Hace exactamente un año empecé a practicar atletismo. Sí, a correr, a torturar a mis pies diciéndoles que pueden hacer mucho más que solo caminar. Recibí una invitación de un entrenador de atletismo que, después de verme correr torpemente, creyó en mí y me dijo que si practicaba, iba a ser una buena corredora.
Soy del tipo de persona que no se resiste a ese tipo de invitaciones: a practicar un deporte, a un viaje, a empezar algo nuevo. Lo primero que pasó en cuanto empecé a correr fue tener dolores muy fuertes en mis pies. “El dolor normal del corredor”, le llamaban, y mis amigos decían que ese malestar iba a desaparecer con los meses, que era cuestión de resistir.
Probé todo tipo de cremas, ungüentos, incluso pastillas antiinflamatorias. Estaba aferrada a la idea de que el dolor no me iba a vencer. Ya me había encariñado lo suficiente con el deporte como para abandonarlo.
Empecé a inscribirme en carreras de 5 kilómetros. En menos de un año ya había acumulado más de siete medallas, todas de participación y una sola por ganar en una competencia de postas, en donde participamos tres personas. Esta fue una de las experiencias más lindas de mi cortísima carrera deportiva.
Algo que disfruto mucho de este deporte es que te incentiva a viajar y, por ende, a hacer turismo. Gracias al atletismo conocí Loja, una ciudad bellísima ubicada al sur del país, bastante lejos de la ciudad donde vivo. El viaje de llegada nos tomó casi doce horas, en parte por desconocimiento del camino, pero igual era bastante lejos.
Volví a ir a la linda ciudad de Riobamba, la tierra de mis abuelos maternos, gracias a una carrera en el mes de noviembre del año pasado. De paso, aprovechamos ese día para visitar el volcán Chimborazo, otra experiencia muy bonita y que por primera vez hacía. El frío nos congelaba, pero más eran las ganas de llegar a la cima, o mejor dicho, al último refugio autorizado.
La ciudad costera de Salinas fue la sede de la última carrera en la que participé. Esta carrera es icónica, ya que lleva quince años realizándose y ya casi que es una tradición. Es bien recibida por los corredores, debido a que el organizador es una reconocida marca de supermercados a nivel nacional, y parte del kit de la carrera es entregar un bolso lleno de productos, entre esos alimentos no perecibles e incluso materiales de aseo.
Cabe recalcar que ninguna otra carrera a la que haya asistido me había regalado tantos productos, sin dejar de decir que la camiseta era de uno de mis colores favoritos (lila) y la calidad, muy buena. Llegamos a Salinas junto con mis amigos corredores: Yomaira, Corina, Anthony y Alexandra. Lo primero que hicimos fue retirar el kit de la carrera.
Como mencioné, todos salimos cargados de nuestras fundas de productos y emocionados por recibir el chip, el número y la camiseta. Lo que seguía era prepararnos y esperar la hora de la carrera. Eran casi las 11:00 y la carrera era a las 19:00. Así es, esta era una carrera nocturna. Iba a ser la primera vez que correría en la noche.
Mi desconocimiento me hacía no temer para nada esta temática de la carrera. Siendo una corredora amateur, ya había corrido en la Sierra y resistí, logré llegar con un tiempo decente, entonces, según mi conclusión: ¿qué tan difícil podría ser correr en la noche?
Volviendo al escenario de nosotros, guardando los kits en el carro y preparándonos para disfrutar de la playa: nos cambiamos de ropa y fuimos a refrescarnos un poco al mar. Alexandra decidió quedarse en las afueras de la recepción de un hotel porque quería descansar. Anthony prefirió descansar bajo un parasol frente a la playa. Corina, Yomaira y yo decidimos entrar al agua.
Mientras jugábamos con las olas, ya que había aguaje y el mar estaba un poco bravo, conversábamos, nos poníamos al día sobre tantos acontecimientos que nos habían pasado en lo que va del año. Dado que no nos vemos muy seguido, fue gracioso escucharnos y aconsejarnos sobre asuntos de la vida y del amor.
Muchas veces llegamos al running sin saber en qué nos vamos a convertir. En mi caso personal, confieso que me ha cambiado para bien. Me ha ayudado a no limitarme, a exigirle a mi cuerpo que rinda más. Las dos horas casi de entrenamiento son como recargar combustible, me sostiene no solo para el día sino para la semana.
Cuando corro, solo pienso en eso. De repente, sí llegan ideas de situaciones que anhelo o que me lamento, pero luego recuerdo que si no me concentro no voy a resistir dar una vuelta más a la pista. Entonces comienzo a hablarme y a animarme, me fijo si voy pisando bien, si mi braceo es el correcto, si estoy respirando bien. Entonces cualquier otro pensamiento se desvanece, porque ahora todo lo que importa es llegar a la meta.
No contentas con estar en el mar, decidimos subirnos a la banana, ese aparato inflable que te lleva a pasear por el mar y luego hacen una maniobra para botarte al agua. Yo ya tenía una experiencia previa de lo que es saltar en alta mar, con un chaleco salvavidas y sin saber nadar. Fue muy traumante, así que no quería arriesgar mi vida una vez más.
Sin embargo, la persona encargada de dar este paseo tenía la solución. Y me gusta eso en un vendedor: con tal de lograr cerrar una venta, piensa en las posibilidades de captar a su cliente. Él me propuso que viaje junto al chofer en un yate pequeño. Este mini barco era el que jalaba a la banana, entonces yo pude ir cómoda y segura, grabando toda la aventura de Corina y Yomaira.
Al retirarnos de la playa ya empezaba a pasarnos factura el hambre y el agotamiento. Supimos en ese preciso instante que no fue buena idea entrar al agua, pero no le prestamos atención. Nos dirigimos a almorzar y aquí cometimos nuestro segundo error del día, ya que escogimos un menú que incluía menestra de fréjoles, y estos nos ocasionaron dolor abdominal, sobre todo a mí, a Yomi y a Cori.
Eran casi las 15:30 y nos fuimos a bañar, a sacarnos toda la sal y a estar casi listas para la carrera. En mi caso ya me había puesto la licra que iba a usar. Se nos ocurrió ir por un café para que nos despierte un poco, dado que otro efecto del agua es producir sueño. Pero este lo acompañamos de un pequeño dulce de chocolate que compartimos entre todos.
Eran ya casi las 17:00 y se me ocurrió que sería buena idea hacerme trenzas en el cabello. Yomaira se emocionó mucho y dijo que también quería lo mismo, pero en toda la cabeza. Yo apenas quería unas tres, entonces me di la tarea de salir a buscar en el malecón de Salinas a las señoras que realizan trenzas.
Para que tengan una idea, estas señoras pertenecen a un gremio de artesanos. Usan una blusa que las identifica como artesanas de la playa, cargan una maleta —supongo que ahí guardan sus implementos como peines, ligas, geles o cremas— y en las manos cargan como un álbum de fotos donde se puede apreciar los diferentes modelos de peinados.
Caminé algunos metros sin éxito, ninguna de las señoras aparecía. Alguien nos recomendó ir a la feria artesanal, dado que ahí también podía encontrar a quien nos ayude con las trenzas. Una vez en el lugar quedamos impresionadas por la cantidad de artesanías: había desde aretes, pulseras, llaveros, ropa, carteras y muchos accesorios más.
Queríamos comprarlo todo, pero el presupuesto apenas si nos permitió llevarnos unos cuantos detalles para cada una. La primera en realizarse el peinado con trenzas, fui yo, no tomó más de quince minutos. Luego siguió Yomi, el de ella demoró un poco más porque eran en toda la cabeza. El resultado fue que quedamos lindas con nuestra nueva imagen.
Nos dieron las 18:30 y recién ahí comenzamos a apurarnos para ir a la carrera, que se suponía empezaba en media hora. Empezamos a preocuparnos porque, previo a una competencia, debes calentar antes de correr. Es decir, debes calentar siempre, pero en esta ocasión más aún porque ibas a exigirle a tu cuerpo que lo dé todo y a velocidad.
En resumen: no pudimos calentar. A duras penas estábamos vestidos. Visualmente, éramos los corredores que lucen super bien, pero de eso no se trata el running: ni del peinado ni del atuendo, sino de la preparación con la que llegues al día de la carrera. Cabe indicar que no somos atletas profesionales, pero entrenamos como tal.
La carrera empezó cerca de las 19:30. Calentamos un poco, sí, pero porque los propios organizadores dirigieron un pequeño entrenamiento para entrar en calor. Una vez dada la orden, salimos disparados a correr.
Anthony y yo corríamos 5 km; Yomi, Cori y Alexandra, 10 km. Yo estimo que había más de mil personas corriendo. Era toda una fiesta: puntos de hidratación, música, el tráfico detenido en varias calles. De ida me pareció que no fue tan duro, pero ya de regreso sentí que no podía más.
Me preguntaba por qué estaba haciendo eso, en vez de estar en mi cama viendo una película. Siempre lucho con los pensamientos que aún se resisten a tener una vida de atleta o que me cuestionan si vale la pena hacer lo que estoy haciendo.
Son pensamientos intrusivos que no tienen lugar en mi vida. La respuesta a todo eso es: claro que vale la pena. Llevo cerca de un año sin padecer ningún problema de salud. He aprendido a manejar el estrés y mis emociones. Mi corazón late con fuerza. No he logrado ni la mitad de lo que espero con este deporte, pero en el reloj de mi vida, estoy a tiempo y justo donde debería estar.
¡Que viva el deporte, cualquiera que sea este! Ese que te reta y motiva, que te premia cuando logras tus objetivos, que te mantiene sana y enfocada, y que no te permite caer en depresión porque su objetivo es mantener tus hormonas y emociones en armonía. Y que viva siempre la gente como tú y yo, que amamos destinar un poco de tiempo para cuidar de nuestro cuerpo a través de una actividad deportiva.
Gracias por leer, Con amor, Paola