Las niñas del altiplano constituye el segundo capítulo de la primera exposición de Donna Huanca en Travesía Cuatro Madrid, Lengua de Bartolina Sisa (2017). Aquel trabajo homenajeaba a la revolucionaria aymara del siglo XVIII que resistió el dominio colonial español y cuya brutal ejecución y desmembramiento encarnaron un trauma histórico impuesto sobre los cuerpos indígenas. En aquella instalación, Huanca materializó el duelo a través de pigmentos, performance y mapas cartográficos convertidos en abstracción. Su gesto fue no solo conmemorativo, sino también regenerativo: cartografió la desaparición para imaginar su reversión.
En Las niñas del altiplano, Huanca dirige su atención hacia la reconstrucción soberana del cuerpo y la psique femeninos, explorando cómo la infancia, el mito y el ritual funcionan como herramientas de resistencia, sanación y proyección hacia el futuro. El título mismo sugiere una reimaginación del cuerpo desde una cosmología de altura, enraizada en el paisaje andino pero proyectada hacia un espacio especulativo. Las niñas aquí no son figuras pasivas ni meramente simbólicas; son agentes de soberanía cósmica y material.
La arquitectura de la galería se transforma en un espacio suave e inmersivo gracias a la instalación de celofán blanco translúcido en suelos y paredes, convirtiéndolo en una piel porosa o santuario: un híbrido entre el estudio de la artista y un útero metafísico. En este entorno, Huanca presenta una serie de pinturas de gran formato elaboradas con gruesas capas de óleo, pigmento y texturas similares a la piel. Estas obras funcionan como mapas topográficos del cuerpo, en los que se incrustan trenzas, tonos de piel y residuos corporales. Sus superficies densas evocan tanto un terreno geológico como un paisaje psíquico, en el que la soberanía no es algo fijo, sino sedimentado: una acumulación de gesto, memoria e interrupción. A lo largo del espacio se intercalan formas escultóricas realizadas en aluminio, arcilla y materiales transparentes. Estas piezas en aluminio funcionan como pinturas invertidas: superficies escultóricas que registran la gestualidad corporal de la artista durante el proceso pictórico. Cada superficie atesora el eco material de una presencia somática. Las esculturas no se limitan a ocupar espacio: lo interrumpen y reorganizan.
Una banda sonora estratificada recorre toda la instalación, generando una vibración ambiental y elemental. El sonido funciona como una arquitectura invisible —vehículo de transmisión ancestral y fuerza atmosférica.
En el centro de la exposición se encuentra un portal, inspirado en el sitio ceremonial precolombino de Pumapunku y concebido como puerta hacia una fisura temporal. Construido como un elemento arquitectónico dentro de la galería, este espacio está revestido con espejos bidireccionales y se encuentra sobre un suelo de arena blanca que evoca el horizonte cristalino del Salar de Uyuni, en Bolivia. Una performer habita este espacio sellado: no puede ver hacia el exterior, pero sí es visible desde fuera. En esta inversión de la vigilancia, la performer encarna un sujeto soberano, sellado, observado, pero inexpugnable. La caja se convierte en un sitio metafísico de reflexión y rechazos: un cosmos devocional sin deidad, donde la tensión entre visibilidad y opacidad produce una arquitectura ritual de poder.
Esta estructura performativa ejemplifica la investigación más amplia de Huanca: cómo el cuerpo —particularmente el cuerpo feminizado y racializado— puede ejercer control sobre su propia imagen, sus ritmos y su campo relacional. A través del aislamiento, el reflejo y la presencia, la performer activa un ciclo sagrado de agencia encarnada.
La exposición de Huanca reivindica la soberanía como fuerza tanto ancestral como especulativa, inscrita en el cuerpo, difundida a través del espacio y transmitida mediante la materia. Las niñas del altiplano no propone un retorno al origen, sino una invitación a recrear el mundo: una cosmología en la que la reparación, la supervivencia y el poder emergen desde la herida.
(Texto de Margarida Mendes)