A los 43 años, en 1977, Monique Gies, esposa, madre de cuatro hijos y directora de una escuela en Estrasburgo, decide abandonar repentinamente su hogar, dejando atrás una vida cómoda y el conservadurismo religioso y moral de Alsacia para mudarse a una habitación de 9m² en París. Cuarenta y cinco años más tarde, a raíz de su fallecimiento en 2022, sus hijos retiran los enseres de la buhardilla en la que se había instalado. Encuentran, a la vista, en una estantería, un centenar de pinturas que habían ojeado de manera espontánea a raíz de las visitas que con el tiempo acontecerían. Su hija Marie-Christine da cuenta de ello: “No dejo de preguntarme cómo es posible haberlo visto todo sin haber visto nada…”. “Ella lo había dicho. Lo había pintado, a la vista y paciencia de todos. No lo ocultó en absoluto”.
En una primera impresión, la obra de Monique Gies se presenta con resonancias oníricas y matices surrealistas; sin embargo, los recursos visuales que emplea resultan demasiado clarividentes como para ocultar su intensa carga simbólica. Sus primeras obras son papeles o lienzos de pequeño formato, de tonalidades rosáceas, que evolucionarán hacia los anaranjados, evocando igualmente el color de la carne. Dominan también los azules y unos grises que, junto con los marrones que predominan en sus últimas obras, resultan en los matices que mejor representan la sombra. Son escenas de interior, opresivas, donde muñecas desarticuladas e inexpresivas auguran el trauma. El autorretrato aparece como motivo recurrente: una exploración insistente del vacío dejado por la infancia y la huella mnésica que arrastra.
En esta regresión que Gies emprende se da un proceso de desvanecimiento y fragmentación de la forma en donde la cabeza se escinde del cuerpo. “Una cabeza sin cuerpo: eso es el retrato. Un cuerpo sin cabeza se desvanece como un objeto parcial e intercambiable”1. En su obra, los múltiples reflejos o desdoblamientos coinciden, en ocasiones, con su campo fenomenológico presente. Hay algo espectral en un lienzo, en donde sus hijas, sentadas en una mesa, rodean el busto de la madre. Aunque las figuras carecen de rostro, la tristeza es palpable. Una de ellas extiende la mano hacia su figura, en un gesto de contacto o invocación. En otra de sus obras, una figura derretida enfundada en un velo parece ya establecer contacto físico con su imagen, más corpórea, un imposible que presagia el contacto con la verdad, aunque esta no sea siempre redentora.
El encuentro de Monique Gies con la pintura surge poco antes de su huida de Estrasburgo, aunque se intensifica coincidiendo durante el proceso de psicoanálisis que emprende ya en París, entre 1977 y 1978. En ese periodo es cuando, por primera vez, emergerá el recuerdo del incesto cometido por su tío en la casa familiar, en una edad en la que apenas era consciente de su sexualidad. Ciertos elementos representados, como un caballo balancín, sirvieron a la pequeña Monique como anclajes visuales durante la agresión. Este aparece en un interior lúgubre, devolviendo una imagen antagónicamente liberadora en la ventana. ¿Es más verosímil el caballo de madera sucio del primer plano o el fulgor del impulso de un corcel reluciente en el exterior? No hay lugar para el optimismo: la acusada sombra del vaivén hace que el pasado resulte ineludible.
A esta iconografía desesperanzada se le añade en múltiples ocasiones un potente imaginario cristiano. Hija de madre católica y padre protestante, la pintora experimentó de forma rigurosa la disciplina religiosa. Vemos la cruz soportando la cabeza del títere o remarcada en los travesaños de las ventanas. Su cuerpo se presenta redentor en la trasera de un lienzo, o se sacraliza al integrarse en un retablo. En estos cuadros —intuimos más tardíos— ya no vemos a la muñeca fragmentada, vemos el cuerpo adulto y el semblante propio de la madurez de la artista reverberando en el cristal. A veces, la figura de Monique nos recibe de espaldas, luciendo un turbante que remite inconfundiblemente a la bañista de Ingres y cuyos colores parecen reproducir la morfología encefálica.
En este recorrido pictórico que emerge de la ruptura y del exilio interior, Gies no reconstruye un relato lineal, sino que ensambla fragmentos de memoria, cuerpo e historia en imágenes que insisten, que retornan, que interrogan. Su obra no busca clausurar el sentido, sino abrirlo: como una herida que no cicatriza del todo, como una verdad que apenas se deja rozar. En esa tensión entre lo visible y lo velado, Gies transforma la pintura en un lugar de resistencia íntima.
(Agradecemos la inmensa colaboración tanto de la galería Christophe Gaillard como de la familia de la artista)
Notas
1 Watteau, Diane (2024). Monique Gies, Les mots tus. Galerie Christophe Gaillard.