Sabrina Amrani se complace en presentar Sound objects; unsound times, la cuarta exposición individual de Babak Golkar en la galería.

La voz —y esa energía visceral y primaria que se manifiesta en el grito— parece haber perdido su lugar hoy por hoy. Gritar en la calle es indecoroso, hacerlo en lo digital es ruido, en la intimidad se traduce en vacío y aislamiento. Y, sin embargo, el grito sigue siendo uno de los gestos más humanos: un desgarro de la garganta que reclama, protesta, libera. ¿Dónde y cómo hacerlo hoy, cuando todo canal parece cooptado, condicionado o, directamente, censurado?

En 2012 Babak Golkar comenzó la serie de sus Scream pots, esculturas de barro torneado concebidas como contenedores metafóricos del grito. Su creación respondía a un gesto rotundo y primordial del artista: invitar al público no solo a mirar o contemplar, sino a actuar; no solo a reconocer un objeto, sino a completarlo con un sonido contenido en su interior. La obra no existe plenamente sin esa performatividad: sin la respiración que se corta, sin el diafragma que se contrae, sin el rugido íntimo que atraviesa la boca del espectador y se entrega a la vasija. El Scream pot es, en esencia, un dispositivo de catarsis controlada: permite liberar energía, pero en un marco de silenciamiento. Accede a recibir el grito, pero este queda absorbido, disipado, gobernado por la materialidad del objeto. Nos deja participar, pero siempre bajo las condiciones de un juego reglado.

Esa tensión —entre expresión y contención, entre deseo y límite— es lo que convierte la obra en un espejo del tiempo presente. En ella se cifra la paradoja de nuestro momento histórico: la urgencia de decir, de expresar, de liberarse, frente a la constante problematización de la expresión que imponen los sistemas políticos, mediáticos y tecnológicos. El Scream pot ofrece un espacio donde la voz se vuelca con toda su potencia, pero a la vez se topa con una estructura que la absorbe y la transforma, igual que los gritos colectivos de hoy parecen perderse en el aire digital y en los muros de la indiferencia global.

En Sound objects; unsound times se presenta un único Scream pot en el espacio vacío de la galería. Esta decisión, radical y deliberada, convierte la experiencia en una cita ineludible con uno mismo. Al enfrentarse al objeto, cada visitante lo hace en soledad, sin el amparo de la multitud ni el ruido de otros cuerpos alrededor. En esa desnudez, la pieza adquiere un carácter de espejo: el espectador se ve obligado a decidir si se atreve a entrar en la intimidad que le propone el objeto, si acepta depositar en él sus miedos, sus frustraciones y sus deseos de liberación. La soledad que suscita no es un vacío hostil, sino la posibilidad de un encuentro directo y honesto: una grieta de confianza en medio del ruido generalizado.

El Scream pot es, por tanto, un espacio de paradoja. Una promesa de libertad que se ejerce en un marco de limitación. Un gesto de juego que exige asumir sus reglas. Un recipiente de barro que se vuelve metáfora de un tiempo en el que nuestras emociones son continuamente convocadas y reprimidas, explotadas y desactivadas. Es a la vez un refugio y una trampa, un consuelo y un recordatorio de nuestras impotencias. Y es precisamente esa ambigüedad la que lo hace profundamente vigente.

La aceleración de la crisis global, la saturación de pantallas y estímulos, la impotencia frente a conflictos irresueltos y la inercia de sistemas que nos distraen mientras el mundo se desmorona, hacen que este gesto —tomar aire y gritar en una vasija que lo absorbe— resuene con una intensidad renovada. Nunca antes un objeto tan silencioso había encarnado de manera tan elocuente la disonancia de nuestro tiempo.

La invitación es sencilla: acercarse, tomar el objeto, depositar en él la voz. No hay instrucciones más que el propio impulso. Pero en ese gesto íntimo y mínimo se despliega la potencia de la obra: allí donde lo político, lo social y lo mediático nos han dejado sin espacio para expresarnos, un objeto de barro nos ofrece un resquicio. El grito, aunque amortiguado, existe. La voz, aunque contenida, se pronuncia. Y el acto, aunque regulado, deja una huella en nuestro interior.