis. Comprendí la lucha de clases observando “Los comedores de patatas”, de Van Gogh o la sinrazón de las religiones admirando el óleo de Goya “Auto de fe de la Inquisición” o “El triunfo de la Muerte”, de Brueghel. Libros como “El lazarillo de Tormes”, me enseñaron mucho más sobre la sociedad del siglo XVI que cualquier estudio histórico, lo mismo sucede con el imperio bizantino pergeñado por Robert Graves en “El conde Belisario”. Y qué puedo decir de la naturaleza humana que no me haya enseñado Shakespeare.

Emperadores, reyes, fronteras, cataclismos, invasiones, revoluciones, ascensos, caídas… Historia que, bien contada, es menos engaño. Ahora, gracias a Chirbes, conozco mucho mejor esta época que nos ha tocado vivir, pero, sobre todo, he aprendido, disfrutando, que esto que llaman crisis no es más que una estafa.