Voy a Venecia desde 1993 y no ha habido un solo año en que no regresara. He preferido dormir en el suelo antes que pasar la noche en Mestre o en Padua. También he dormido en el antiguo estudio del mayor artista veneciano, en hoteles grandes y pequeños, en casas de amigos, en más de un sofá. Muchas veces viajaba toda la noche, porque era más barato y así ganaba un día entero en la ciudad.
Al amanecer, después de un viaje nocturno, llegaba agotado, encerrado en un compartimento de seis asientos donde intentaba dormir. Pero cuando la primera luz se colaba por las ventanas, me incorporaba para mirar afuera. Y entonces, al llegar, la belleza de Venecia me dejaba sin aliento.
La ciudad emergía de la noche con sus cúpulas y agujas recortándose en el cielo, con las fachadas de los edificios reflejadas en el agua. Es como si Venecia hubiese sido creada para ser contemplada al amanecer, bañada por esa luz que la engrandece y embellece aún más.
Muchas veces, sobre todo al principio, no pagaba el vaporetto. Pero los mejores aperitivos, sin duda, los disfruté en las altanas, las famosas terrazas de madera que coronan muchos tejados.
Las primeras visitas fueron con Francisco y con Paulina, quienes, maldita sea, ya no están. Después incluso tuve la Carta Venezia, que costaba menos que un autobús en Roma. Iba casi todas las semanas, o al menos una vez al mes, para encontrarme con mi pareja de entonces, hoy mi marido.
Recuerdo la llegada de un brillante embajador, Don Mariano Fernandez, desembarcando en plena Plaza de San Marcos con Arriva il Cile. Luego la Academia de Bellas Artes en Sacca Fisola, con Percorsi inpossibili (Rutas imposibles), como me recuerda Gianfranco.
En ese contexto nació la muestra Corpi dipinti, expuesta en el Centro Cultural de Le Zitelle, en la Giudecca, que involucró a cien artistas latinoamericanos seleccionados por el fotógrafo Roberto Edwards, con itinerancia en 32 museos del mundo. En el mismo edificio exponía Pedro Almodóvar, y en el ascensor uno podía cruzarse con Yoko Ono, eterna figura irreverente.
En otra ocasión, la llegada de Liz Taylor puso el broche de oro a la apertura oficial del Festival Internacional de Cine de Venecia (la Mostra), con una cena de gala en beneficio de los enfermos de sida. También llegué a compartir góndola con una estrella de la música electrónica, o con directores de museos rusos en un viejo barco entonando Bella Ciao y La Internacional. Organicé una maravillosa muestra en la IUAV y di visibilidad a jóvenes artistas con SupermercArte en Mestre.
Convertimos el bar de la Palanca y los talleres de la Giudecca en nuestro Comité Central. Alguien bromeó diciendo que esperábamos ansiosos las instrucciones del Kremlin.
En una Bienal, empapelé la ciudad con los rostros de veintiséis artistas italianos, Autori/tratti. Me gané la ira de una directora y la envidia de un gran curador, con mayúsculas.
Tuve el privilegio de visitar el Guggenheim de manera privada una vez al mes, gracias a una amiga que me incluyó en el Guggenheim Public. Fui curador en la Bienal y recibí una Mención de Honor del jurado internacional. «Solo tú sabías», me dijo la viuda de un artista fallecido en los noventa.
Junto a Marco Müller , director en esa época, de la Muestra Internacional de arte cinematográfica de la Bienal de Venecia, fuimos padrino de honor en la edición 2008-2009 del Premio «La Colomba».
He sido varias veces comisario en la Bienal; de hecho, me siento un veterano. Recuerdo haber charlado de todo esto con un arquitecto que admiraba, sin saber que al día siguiente ganaría el León de Plata. Caminé la alfombra roja más de una vez, con las películas La Frontera y Il Postino. Llegué a desayunar descalzo en uno de los yates más grandes amarrados en el Gran Canal, invitado por un empresario judío inglés afincado en Nueva York, que además nos prestó una obra para el pabellón.
Conocí a uno de mis grandes amigos y le escribí un poema donde le contaba todo lo que se había convertido, para mí, Venecia. Mientras tanto, mi pabellón volvía a ser premiado: Monolith Controversies ganó el León de Plata. El 2014 fue también el año en que me convertí en agregado cultural de Chile en Italia.
Es una historia larga y hermosa, que ni siquiera entonces terminó. El año pasado, sin ir más lejos, se concedió el León de Oro a la Trayectoria a Cecilia Vicuña, una poeta a la que admiro y conozco desde hace más de treinta años.
Y hace unos pocos días tuvo lugar el finissage de mi muestra Motion of a Nation. Treinta y un artistas y un colectivo reflexionando sobre la idea de nación. Una exposición que documenta un recorrido singular a través de un símbolo de la iconografía —las banderas— que son pertenencia, pero también harapos sin sentido.
Un signo de identidad, sí, pero que a veces se convierte en prisión, en frontera, en límite, en excusa para el conflicto político, económico o bélico. Al acabar el finissage, todos a la plaza, convocados por los verdaderos venecianos: spaguetada antifascista. En la Giudecca.
Ayer, como hoy y como siempre, en la ciudad menos sensual de Italia, que —como decía anoche en una cena con nuevos amigos— quizás por eso es también la más romántica.