A menudo estudio someramente partidas de ajedrez, uno de mis jugadores favoritos es Magnus Carlsen, que, hoy en día, es el campeón mundial. Lo hago como un ejercicio de memoria, lo que me interesa más que jugar. Recientemente vi una partida entre Max Deutsch y Magnus Carlsen. Max era un joven de 24 años en el 2017, cuando se jugó el primer encuentro con Magnus, se autodefine como un aprendiz obsesivo. Su objetivo era aprender a jugar bien y ganarle al campeón mundial. Un proyecto ambicioso, ya que se dio solamente un mes para logarlo. Su estrategia fue jugar como lo haría un ordenador y por esta razón desarrolló un algoritmo con unas mil partidas en memoria, que le pudiera dar indicaciones sobre como jugar. Mi opinión personal es que Carlsen, además de tener mucho talento, ha jugado y estudiado ajedrez por más de 50 mil horas y su juego es rápido y posee enormes habilidades, sobre todo en la fase final del juego, manejando además con destreza incontables aperturas y variables.

La partida entre los dos contendientes fue interesante en las primeras movidas, pero en un cierto momento, Max mostró incapacidad de conservar su posición, fortalecerla y hacer jugadas mejores, dejándole espacio a Carlsen que concluyó con un jaque mate prematuro. De esta experiencia y en particular acerca de Max, quiero rescatar un aspecto interesante y éste es el de fijarse objetivos ambiciosos y aprender de manera sistemática.

Jugar ajedrez requiere mucha práctica y dedicación y hacerlo al nivel de campeón no es algo que se pueda aprender en pocas semanas o con la ayuda de un programa que maneja datos de mil partidas. En este sentido, la ambición de Max era absurda desde un comienzo. Pero, por otro lado, el esfuerzo le ha ensañado muchas cosas, y Max no ha perdido nada, sino lo contrario, ha ganado en experiencia, técnica y seguramente una nueva percepción del juego. Lo que realmente es apreciable en una persona como él es la dedicación y el deseo mismo de aprender y superarse. Algo que tenemos que rescatar a pesar de los errores que podamos cometer haciéndolo, porque sin errores no hay aprendizaje. Un aspecto que desgraciadamente muchos no consideran seriamente y ven sus conocimientos y capacidades menguar más del necesario. En pocas palabras, cada uno de nosotros tiene que fijarse objetivos en la vida y hacer lo posible para alcanzarlos, especialmente si los objetivos son enfrentarse a nuevas habilidades y aprender. Agrego, además, que este experimento demuestra que el conocimiento es también práctica, y son miles de horas de exposición que no podemos subestimar. Un estudioso holandés demostró años atrás que en el ajedrez las horas de juegos son una dimensión importante y un maestro lleva en su equipaje más de 20 mil horas de juego.

Una vez, hablando con una persona joven, esta me contaba que su objetivo en la vida era aprender cosas nuevas y lo hacía sobre todo estudiando y practicando idiomas. Su lista incluía ya 9 lenguas que podía hablar fluidamente, pasando de una a otra sin dificultad. Quizás, este sea el caso con la escritura y escribir bien. El resultado de un intento de aprender, confrontar el tema y practicar con el coraje de aceptar, que en la fase inicial nadie es un maestro. El único problema podría ser la profundidad y novedad de los temas tratados y el interés que estos puedan crear, ya que esto último requiere tiempo, reflexión y vida vivida. En todo caso rescato el concepto de fijarse objetivos para aprender y tener un plan ambicioso, pues muchas de las barreras que nos limitan son imaginarias y esto sólo lo descubriremos probando. Aprender es un objetivo importante en la vida y tenemos que hacerlo parte de un plan cotidiano.

Estas simples consideraciones contrastan enormemente con cómo las escuelas en muchas partes afrontan el tema del aprendizaje, pues en vez de criticar los errores tendrían que motivarlos. No en vano, pienso que uno de los criterios para medir los resultados del sistema educacional sean los instrumentos que nos da para seguir aprendiendo durante toda la vida y esto implica cometer errores.