Las recientes inconformidades de los estudiantes en algunas universidades públicas mexicanas han sido causadas por modificaciones en los reglamentos en instituciones educativas que tienen que ver con los límites al derecho de protesta, de manifestación y, en el fondo, de la expresión libre de las ideas; tales derechos son, ciertamente, principios elementales de la vida universitaria y del conocimiento en general.

La educación superior pública debe distinguirse por ser un ejemplo para la sociedad, debe defender y liderar el ejercicio cotidiano de la crítica radical de las ideas. Pero una cosa es enunciar todos esos ideales o repetirlos en comunicados oficiales, foros y discursos… y otra es practicarlos.

Es aquí donde debemos reparar seriamente en las simulaciones y dobleces que las universidades se inventan para mantener la censura y, si es posible, la persecución de las ideas (e individuos) que no piensan igual que la mayoría.

Las formas sutiles (y a veces no tanto) de acusación, las simulaciones del pensamiento falaz que concibe la discusión intelectual como un ataque personal, las traiciones grandes y pequeñas al pensamiento crítico, la corrección política, las infames denuncias anónimas de personas e ideas que encontramos odiosas y otros recursos de ese rango, son ahora las nuevas consideraciones que se van imponiendo en las comunidades universitarias, como una extensión de aquella labor antigua de la inquisición higiénica de las opiniones y las conciencias.

En muchas universidades públicas mexicanas, las políticas académicas no han superado la Edad Media (y en sus prácticas concretas no se ha superado la edad tribal). Hoy, la petrificación medieval se ha aderezado con una intrincada y barroca sensiblería disfrazada de pensamiento, gracias a la cual ahora nos concebimos, por un lado, como víctimas de un catálogo cada vez más amplio de “dispositivos de poder”, de violencias y circunstancias externas que nos subyugan y, paradójicamente, por el otro, nos vemos como los posibles victimarios y ejecutores del mismo catálogo en contra de otros.

Así, los edictos flamígeros de regulaciones basadas en la corrección política y la convivencia profiláctica nos advierten que, con alguna de nuestras expresiones (incluyendo nuestros gestos) podemos ser acusados por la causa más insospechada.

Por tanto somos posibles víctimas y posibles victimarios, por las mismas causas, al mismo tiempo. El resultado generalizado y práctico de esta fórmula contradictoria es la inmovilidad absoluta de las ideas, la esterilización de cualquier intento de dialéctica y, ¿extrañamente?, la persistencia del conservadurismo pedagógico, moral y político.

Algunas escenas que se nos ofrecen actualmente sobre las dinámicas en las universidades son ilustrativas: un profesor hace un comentario considerado políticamente incorrecto y, quien alcanza a tomar un video del evento, lo difunde sin previo consentimiento; las autoridades de la institución, en lugar de aprovechar la ocasión para impulsar la formación pertinente y actualizada en sus académicos, en vez de organizar un debate generalizado al respecto, o de refutar con evidencia científica las opiniones del indiciado, lo expulsan sin más derecho a una legítima defensa.

Un profesor se siente minusvalorado porque oyó un rumor sobre la opinión de otro colega y, sin averiguar absolutamente nada al respecto, se asume melodramáticamente como víctima de algún argumento que él considera injusto. En la misma escuela, dos universitarios ventilan amargas hostilidades provocadas por su reciente ruptura amorosa en las comisiones universitarias de honor y justicia (o sus tribunales equivalentes).

Hoy día, en esas pequeñas sociedades académicas (supuestamente libres, racionales y científicas), se expelen acusaciones y denuncias con una facilidad asombrosa; es interesante que tal actitud es fomentada desde los distintos tribunales, juntas, consejos, comisiones y asociaciones universitarias que se vuelven cada vez más histéricas. Con el tiempo, ya han ganado el poder de decidir sobre la permanencia de los integrantes en las universidades públicas, y regulan finalmente hasta los aspectos más subjetivos de la vida en las escuelas de nivel superior; de hecho, esas instancias son ya el sitio donde se reclaman sanciones cargadas siempre de la fetidez de la venganza de los resentidos.

En las universidades, estas nuevas instancias burocráticas de poder y control se están multiplicando como por algún extraño y poderoso encantamiento: todos los días llegamos a las aulas para encontrarnos con una nueva oficina, con un nuevo aspecto vigilante, nuevos protocolos con disposiciones que, poco a poco, van sobrepasando el justo ámbito de la legítima defensa de los derechos elementales y básicos de los universitarios, y avanzan oficiosamente hacia algo que constituye una burda intromisión en la libertad de pensamiento, de expresión y de cátedra.

Así, antes incluso de respirar o entrar a las aulas, ahora debemos reparar en lo siguiente:

¿Cuestionará usted, sea ya con su pintura, su escultura, su música o con la pluma, el fanatismo, la superstición o algún otro aspecto de las ideas religiosas?

¡Tenga cuidado: los creyentes de rancio oscurantismo pueden sentirse profundamente ofendidos y tomar sus ideas como afrentas personales! ¡Se reclamará el castigo por su pecado, pues de lo medieval, sienten ellos, no debe uno apartarse ni diez minutos!

¿Exigirá evidencia científica para aceptar alguna teoría, o demostrar o refutar una hipótesis?

¡Mejor absténganse: puede usted estar privilegiando un punto de vista y, a la vez, siendo muy injusto con otras epistemologías y saberes! ¡Se reclamará la mortificación por su pecado!

¿Argumentará usted que las ideas de algún filósofo o de algún colega son tan insostenibles como ridículas?

¡Aténgase a las consecuencias, pues los seguidores del pensador en cuestión pueden sentirse agraviados y ultrajados! ¡El séquito del filósofo ungido, del becerro de oro de la sabiduría, se esforzará por hacerle pagar su temeridad!

¿Piensa firmar con su nombre un texto que solo usted escribió?

¡Desista, pues con ello más de uno puede sentirse invisibilizado y acusarlo de arrogancia! Acaso también alguien piense que hay palabras que usted no tiene derecho a emplear, por ser sagradas o malignas.

¿Decide usted expresar libremente lo que piensa en el aula, invocando su libertad de cátedra?

¡Censúrese: actualmente hay ideas por las cuales puede ser expulsado de cualquier universidad sin discusión ni defensa de por medio!

¿Escribirá un artículo de investigación sobre un tema que también estudia otro profesor?

¡Alerta: puede estar invadiendo un campo del saber que alguien más considera su propiedad privada y exclusiva!

¿Tuteará a sus estudiantes?

¡No tan rápido: tal familiaridad puede ser percibida como un gesto invasivo o como una forma más de acoso!

¿Les hablará de “usted”, acaso?

¡Atención: esa formalidad puede ser interpretada como una cruel forma de jerarquía que enfatiza el autoritarismo!

¿Exhibirá las debilidades de las propuestas o las aseveraciones de un estudiante o de un colega?

¡Prefiera no hacerlo, pues con ello puede herir los afectos mezquinos de alguna persona, puede estar provocando que alguien se sienta nulificado o infravalorado con su crítica! Y, como hoy, para muchos “respetar” es equivalente a “no debatir, ni cuestionar”, ¡se reclamará la expiación por su pecado!

De su propia y libre iniciativa, ¿convocará usted a alguna actividad académica beneficiosa para su comunidad?

¡No lo haga, olvídelo: alguien puede sentir que usted está usurpando su puesto burocrático o, peor, tratando de ejercer algún tipo de influencia perniciosa en la comunidad!

En suma: ¿desea usted pensar, decir, leer o escribir algo en su universidad?

¡Tenga cuidado, permanezca alerta y tema por su suerte!, pues alguna entidad narcisista, agazapada en algún rincón se puede pensar y sentir desdeñada o agraviada con su expresión libre.

Es así como en las universidades de estos días se erosiona el pensamiento crítico: cualquiera puede ser víctima o victimario por cualquier cosa, y esto nos ofrece un escenario análogo a las épocas cuando había que expoliar a los herejes, denunciar a los vecinos que judaizaban en secreto, expropiar las riquezas de los infieles, torturar hasta el arrepentimiento o hasta la hoguera a los filósofos ateos para, por supuesto, quedarse con sus bienes.

Hoy, estas políticas que ya norman la expresión, la cátedra y las conciencias universitarias se están convirtiendo en la versión actual del Santo Oficio, cuyo resultado es, nuevamente, mantener el poder mediante el miedo social, la mediocridad complaciente, la neutralización de la crítica y, en consecuencia, la esterilidad del conocimiento, lo cual garantiza la perpetuación de la incompetencia generalizada, y el afianzamiento del statu quo estatal.

Durante la década de los años cincuenta del siglo pasado, las fuerzas estatales en diversos países latinoamericanos persiguieron y asesinaron sistemáticamente a los integrantes de las universidades públicas que abanderaron propuestas sociales emancipadoras. Las policías, el espionaje y los ejércitos nacionales encarcelaron y torturaron a los universitarios en nombre de la estabilidad, los valores nacionales y de la armonía social.

Hoy, ya instaladas en el prematuramente caduco siglo XXI y habiendo ya perdido su carácter liberador y crítico, las universidades públicas se convierten paulatinamente en micro-sociedades donde sus integrantes se acusan entre sí blandiendo los sentires más diversos (algunos de ellos inverosímiles), se aprestan a victimizarse por nimiedades, y se infringen y exigen represalias debido a opiniones y observaciones críticas. Tales políticas llegan, por cierto, a cambiar la actitud inconforme y cuestionadora por el arte vulgar de asumirse ofendido.

Tristemente, estamos con un pie en historias conocidas ya desde siglos atrás: cuando se abren causas contra las ideas en vez de polemizar o argumentar, cuando en las instituciones de educación superior se infunde miedo a los demás alegando percepciones morales subjetivas, blandiendo la corrección política o las emociones, entonces incluso la búsqueda legítima del conocimiento puede resultar sospechosa de herejía.

¿Terminaremos, entonces, por caer en la inacción, la mediocridad y la autocensura? La respuesta debe ser un “no” definitivo: para quienes han sido educados en la dignidad y la libertad, la vocación crítica y abierta en la universidad pública es un imperativo vital, a pesar de que el Santo Oficio académico esté nuevamente entre nosotros.