La historia reciente de Vietnam desmiente la dicotomía entre economía cerrada y liberalización absoluta. Pocas transiciones han sido tan pragmáticas y subestimadas como la que inició el país con las reformas Doi Moi en 1986. Desde entonces, Vietnam pasó de ser uno de los países más pobres del planeta, aislado y golpeado por la guerra, a convertirse en uno de los casos más exitosos de crecimiento sostenido orientado a la exportación. Pero la lección fundamental no está únicamente en sus números económicos, sino en cómo diseñó un modelo propio, lejos de recetas ideológicas tradicionales.
Vietnam no abandonó el socialismo por completo. A diferencia de las transiciones europeas al capitalismo liberal o de los modelos socialdemócratas occidentales, el Partido Comunista de Vietnam conservó el monopolio del poder político, el control estratégico sobre los sectores clave y la rectoría absoluta del Estado sobre el desarrollo. De hecho, la Constitución aún define al país como una “economía de mercado con orientación socialista”. Pero dicha orientación no impidió (más bien motivó) que se desplegaran mecanismos de mercado para liberar capacidades productivas retenidas por el sistema de planificación centralizada.
Lo que emergió es un capitalismo de Estado pragmático, muy similar al modelo chino, aunque con matices propios que incluyen apertura al comercio e inversión extranjera, autorización a la empresa privada, descentralización agrícola que multiplicó la productividad, pero con un Estado fuerte que no se retira, sino que dirige y supervisa el camino del mercado. Ese equilibrio entre partido único y liberalización económica limitada permitió una combinación particularmente eficaz de disciplina política para sostener una visión de largo plazo y dinamismo productivo para hacerla viable.
En términos económicos, los resultados son contundentes. El crecimiento promedio de Vietnam se ha mantenido entre los más altos del mundo durante décadas; la pobreza extrema cayó de más del 70% en los años ochenta a menos del 5% según cifras recientes del Banco Mundial. El país se posiciona como epicentro industrial del sudeste asiático, clave para cadenas globales de valor en sectores como la electrónica, los textiles y la manufactura liviana. Su ingreso per cápita superó los 4.000 dólares en 2023, frente a los apenas 200 dólares de 1986, y su comercio exterior representa más del 180% del PIB, uno de los niveles más altos del planeta.
Pero su caso también representa una disputa teórica que desafía los dogmas que afirman que la libertad económica solo puede prosperar junto a la libertad política. Vietnam demuestra lo contrario, pero el mercado puede ser instrumental, subordinado a un proyecto político unitario. El Estado puede permitir competencia empresarial y, al mismo tiempo, reservarse la capacidad de intervenir, planificar y corregir rumbos. Lo importante es que dicho poder no se utilice para bloquear la innovación, sino para dirigirla hacia objetivos nacionales. Este balance ha sido clave para mantener estabilidad, atraer inversión extranjera y evitar los colapsos abruptos que siguieron a liberalizaciones caóticas en otras economías en transición.
El Doi Moi no fue un experimento improvisado, sino una estrategia de largo aliento. La liberalización agrícola de los años 80, seguida por la apertura comercial de los 90 y la modernización industrial posterior a su ingreso a la OMC en 2007, revela un patrón de reformas secuenciales y disciplinadas. Cada etapa fue diseñada para garantizar que la apertura no debilitara el control político, sino que lo legitimara con resultados tangibles. Esta coherencia contrasta con muchos países en desarrollo que adoptan reformas por presión externa, sin visión nacional ni continuidad institucional.
Sin embargo, el modelo vietnamita está lejos de ser ideal o completamente replicable. Persisten desequilibrios estructurales que pueden volverse limitantes de la fragilidad en el Estado de derecho y en la transparencia administrativa, dependencia de la inversión extranjera para sostener la industria exportadora, deterioro ambiental asociado al crecimiento acelerado y tensiones crecientes entre una sociedad más próspera y un sistema político que exige conformidad. La contaminación, la desigualdad regional y la debilidad del sistema judicial se perfilan como los grandes desafíos del próximo ciclo de desarrollo.
A ello se suma un dilema político cada vez más visible: ¿hasta dónde puede abrirse Vietnam económicamente sin abrirse políticamente? El propio éxito económico genera nuevas clases medias con mayores expectativas, ciudadanos más informados y demandas de participación más amplias. Mantener la legitimidad del Partido Comunista dependerá de su capacidad para ofrecer prosperidad sin renunciar al control. Hasta ahora, el pacto tácito ha funcionado, la estabilidad política a cambio de progreso material, pero a largo plazo, ese equilibrio puede tensionarse.
Para los países en desarrollo, especialmente aquellos atrapados entre la rigidez estatal y el caos de la liberalización desordenada, el caso vietnamita ofrece una moraleja de realismo político y coherencia económica. La lección no es replicar su autoritarismo, sino comprender que la apertura debe tener un propósito nacional. No se trata de copiar modelos ajenos, sino de construir uno propio que combine planificación estratégica con incentivos de mercado. Vietnam no se abrió por imposición de organismos internacionales ni por colapso interno; se abrió porque entendió que la productividad y la competitividad eran imprescindibles para sobrevivir en la economía global.
En América Latina, África o el sur de Asia, donde abundan los planes de reforma sin continuidad, la experiencia vietnamita muestra que el éxito no depende de la ideología, sino de la capacidad del Estado para crear un entorno donde el mercado funcione con reglas claras, inversión sostenida y visión de largo plazo. La estabilidad institucional y el liderazgo con propósito son tan importantes como las cifras macroeconómicas. El desarrollo no ocurre por decreto ni por privatización indiscriminada, sino cuando el Estado se convierte en socio, no en obstáculo, del sector productivo.
La coherencia del proyecto vietnamita también revela una lección cultural, el desarrollo requiere paciencia. Cuarenta años de reformas graduales consolidaron una economía resiliente, no exenta de contradicciones, pero con dirección. En lugar de prometer transformaciones instantáneas, el gobierno vietnamita apostó por metas realistas y acumulativas: primero asegurar la autosuficiencia agrícola, luego la industrialización ligera, más tarde la inserción tecnológica. Este enfoque escalonado, de “una apertura con propósito”, es lo que muchos países subdesarrollados no logran sostener.
Vietnam con mayor libertad económica no implica ausencia de Estado, sino un Estado más inteligente, menos controlador y más estratégico. La apertura de mercados acompañada de inversión en educación, infraestructura y salud, porque el capital humano es el verdadero motor del crecimiento sostenido. Las reformas, sin capacitación, solo reproducen la dependencia. Por eso, el modelo vietnamita, con sus defectos, ha sido más exitoso que otros que apostaron por el libre mercado sin políticas sociales.
Vietnam no se convirtió en una democracia liberal ni intentó serlo. Tampoco abrazó el capitalismo como dogma. Eligió una ruta singular: usar el mercado para fortalecer el socialismo, no para sustituirlo. Tal vez esa es su lección más audaz: el desarrollo no es una imitación, es una construcción histórica que exige pensamiento propio, visión de Estado y valentía política para ejecutarlo. En tiempos donde la polarización ideológica paraliza las reformas, el ejemplo vietnamita recuerda que la apertura económica no debe ser una rendición, sino una estrategia para crear soberanía a través de la prosperidad.
El caso de Vietnam se asemeja profundamente al capitalismo de Estado chino, con una diferencia esencial en escala y velocidad. Ambos países comparten un principio rector del mercado como herramienta del Estado, no su sustituto. Tanto en Pekín como en Hanói, la planificación estratégica define los sectores prioritarios, guía la inversión extranjera y protege las industrias emergentes. Sin embargo, Vietnam ha mantenido un tono más prudente y flexible, evitando el exceso de concentración empresarial que caracteriza al modelo chino. Su apuesta ha sido equilibrar control político con competencia económica descentralizada, combinando disciplina con apertura y una narrativa nacional menos imperial. En ese sentido, su éxito radica en haber adaptado el capitalismo de Estado a su propia historia, sin pretender imponerlo como ideología universal.
Por contraste, en las democracias de mercado, donde el poder cambia con cada ciclo electoral, la continuidad de políticas de Estado se vuelve una rareza. Las reformas estructurales suelen naufragar por falta de consenso o porque cada gobierno busca distinguirse del anterior. Esa volatilidad política impide construir estrategias de desarrollo de largo plazo. Vietnam, en cambio, muestra que la consistencia (aunque autoritaria) puede generar resultados sostenibles cuando se traduce en planificación, inversión e institucionalidad económica. La moraleja no es preferir el autoritarismo, sino comprender que la estabilidad y la visión de país no deben depender del calendario electoral, sino de un acuerdo nacional que trascienda gobiernos. En el fondo, el desafío para las democracias no es la falta de libertad, sino la falta de rumbo.
Referencias
Banco Mundial. (2023). Vietnam overview: Development news, research, data. World Bank.
Fritzen, S. A. (2002). "Growth, inequality and the future of poverty reduction in Vietnam". Journal of Asian Economics, 13(5), 635–657.
London, J. (2014). Politics in contemporary Vietnam. Palgrave Macmillan.
Naughton, B. (2021). "Comparing China and Vietnam’s economic reforms". Journal of Contemporary Asia, 51(6), 915–936.
Nguyen, T. V., & Dinh, T. M. (2020). "State capitalism in Vietnam: Developmental path and implications". Asian Journal of Political Science, 28(3), 297–315.















