“Conocí a un rey aquejado de demencia precoz cuya locura consistía en creerse rey”. Con esta cita del mismo autor, comienza el libro escrito por Francis Picabia, Jesucristo Rastacuero (1920). En estas catorce palabras nos esboza la falta de respeto que tenía hacia la autoridad, pero no solamente la autoridad política, sino también aquella que se deriva del estándar al que pertenece el mundo del arte, esa posición sacral que ostentaban los artistas. Gabrielle Buffet, crítica de arte, escribió en la introducción del libro que “La obra de arte no ha perdido su razón de existir, ha perdido el valor”. Eran los tiempos de la Primera Guerra Mundial, y los artistas de la época formaban parte de una cultura aburguesada, desconectada de las consecuencias del contexto bélico; en el establishment cultural, el materialismo, el consumismo y el individualismo eran los valores dominantes; desde ese estado de cosas, se desarrolla un fuerte flujo artístico reaccionario: el dadaísmo.
Francis Picabia (1879-1953) fue un pintor y escritor francés que formó parte de los movimientos culturales cubistas, dadaístas y surrealistas. Fue un provocador e innovador, y tuvo un papel fundamental en las transformaciones del arte en el siglo XX. Marcel Duchamp lo reconoció como una inspiración que fue determinante para romper con los convencionalismos tradicionales en los que se movía en aquel entonces. Lo calificó como un “negador”; que sus conversaciones Picabia siempre las acompañaba con un ‘No, pero…’ o un ‘Sí, pero…’, pero que este cuestionamiento constante era parte de su juego intelectual, aunque también era su profunda necesidad de defensa ante las convenciones que tanto despreciaba.
Jesucristo Rastacuero es uno de sus libros con un título muy fuerte, colocando en un paralelismo a la principal figura religiosa de Occidente con el término rastacuero, una persona advenediza, un vividor. La fuente de todo amor, bondad e inteligencia, el Alfa y el Omega, el principio y fin de toda existencia, es vapuleada con una palabra: rastacuero.
Ya sea en el plano terrenal o en el plano espiritual, entendemos la ausencia total de respeto hacia cualquier figura de autoridad de parte de Picabia. Sin embargo, no creamos que era una posición ideológica ligera; todo lo contrario, era una sólida posición ideológica.
Escribió en su libro: “Imagino esto: ¡Jesucristo, jockey! Sí, se convierte en un reclamo para las masas, comienza la carrera, todo el mundo apuesta por él; resultado para los apostadores: nada”. Inferimos de este párrafo que Jesús el Salvador es la carrera por la salvación; los humanos apuestan por él (espiritualmente), pero no hay respuesta “tangible” para ellos, no hay la tal suplicada salvación.
Francis Picabia frente a lo religioso
Si bien Picabia y el dadaísmo tenían una postura crítica de la religión, evidentemente este rechazo estaba dirigido a la falsa espiritualidad, aquella que buscaba en una institución su salvación; desdeñaba la hipocresía. “Sóis todos pedazos de hielo y queréis hacerme creer que ese hielo arde y se consume como el sol. Vuestro corazón se funde, eso es todo, y el líquido tibio que se escapa de él no sirve sino para hacer flotar un cuerpo pequeñito, frío y sucio al que llamáis alma”. Se mofaba con ironías, con palabras y conceptos fuertes, desconfiaba de la frivolidad de las creencias religiosas; recordemos el contexto de la guerra y las miserias que provocó.
También, siguiendo la idea nietzscheana, Picabia atacaba la represión del cuerpo promovida por la moral cristiana. “... Nuestro falo debería tener ojos; gracias a ellos podríamos creer por un instante que hemos visto el amor de cerca”. Rechazaba la idea “romantizada” del amor y lo reducía al concepto de una reacción química que se manifiesta ante “corrientes invisibles”.
“La historia del hombre que mascaba un revólver”
La escritura de Picabia poseía, además, un tono surrealista que, aunque pueda parecer absurdo, revela, al desentrañarla, los sentimientos de miedo ante la muerte y la resistencia a aceptarla, tanto en los hombres en general como, quizás, en él mismo. Ejemplo de esto es “La historia del hombre que mascaba un revólver”.
Esta extraña acción nos brinda una metáfora de la lucha interna humana contra la inevitabilidad de la muerte. Decía: “El hombre ya era viejo; desde su nacimiento se entregaba a esa extraña masticación. En efecto, su arma extraordinaria debía matarlo si se detenía un instante; era consciente, sin embargo, de que de todos modos, algún día el revólver saltaría y lo mataría; a pesar de todo, sin fatigarse, continuaba mascando…”. A través de este acto insensato, Picabia nos revela una dependencia entre la persona y su destino; el revólver puede simbolizar tanto el poder como la fragilidad en cada instante de la vida, y, a pesar de ser consciente de que la fatalidad puede ser inminente, continúa mascando, con una resistencia irrazonable ante lo inevitable.
No solo escribía sobre los miedos de manera irónica; a mi entender, también tenía una posición firme contra la hipocresía filosófica. Luego de acusarlos de ser “meditadores de las nubes saladas” (que podríamos interpretar como una superficialidad de pensamientos), cuando vuelan sobre esas nubes, no queda más que “la bufonería del agua dulce” (ideas vacías o sin substancia). Es un ariete lanzado al corazón de los filósofos y pensadores, que aspiraban a la sabiduría y se encontraban atrapados en la confusión, desconectados de la realidad humana. “Cuando alguien habla, su mandíbula inferior me da vergüenza; el interior de su boca es un cielo negro. No puedo amaros, me detesto”.
Claro que la vida amorosa y el dolor por la traición de un amigo se coló también en este libro. Picabia estaba casado con Gabrielle Buffet; sin saberse la fecha exacta, su mujer y su mejor amigo, Marcel Duchamp, su “copiloto”, se enamoraron. Este suceso no acabó con el matrimonio sino hasta el año 1930, pero a la fecha de la edición de este libro, la traición amorosa ya había sucedido.
“El amigo de una pareja muy unida se convierte siempre en el amante de la señora… No veo qué explicación dar; es más cómico que triste pensar que la novedad tenga un valor que iguala al valor, y por eso no hay diferencia entre un dentista y un pintor”. Colocar al dentista y a un pintor en igualdad es una comparación irónica; ambos servicios son necesarios, pero poco interesantes. Este es un pasaje realista que no necesita ninguna interpretación. Luego continúa escribiendo sobre el “placer de hacer trampas”, pero sin ocultarlas; que las trampas debían ser para perder, porque si se las hace para ganar, se pierde uno a sí mismo. Por cierto, estos fragmentos tienen una carga moral y personal muy patente.
En mi opinión, en el último capítulo es cuando Picabia se revela con una crítica mordaz hacia el arte y la figura del artista.
El fragmento refleja su posición frente a la naturaleza del arte y la figura del artista. En primer lugar, la idea de que los artistas son el “resultado de la avaricia de la naturaleza”, entonces, ¿son creadores genuinos, o la naturaleza se aprovecha de ellos? Vemos que hay una degradación de su figura. Pero lo más crudo es cuando escribe que “el poco espíritu que tienen les es concedido por la maldad”, sugiriendo, así, que el arte surge de un lugar oscuro. Por último, señala que en cualquier obra artística no hay creación superior; todas son semejantes. La mejor de las obras es vista desde las convenciones humanas y sociales; todo es una imitación de algo que ya existe. Por eso su desprecio hacia los artistas que creen pertenecer a una especie única, privilegiada. Como un verso taoísta, indescifrable, finaliza su libro “para que no haya equívocos”, de esta manera: “DADA es huidizo, como la Imperfección. No hay mujeres bonitas, así como no hay verdades”.
La ironía de Francis Picabia al referirse al “rastacuero” es una crítica a la hipocresía de las instituciones, incluidas la religión y el arte. El autor prefería ese Jesucristo marginal; buscaba así la autenticidad en un mundo de posturas y artificios, utilizando el humor y la ironía para desmantelar conceptos sacrales en todos los campos. El rastacuero es un rechazo al materialismo y un símbolo de resistencia y autenticidad en medio de un mundo superficial.
La obra de Picabia es más filosófica de lo que él mismo hubiera querido, tal vez. Una crítica a las religiones como herramientas de control, a la noción del pecado, a la sacralidad de los artistas, a la autoridad, al amor… a veces narrado como poesía, otras con un estilo irónico y otras con un tono enérgico. Ezra Pound (1885-1972), poeta, ensayista y crítico literario estadounidense, conocido por su influencia en la poesía moderna y su papel en el desarrollo del movimiento vanguardista, lo elogió públicamente por su habilidad de manejar conceptos abstractos con facilidad. “La pintura de Francis Picabia quizás no sea convincente cuando se reproduce, pero la inteligencia de su último libro es otro asunto”, reconoció en aquel momento, refiriéndose al libro Jesucristo Rastacuero.