Cuando se piensa en pintura barroca, normalmente uno se centraría en los italianos y, entre ellos, ineludiblemente en Caravaggio: en su dominio del escorzo —el trabajo de los volúmenes para dar tridimensionalidad—, en el juego magistral de luces, en la expresión tan teatral y tan esencialmente humana de sus personajes. Caravaggio es sin duda uno de los referentes de la pintura europea en la Historia del Arte: una vida de excesos, de escándalos y de la calle; un talento fuera de serie, que supo tomar lo mejor de las escenas entre callejones y llevarlos al lienzo, para plasmar finalmente lo que a la época le satisfacía y Roma necesitaba.

No es trabajo menor llegar de provincia para establecerse en el estrellato romano. De talleres sencillos a los más altos círculos de la corte, Caravaggio supo inmiscuirse en la sociedad de tal forma que logró complacer a todos, a pesar de su personalidad explosiva y sus tendencias más que narcisistas. De los andrajos a los lienzos, de las pinceladas a la creación de una doctrina propia, que le dejaría un espacio perpetuo en el periodo barroco. Caravaggio supo manejarse ágilmente, supo responder bien —hasta que la cordura se lo permitió. Diría Gilles Lambert de la Universidad de La Réunion, en Saint-Denis, que él «colocó la oscuridad en el claroscuro». Y cómo no: el dominio absoluto de la línea de expresión, la claridad de los gestos, la intencionalidad de la musculatura y la soltura de las telas no pueden dejarse de lado en ningún momento. Los grandes brillan por sí mismos.

Sin embargo, la sombra titánica de Caravaggio vela muchas veces a los grandes que se gestaron en su escuela. Una vez instaurado el caravaggianismo, no hubo quién no se diluyera bajo el telón del escenario del maestro milanés. Instituciones enteras se dedicaron a impartir su estilo y sus formas, y Caravaggio se enraizó en la cultura italiana de una manera muy natural: su arte respondía bien a las necesidades de la capital, y al carácter mismo de su país —tan terriblemente impactante, tan inevitablemente dramático. En fin, tan barroco. Muchas veces —quizá demasiadas— esa misma sombra es la que priva al mundo del brillo un poco menos poderoso de otros, que se quedan rezagados en el olvido. Tal vez por menos talentosos, tal vez porque no llegaron a tiempo —tal vez, por ser mujeres. Es ése el caso de Artemisia Gentileschi.

De sangre romana, su padre no pudo más que entregarse a la ola masiva de Caravaggio. Él se adoctrinó bajo esa corriente explosiva, y permitió que sus hijos se empaparan del mismo flujo avasallador. De todos estos, la única que realmente resaltó por la naturalidad con la que se desempeñaba fue ella: con bastante más celeridad que sus hermanos, aprendió cómo dar brillantez a los cuadros y técnicas complejas para empastar el color. Destacó por su destreza con la línea y la proporción, y muy pronto hizo suyo el escorzo: la tridimensionalidad era para ella una extensión más de su propia esencia. Sin embargo, a pesar de que encontró un ambiente cómodo en el caravaggianismo, la manera en la que abordó ciertos temas siempre fue diferente: tal vez, con una fuerza mucho más femenina.

A los diecisiete años firmó su primera obra —Susana y los viejos—, y consiguió sorprender a la Academia. Sin embargo, la soberbia profundamente machista de la época se escudó en la exclusividad de acceso masculino para no dejarla formar parte de sus círculos más selectos. Eso no la detuvo: consciente de su talento, su padre pidió a uno de sus más cercanos colegas —Agostino Tassi, paisajista ya reconocido entre los círculos romanos—, que la aceptara como decoradora de las bóvedas del Casino delle Rose, en el Palacio Pallavicini Rospigliosi de Roma. Así se desarrolló como una profesional seria por dos años, en los que su relación con Tassi se volvió forzosamente más cercana y, a su pesar, terriblemente más íntima. Con el paso de los días, el colega de su padre pareció confundir lo que era el trabajo en equipo con otra cosa y su presencia se volvió, a lo menos, incómoda.

En 1612, Tassi la violó. Aterrorizado por la furia de su padre, el paisajista juró casarse con ella para no manchar su reputación: lo último que quería era condenarla a una vida de miseria, después de haber construido juntos una vida profesional prometedora y prolífica. Aunque en realidad, esa nunca fue su intención: era un hombre casado con una familia ya establecida, y prefería la comodidad de su casa a la vergüenza pública de una mujer manchada antes del matrimonio. Fue entonces que Artemisia y su padre procedieron legalmente, y expusieron su caso ante el tribunal papal de Paulo V. Resultó ser que Tassi había cometido adulterio varias veces, se acostaba con su cuñada de manera regular, y planeaba matar a su esposa para continuar con su vida licenciosa. Además, planeaba robar varias de las obras no firmadas de la familia Gentileschi, para venderlas como propias una vez que saliera de Roma.

Del proceso se tiene un registro exhaustivo y minucioso, del que permanece el testimonio de la artista romana. En su apología, Artemisia describe con detalle —casi teatral— la manera en la que Tassi cerró la puerta de su cuarto con llave, cómo la desvistió a la fuerza y la manera en la que ella logró zafarse. Termina el testimonio como sigue:

[…] y le arranqué un trozo de carne.

La violación de Artemisia fue muy sonada entre las figuras más importantes de la época, y Tassi fue condenado por estupro. De esa marca no se limpió nunca, y su carrera entera se vino abajo.

De la pasión arrebatada de este encuentro, Artemisia pintó Judith decapitando a Holofernes. Caravaggio tiene la misma escena, pero de la obra de Gentileschi destaca el realismo con el que la sangre sale a borbotones del cuello de Holofernes: el colchón en el que está acostado escurre de rojo, la espada corta ya la mitad del cuello —y se nota la suavidad de la carne, cómo cede, cómo se corta tan fácilmente— y se adivina la incisión en la vena aorta por el borbotón oscuro que sale disparado hacia Judith. En la del milanés, sin embargo, solamente se ve un chisguete. Es cierto que en la propuesta de ambos hay un dramatismo espectacular, que asombra, que deja una impresión en el espectador. Sin embargo, si de realismo se trata, el trabajo de Gentileschi es mucho más preciso, más límpido, más cercano al salvajismo de una realidad vivida en carne propia.

Es común que la obra de Artemisia se confunda con la de Caravaggio, a pesar de que él murió cuando ella apenas estaba empezando. No es casual: tal pareciera que el pincel magistral del maestro fue equiparado por el de una artista diluida en el hilo continuo de la Historia, que no perdona origen ni género. Sin embargo, Gentileschi vio el final de sus días en una tesitura mucho más gloriosa que el milanés: encontró lugar en Nápoles, y más tarde se trasladó a Londres para reunirse con su padre en la corte de Carlos I. Al correr de los años, tras la muerte de su padre y después de ser la pintora oficial del rey, se volvió nuevamente a tierras napolitanas, donde pasó sus últimos días. Teatral, vigorosa, magnífica: Gentileschi es sin duda uno de los íconos del barroco italiano, a pesar de los infortunios a los que se debe someter una mujer para formar parte.