En el estudio de mi casa, donde trabajo, me paso buena parte del día sentado frente al escritorio, justo debajo de una ventana. Esa ventana da a otras de otras casas, y detrás de alguna de ellas debe haber alguien que me espía. Como jamás he visto a ningún vecino escondido entre las cortinas con tal de no perderse ninguno de mis movimientos, prefiero pensar que estoy rodeado de grandes profesionales del voyeurismo a creer que soy un paranoico. En todo caso, estoy dispuesto a admitir que la verdad, siempre compleja y llena de matices, debe incluir ambos ingredientes: ellos seguramente son muy buenos para espiar, y a mí la vida me ha convertido en un ser bastante extraño. De hecho, es porque soy bastante extraño que les debe gustar observarme, aunque es cierto que la gracia de curiosear depende de muchas cosas (el peligro, la transgresión, la clandestinidad) y no sólo de lo interesante que resulte aquel a quien se mira en secreto. Eso lo aprendí yo después de espiarlos a ellos.

Desde mi estudio no he visto a los que me ven, si es que de veras en algún lado hay alguien que me observa, pero escucho y percibo a los que están más o menos cerca. Y en realidad era de eso de lo que quería escribir, antes de sospechar que en este mismo momento hay un vecino que me espía. La ventana da a una de las calles principales de Coyoacán, uno de los barrios más tradicionales y bellos de la Ciudad de México, centro neurálgico de la vida cultural y bohemia del DF y cicatriz histórica de la Conquista española.

Se trata de un antiquísmo paraíso empedrado que ningún turista debe dejar de visitar; fue la sede del primer ayuntamiento de la Nueva España y, también, del amor prohibido entre Hernán Cortés y la indígena mexica Malinalli Tenépatl, la “Malinche”, en cuyo honor hay una calle vecina, a cinco minutos de la mía, que la recuerda con su nombre. Por aquí, no muy lejos, anduvieron Frida Kahlo, Diego Rivera y León Trotsky; los escritores Jorge Ibargüengoitia, Salvador Novo y Sergio Pitol; las cantantes Lila Downs, Liliana Felipe y Julieta Venegas; y la bellísima Dolores del Río y los cineastas Luis Buñuel y Emilio “Indio” Fernández, de quien se dice que su cuerpo inspiró la figura de la estatuilla del Oscar.

Me encanta pensar que en algún momento todos ellos pasaron por debajo de mi ventana, y mientras me dejo llevar por esa ensoñación reconozco que lo que escucho día tras día no tiene nada de artístico. Ahora mismo oigo los tenaces gritos de la mujer que arrea a la gente para subirse al bus que va a Copilco; a los músicos callejeros que una y otra vez entonan “Yo no me sentaría a tu mesa” de Los Fabulosos Cadillacs y, a lo lejos, al cilindrero. El cilindro (u “organillo”) es un instrumento que habría llegado a México en el siglo XIX, como regalo del gobierno alemán al presidente Porfirio Díaz, y por lo que escucho no se afina desde entonces. Sus agudos agudísimos reinterpretan boleros clásicos y canciones de Roberto Carlos, y cuando se mezclan con el retumbar de las campanas de la iglesia y los aullidos de los niños que salen de la escuela demuestran que en México no hay alegría sin bullicio. Aquí, toda felicidad es ruidosa y excesiva. Y si no hay felicidad, por lo menos que haya el suficiente alboroto que invite al desmadre general.

Sentado ante mi escritorio pienso en todo lo que me pierdo por no bajar a la calle. En la Casa Museo de Frida Kahlo hay una exposición de los vestidos de Frida, una brillante manera de conocer la intimidad de la mujer que ocultaba sus falencias físicas bajo unos trajes cuya belleza marcaría la historia de la vestimenta femenina. En las cantinas (La Bipo, La Coyoacana) podría comer un “molcajete de arrachera”, un delicioso platillo de carne asada en el mortero de piedra donde los antiguos mexicas cocinaban la salsa para el mole. Y en la Casa-Fortaleza del “Indio” Fernández, célebre punto de reunión de las estrellas del Cine de Oro (1936-57), se anuncia un bazar de diseñadores locales que reúne a los mejores artistas del handmade mexicano.

También podría pasear sin rumbo fijo, listo para asombrarme entre los callejones que conducen a la plaza de la Conchita, cuya iglesia fue levantada por orden de Hernán Cortés, o ir hacia el museo Anahuacalli, cumbre arquitectónica de los caprichos de Diego Rivera. En definitiva, el escritor siempre vive tironeado por la tensión entre sentarse a escribir o dejarse llevar por la energía de la calle. Si me quedo al lado de la ventana, me consolaré con la idea de que mi presencia servirá como entretenimiento a los vecinos que me observan. Pero si ni siquiera hay alguien que me espíe, no imagino mejor consuelo que perderme por Coyoacán.