Inés era la más bella de las niñas, tenía ojos verdes un tanto achinados, y un pelo fino y rubio, su flequillo se lo hizo frente al espejo del ropero de su cuarto, con unas tijeras que encontró un día que estaba enojada,
Inés tenía que estar siempre perfecta frente al espejo, su pelo tenía qu estar bin peinado y sus dientes limpios, su ropa blanca y no se la podía manchar; era tal la exigencia que le gustaba verse delgada, la sensación de hambre y delgadez le compensaban sus emociones revueltas y cualquier otro malestar.

Era la única hija de una pareja de ya casi ancianos, Segundo su papá tenía 70 años, su mamá Ana estaba cerca. Vivían en una estancia que producía yerba mate, la forma de de producción replicaba exactamente el modo que había en sus entonces, aprendido y desarrollado por los jesuitas para aliviar la tarea, de los indígenas, de recolectar las plantas del monte.

La estancia tenía una casa muy grande, proyectaban en sus inicios numerosos hijos, pero solo Inés finalmente llegó. Sus grandes ventanales se direccionaban a los cultivos, de yerba mate perfectamente alineados, entremezclados con las conexiones de tierra colorada. Las tierras habían sido adquiridas por su padre, compradas a revendedores de la gran venta de tierras fiscales de finales del siglo XIX en Misiones, ya habían pasado 30 años de la adquisición.

Las consecuencias de la venta de tierras fiscales, hizo que los latifundios fueran predominantes en la zona, y que pocas colonias de inmigrantes se asentaran, lo que justificaba la falta de progreso y desarrollo.

Inés tenia exactamente 17 años, y poco entendía de las cuestiones de progreso, ella solo disfrutaba del bienestar, que le otorgaba a su familia el excedente de las ventas de yerba mate a otras provincias, como los objetos traídos especialmente desde Buenos Aires para decorar la gran casa, la vajilla nueva para las reuniones sociales, o el fonógrafo que reproducía a los mejores cantantes de la época. Su caja musical, la bailarina que veía girar una y otra vez en su habitación mientras esperaba, ella siempre estaba esperando que los presentimientos le advinieran, Inés tenía un don especial.

Caminaba a través de los yerbatales en compañía de las mujeres criollas que ayudaban con los quehaceres de la casa. Una pequeña comunidad se había asentado en la estancia, personal para el cultivo y los galpones de secado. Familias enteras viviendo, de lo que se denominaba entonces, del oro verde.
La estancia albergaba, durante los fines de semanas reuniones sociales, de los recientes migrantes internos, familias de la elite, que se asentaban en Misiones, incluyendo la construcción de suculentas casas en los entornos. Comenzaban usualmente con música del fonógrafo que Inés hacía tocar, mientras Ana ponía a disposición de los invitados las delicias, que le había llevado programar y cocinar, durante toda la semana. La vajilla era emplazada en la larga mesa del comedor, junto con manteles especialmente traídos de España y la vajilla inglesa que incluía fuentes de diversos tamaños, una ensaladera de pie de porcelana, que tenía pequeñas flores de color rosa dibujadas.

Las reuniones sociales de la estancia de Inés eran conocidas regionalmente y concurridas por los nuevos estancieros y sus familias. Los Arestegui, los Mitchel y Filips, todos tenían asistencia infaltable a las reuniones con sus hijos más pequeños, Inés era la más grande del entorno. Las reuniones empezaban con el atardecer y continuaban hasta la medianoche cuando el reloj de pie de madera antigua hacía recordar que la alegría siempre tiene un fin, para adentrarse en la cotidianeidad de la Estancia, días de mucha producción y de mucho trabajo.

En el escritorio de Segundo se guardaban los libros escritos a mano, que ocupaban una mesa entera, en el que se registraban las toneladas de producción, los clientes en el extranjero, el costo de envío a través de las balsas que recorrían el río Paraná. Todo un sistema económico de engranaje que funcionaba perfectamente, y no daba lugar a ningún tipo de pérdidas. Mientras los negocios eran óptimos y toda acontecía de manera regular en la estancia, Inés tenía otro tipo de padecimientos, cuando se adentraba en sus presentimientos, sus visiones.

Poco querían hablar sus padres de lo que le acontecía a Inés, largas jornadas pasaba dentro de su habitación a veces hablando sola. Muchas eran las veces en las que Ana la encontraba parada como divagando en sus pensamientos, ensimismada a un punto máximo. Lo que acontecía a Inés era un secreto guardado bajo siete llaves, la máxima preocupación de su padre era conseguirle el candidato apropiado, para garantizar la descendencia que le diera continuidad a su proyecto productivo, eso era lo único que anhelaba.

El problema de Segundo era casar a Inés con alguien de su misma jerarquía, tarea difícil en los tiempos que corrían, con tantas personas nuevas arribando a la región, muchos sin pruebas, contundentes, de su origen. Y mientras Segundo pensaba en casarla, Inés solo pensaba en quedarse sola, había encontrado en la soltería una especie de disfrute, de confort, sus momentos de soledad en la habitación le permitían conectar con otros mundos, a veces pensaba que podía aproximarse a experiencias de vidas pasadas, no tenía mucha precisión.

Después del almuerzo todos los días se encerraba a navegar por ese mundo de exaltaciones, entrecruzada con recuerdos de otras vidas, sus presentimientos, sus delirios, su alucinación.