Tenía pánico de bucear, pero fue una experiencia maravillosa.
Nací en el agua, en un cuarto oscuro y pacífico, con una temperatura cálida de 35 C°, hasta que choqué contra la barriga de mi papá y él, asustado, me sacó del agua abruptamente por miedo de que me ahogara. Desde entonces no he podido sumergirme en el agua sin miedo.
Aprendí a nadar de pequeña, en la piscina del Deportivo Quito. Las clases en la piscina no fueron suficientes para aprender a hundir la cabeza en el agua sin taparme la nariz. Me daban miedo los saltos al vacío y nadar en la parte honda de la piscina. No sé cómo pasé la prueba final, creo que con base a chapuzones en distancias cortas y con la lástima del profesor de que perdiera el año por educación física.
Con un par de altercados de por medio, sobreviví con mi nado imperfecto que se asemejaba más al estilo perrito. Uno de los primeros encuentros fuera de un entorno controlado fue en las playas de Ecuador. Para ser exactos: en una piscina. Decidí que era una gran idea enseñarle a una niña más pequeña que yo a dar clavados en la piscina, aunque yo dependiera de una boya para sobrevivir. Después de analizar meticulosamente la situación, me lancé por los tubos diseñados para bajar al agua, sin contar con que estos atraparían mi boya y me enviarían directo al fondo de la piscina. Pude ver la estrella azul enorme que adornaba el piso y, en mi mente, recordé las escenas de Hollywood donde la protagonista pide ayuda alzando un dedo en los instantes que alcanza la superficie. En medio de mi agonía, una amable señora me sacó del agua, salvando mi vida.
La segunda ocasión fue años después en Rocky Cay, en la isla de San Andrés, en el caribe colombiano. Iba con mi pareja, mi cuñado y su esposa. Frente a nuestra playa había un islote que ofrecía una experiencia más grata, con peces y arena. Durante todo el día había pasado lloviendo, tanto, que mientras estábamos en el agua, nos atacó el granizo. Sentimos que era una lluvia tan violenta que nublaba nuestra vista y hería nuestra piel. Veíamos la tentadora isla a lo lejos y mi cuñado con su esposa nos convencieron de que era posible cruzar hacia la isla caminando. Todos decidieron que era una opción razonable, pues lo habían visto en un video de TikTok.
Yo, consciente de mis incipientes conocimientos de nado y experiencias anteriores al enfrentarme al agua sin fondo, me mantenía recelosa. Prefería la opción de una lancha segura que nos llevara hasta la orilla de ida y vuelta, como lo hacían la mayoría de personas. Incluso, había una opción en la que nos llevarían hasta el mar de los siete colores, a ver medusas, peces y mantarayas; sin embargo, la lancha nunca llegó y ante la decepción no tuve otra alternativa que seguirlos caminando.
Había una soga que aseguraba parte del camino, pero a partir de un momento desapareció. Debía haber piso durante todo el trayecto. De repente, dejé de tocar. Había tramos sin fondo y no tenía manera de saber cuándo volvería a sentir el piso. Era desesperante, pero la orilla se sentía cerca. Con algo de esfuerzo y un poco de agua salada en nuestro interior, llegamos.
Disfrutamos unos momentos a salvo de la marea, mientras veíamos cómo esta arrasaba a pequeños peces y caracoles marinos. Era una isla muy bella, sin duda. El problema era regresar. Eran las últimas horas de la tarde y la marea subía cada vez más. Eso, sin considerar las nubes que bramaban sobre nosotros. Aceleramos el paso y nos sumergimos nuevamente en el mar. Si hubiésemos imaginado lo que iba a pasar, sin duda hubiéramos rentado una lancha. Pero como habíamos logrado llegar, teníamos confianza en que el regreso sería igual.
Después de las primeras brazadas, dejamos de sentir el piso. Toda la arena que nos sostenía desapareció de forma definitiva. Nadábamos en contra de la corriente hasta que las fuerzas no bastaron. Mi pareja me dejó al cuidado de su hermano para entregarse a las olas. Mi cuñada luchaba por mantenerse a flote, pero la marea la superaba. No había forma de salir, pero me rehusaba a aceptar que ese era el fin de la historia.
De repente un hombre alzó a mi cuñada, la dejó a salvo y fue por nosotros. Nos salvó uno por uno hasta que llegamos a un lugar con fondo. Cuando regresamos a ver, la isla de la que habíamos partido seguía cerca y nuestro destino parecía imposible de alcanzar. Con la adrenalina a tope y la obstinación de la supervivencia, caminamos más allá de nuestra fuerza, tragando agua salada y rogando llegar a la orilla. Finalmente, volvimos a la isla principal. No estábamos seguros si contarle a nuestra familia lo ocurrido, pero nuestros rostros eran suficientes para contarlo todo.
Al día siguiente debía enfrentarme nuevamente al mar, esta vez a mayores profundidades que me aterrorizaban, en especial después de los acontecimientos previos. No quería entrar al mar. Por mi cabeza pasaban una serie de imágenes de todo lo que podría salir mal. Sin estar segura, seguí cada paso del proceso: las preguntas de validación y salud, ante la que todos mentimos no haber tenido ataques de ansiedad durante las últimas veinte y cuatro horas.
Nos dirigimos a la piscina con nuestros dos guías, quienes nos distribuyeron en dos grupos. Yo estaba con mi pareja y alguien que no conocíamos aún. Los ejercicios eran sencillos: ponerse la máscara con cuidado, retirar todo el cabello, entender las partes del equipo, escuchar las instrucciones y empezar a respirar bajo el agua. El miedo crecía al contacto con el agua: no podía respirar. Resultaba terrorífico ponerme el cinturón de hierro que me empujaba hacia el fondo. No había estrellas, ni me faltaba aire, pero tampoco sabía cómo respirar. Teníamos un tanque de oxígeno, pero la condición era solo respirar por la boca. La principal instrucción era respirar profundamente por la boca.
Todas las enseñanzas de yoga y respiración consciente que había tenido en mi vida me indicaban lo contrario: respirar por la nariz, pero ¡cómo podía respirar por la nariz con una máscara que no dejaba pasar aire! Los recuerdos de las clases de natación fallidas, el suceso de la boya y la piscina junto con todas las ocasiones en las que me había atrevido a retar al mar volvían a mi cabeza. Estaba desesperada. Los circuitos chocaban en mi cabeza tratando de encontrar la manera. El otro problema era hacer los ejercicios arrodillada en la piscina, donde nadie podría salvarme ni podría escapar rápidamente del agua. Incluso titiritaba como consecuencia del frío y del temor.
Mientras sentía el miedo y la adrenalina, seguía haciendo los ejercicios, hasta que hubo uno que me superó. No podía sacar el aire de la máscara en caso de que entrara agua. El procedimiento consistía en permitir que el agua entrara en mi máscara para luego expulsarla; pero, en su lugar, absorbí el líquido y tuve la sensación de que me ahogaba. El guía intentaba ayudarme para que me tranquilizara, me aseguró que siempre y cuando yo respirara bien, ellos se encargarían de lo demás.
Le advertí a nuestro grupo que seguramente tendríamos que subir a la superficie en caso de que algo sucediera y me subí al transporte que nos llevaría al arrecife de coral. Seguía asustada. Una de las personas de nuestro grupo renunció y me pregunté si esa no era la opción más sabia. Mantenía las dudas nadando por mi cabeza aun cuando ya estábamos en el mar. El instructor, que conocía todos mis miedos, me advirtió que no hablara más y tomara la última bocanada de aire antes de desinflar los chalecos y dejar que nos absorbiera el agua. Tomé una fuerte respiración y me sumergí en las profundidades del mar de San Andrés.
Empecé a ver las primeras algas, y sentí como mi cuerpo se adecuaba al agua. Ya no estaba helada. El guía, que había tomado mi mano en un inicio, la soltó y, de pronto, todo el miedo se disipó en medio de las algas y los corales. Mi respiración empezó a fluir por su cuenta, poco a poco, iba llegando más hondo. Veía los peces de colores nadar alrededor mío, podía moverme entre ellos, seguir el nado que nos guiaba y no pensar en nada más que la maravilla que estaba experimentando.
Antes de sumergirme, pensaba que los cuarenta minutos bajo el agua serían eternos, pero el tiempo fluyó como el agua, mientras descubríamos cuevas submarinas y todas las especies de algas, corales y peces. También me rehusaba a bajar más allá de los tres metros; sin embargo, era natural seguir descendiendo, incluso, me resultaba difícil no bajar más. El guía nos había explicado que mientras mejor respiráramos, más hondo llegaríamos. Tenía razón, todo se trataba de respirar, sentía cómo el oxígeno del tanque llenaba mis pulmones y mi pecho. Al exhalar me hundía un poco más, con cuidado de no topar las especies marinas. Era un espectáculo, sin duda, que iba al ritmo de las burbujas que emitía el oxígeno al salir de mi boca.
Lo había visto en películas, pero vivirlo era una experiencia casi irreal, el sonido del océano me calmaba más que mil meditaciones de sonidos de la naturaleza y ruido blanco. Ya no tenía miedo de respirar ni nadar. Continuaba el trazo del guía, quien nos dirigió hacia una cueva. No lo pensé dos veces y me sumergí en ella. Todo era tan natural. Al salir, encontramos un banco gigante de arena, que indicaba los diez metros bajo el agua. La presión se disipaba con una pequeña maniobra de las orejas y antes de que me diera cuenta, estaba sentada en el fondo del mar, observando todo lo que pasaba a mi alrededor.
No puedo nombrar las especies que vi, ni describir con exactitud la experiencia. Lo que sí puedo asegurar es que fue espectacular. De la manera más imperceptible, el guía tomó nuestros chalecos y antes de que nos percatáramos, estábamos en la superficie de vuelta. La sonrisa en mi rostro y esa tranquilidad demostraban que nunca fue necesario retar al mar, si no fundirse con él.