El filósofo griego Aristóteles afirmaba en su Ética a Nicómaco (349 a.C.) que «la amistad no solo es necesaria, sino que además es bella y honrosa». De la misma forma, el escritor y filósofo estadounidense Ralph Waldo Emerson señalaba en su Ensayos: Primera Serie (1841) que «un amigo es una persona con la que puedo ser sincero. Ante él puedo pensar en voz alta». Mientras que el filósofo, historiador y escritor francés Francois-Marie Arouet (más conocido como Voltaire) indicaba en su Diccionario filosófico (1764) que «la amistad es el matrimonio del alma, pero sujeto a divorcio. Es un contrato tácito que realizan dos personas sensibles y virtuosas». Asimismo, el filósofo alemán Friedrich Nietzsche manifestó en su obra Así habló Zaratustra. Un libro para todos y para nadie (1883-1885) que «si se quiere tener un amigo hay que querer también hacer la guerra por él». Por su parte, el escritor irlandés Oscar Wilde aseveró que «un verdadero amigo te apuñala de frente». Todos estos conceptos mencionados aparecen sugeridos, entre líneas, en muchas páginas del revelador libro Eternidad de la Noche. Cartas de César Moro a Emilio Adolfo Westphalen. 1939-1955 (2020, Fondo de Cultura Económica). Y en otras páginas dichos conceptos están perfectamente evidentes y detallados.

Vale realizar aquí una breve presentación de ambos importantes personajes de la cultura peruana del siglo XX. En primer lugar, César Moro (Lima, 1903-1956), cuyo verdadero nombre era Alfredo Quíspez-Asín, no tiene pelos en la lengua y no le interesa que mucha gente lo quiera. Este valioso poeta y pintor peruano, que organizó en 1935 la primera exposición surrealista en Latinoamérica, fue parte de este vanguardista movimiento literario y artístico. Entabló amistad con André Breton, Wolfgang Paalen y el resto de miembros del grupo. En 1940 publicó en México, donde vivió durante casi una década, la revista El Uso de la Palabra. En este país también publicó Le Chateau de Grisou (1942) y Lettre d’Amour (1943). En el Perú fue maestro de francés en el colegio Leoncio Prado (el Premio Nobel 2010 Mario Vargas Llosa recuerda haber sido su alumno) y publicó el libro Trafalgar Square (1954). En Francia tomó clases de danza clásica. Y en 1976 la editorial inglesa Oleander Press publicó una antología de sus poemas bajo el título de The Scandalous Life of César Moro. Por su parte, José Carlos Cabrejo Cobián, catedrático y Dr. en Literatura Peruana y Latinoamericana, afirma en la página 133 de su libro Cuerpo y surrealismo. De la poesía al cine (2023, Fondo Editorial de la Universidad de Lima) que el poeta Moro «lleva hacia el español la imaginería surrealista francesa». Y en la página 48 agrega que «el título del célebre poemario surrealista de César Moro ‘La tortuga ecuestre’ es una elocuente muestra de ello, al asociar el sustantivo que corresponde a un animal caracterizado por su lentitud con un adjetivo propio más bien de animales rápidos como los caballos». En esa misma página, Cabrejo Cobián indica que «el surrealismo armoniza la cercanía y la distancia, las convierte en unidad».

No quiero dejar de mencionar la imagen positiva que existía en el ámbito académico acerca de la poesía de Moro. Al respecto, la catedrática y crítica literaria belga Emilie Noulet (1892-1978), quien formó parte de la Academia Real de la Lengua y la Literatura Francesa de Bélgica, que trabajó en la Universidad Libre de Bruselas y tuvo a su cargo la primera edición integral de la poesía de Stéphane Mallarmé, escribió en 1944: «Hijos brillantes de descendencia peligrosa, tales se manifiestan los poemas reunidos por César Moro bajo el título de El castillo de grisú. Del surrealismo tienen la yuxtaposición libre de imágenes (…) Toman del simbolismo las vías indirectas de la metáfora (…) De Rimbaud heredan su lujo sensorial (…) La principal cualidad de Le Chateau de Grisou es su bello vocabulario; riqueza, variedad; todas las palabras cantan. Notables también las aliteraciones, a menudo mezcladas de asonancias, que bastan por sí solas, a veces, para crear la calidad mágica del verso (…) Así, el libro de César Moro, como tantos otros hoy día, confirma el rol preponderante, vital, consolador, vengador de la poesía en una generación obligada, por otra parte, a callar desesperadamente» (páginas 290, 291 y 292).

Igualmente, en diciembre de 1943, en la revista canadiense La Nouvelle Releve, el destacado crítico literario suizo Marcel Raymond escribió sobre su poesía: «Lugar surrealista este Chateau de Grisou en el que el señor César Moro encierra sus sueños y establece su morada para dialogar con la noche y las estrellas o, simplemente, para prestar oído al lenguaje de los objetos, mudos para aquel que no sea poeta (…) hace de cada poema una obra, un pequeño universo cerrado con una lógica propia» (páginas 295 y 296).

Por su lado, el poeta Emilio Adolfo Westphalen (Lima, 1911-2001) fue autor de Las ínsulas extrañas (1933), Abolición de la muerte (1935), Belleza de una espada clavada en la lengua (1986), entre otros poemarios. Estudió derecho y literatura en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Fue director de la revista Las Moradas. Trabajó como traductor para las Naciones Unidas en Nueva York durante ocho años. También fue traductor para la FAO (Food and Agriculture Organization) en Roma. Laboró como agregado cultural del Perú en Italia, México y Portugal. Fue catedrático en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos y dirigió la revista Amaru de la Universidad Nacional de Ingeniería. Su esposa Judith fue pintora y estuvieron casados 54 años (1922-1976) hasta que ella falleció. Recibió el Premio Nacional de Literatura 1977, la Orden del Sol del Perú 1995, el Premio Internacional de Poesía Miguel Hernández 1998, entre otros reconocimientos. De él dijo en 1978 el gran bardo mexicano Octavio Paz que «Emilio Adolfo Westphalen es uno de los poetas más puramente poeta entre los que escriben en español. Su poesía no está contaminada de ideología ni de moral ni de teología. Poesía de poeta y no de profesor ni de predicador ni de inquisidor. Poesía que no juzga, sino que se asombra y nos asombra».

Además, el premiado poeta peruano Arturo Corcuera escribió estos versos sobre su amigo Emilio Adolfo en las páginas 162 y 163 de su libro Vida cantada. Memorias de un olvidadizo (2017): «¿Has visto a Dios? ¿Tu poesía tiene algo de su luz? / ¿Has transitado por la enmarañada selva oscura? / ¿Has visto transportar las almas de los muertos por aguas del Estigia? / En la tierra, en el aire o el sueño ¿cómo estás Emilio Adolfo? / Y me parece otra vez oír tu voz en el rumor del aire: / ¡Bien, bien!».

Una amistad trascendente y de mutuo apoyo

Moro y Westphalen son dos poetas con intereses culturales comunes, no siempre están de acuerdo en sus decisiones literarias o de índole personal, pero hay un aprecio y un apoyo mutuo, constante. En el caso de Moro, notamos que él siempre le está recomendando libros o sugiriendo que conozca personajes interesantes. Además, permanentemente le transmite su estima por Judith, la esposa pintora de Westphalen. En resumen, es muy emocional e intelectual lo que Moro comparte de manera frecuente con su amigo. Emilio Adolfo (según leemos en las cartas de Moro) parece brindarle algo similar, pero además le ayuda a solventar, durante años, la economía personal a César. Es decir, cuando Moro tiene apremios monetarios recurre a Westphalen para pedirle que lo saque de apuros. Y en la gran mayoría de ocasiones, su amigo lo apoya. Esta enorme generosidad de Emilio Adolfo genera que el lector le tome consideración como persona, aunque no se pueda leer ni una sola palabra escrita por él en todo el libro. Incluso, Westphalen visita a la progenitora de Moro, quien le expresa: «Aprecio mucho y te estoy muy agradecido por las visitas que le haces a mi madre» (página 36). Y luego agrega: «Mi madre me comenta que está considerando invitarte a cenar uno de estos días, tal vez ya lo hizo» (pág. 37).

Cabe resaltar que Moro se muestra sinceramente agradecido con su bondadoso amigo: «Apenas tenga un trabajo que cubra mis necesidades te diré que no me mandes más dinero, pues sé cuánto estás sacrificando por mí, por el momento, sin embargo, es solo gracias a tu apoyo que voy sobreviviendo» (pág. 54). Sin embargo, también existe solidaridad por parte de Moro ante los días complicados de Westphalen: «Me entristece bastante saber que estás tan desanimado, ¿por qué no te vienes para acá? Eso debe sonar como aconsejarle a alguien un baño de plomo fundido, pero ¿cómo saber? En todo caso, sería un cambio, ¡y me daría muchísimo gusto que estuvieras aquí!» (pág. 127). Asimismo, alienta a su amigo a salir del país: «Lo que apruebo totalmente es tu idea de dejar el Perú, ya es hora e incluso ¡más que hora! ¿Por qué no consigues algo en México?» (pág. 194). Además, se preocupa por la salud de la familia de su amigo: «Espero que tu hermana vaya mejor y que no sea necesario operarla» (pág. 183).

Igualmente, Moro quiere internacionalizar en México (donde residió muchos años) el trabajo intelectual de Westphalen: «Octavio Barreda, con quien estuve el otro día, me pidió que le diera algunos textos. Le propuse un artículo tuyo, el de tu conferencia sobre Melville. Por tanto, espero el texto para publicarlo en El Hijo Pródigo, la revista que tiene a su cargo» (pág. 274). Es pertinente indicar que esta prestigiosa revista fue creada en 1943 por Barreda y Octavio Paz, Premio Nobel de Literatura 1990. La revista duró hasta 1946 y tuvo 42 ediciones. Aquí publicaron Alí Chumacero, Xavier Villaurrutia, Gilberto Owen, Carlos Pellicer, entre otros.

También Moro le comenta a Emilio Adolfo que su amigo Wolfgang Paalen (pintor austríaco-mexicano) ha recibido una misiva del poeta francés André Breton (fundador y figura principal del surrealismo), donde dice: «Hoy le llegó una carta de Breton en la que se refiere a nosotros: me pide una disculpa por su silencio y habla de una actividad que está proyectando realizar por todo el mundo con los siguientes representantes -te lo digo con ciertas imprecisiones, ya que Paalen me leyó el párrafo por teléfono-: tú en el Perú, Asturias en Guatemala y Neruda en México. Lo cual de seguro te debe sonar tan desigual como a mí. A pesar de todo, me parece que deberías aceptar, puesto que constituiría una forma de actividad nada despreciable» (páginas 212 y 213). Moro toma esta posibilidad de trabajo literario para su amigo con mucha seriedad, por ello es que le insiste: «No dejes de escribirle a Breton, comentándole lo que piensas hacer y las razones por las que aceptas (…) Dentro de unos días le mando tu dirección a Breton» (pág. 213).

No obstante, pese al respeto mutuo que se tienen, también hay lugar para la crítica sana y directa por parte de Moro hacia Westphalen: «Si gustas puedes publicar uno de tus poemas, pero que no sea el que me mandaste, algún otro. No me gusta ese poema; me disculparás la franqueza, pero me parece que solo a esa condición es factible nuestra amistad, además inútil hacerse cumplidos que no sean sinceros. ¿Estarás de acuerdo con ello? Seguro que sí» (pág. 69).

Y aunque Moro sabe a la perfección que Westphalen es un poeta sumamente talentoso, igual se anima a darle algunos consejos literarios: «Tu búsqueda poética tiene que ser más sistemática, puedes lanzarte a escribir un poema con cualquier tipo de procedimiento, incluso uno bastante mecánico, ya que de lo que se trata es de ‘forzar la inspiración’» (pág. 119).

También hay ocasión para contarse sobre los accidentes indeseados e inesperados y sus efectos inmediatos, como en esta carta del 19 de noviembre de 1940: «No me fue posible contestar a tu larga carta porque el 30 de octubre me fracturé el radio, cerca del codo del brazo derecho, que hasta ahora traigo en un aparato metálico. Ya te puedes imaginar el trastorno que esto ha traído consigo en mi trabajo, en mi moral, etc.; naturalmente que como soy de la especie de los esclavos he tenido que seguir trabajando» (pág. 161).

Aparte, no deja de sorprender cuánto es Moro consciente de que él y Westphalen ocupan un lugar destacado en la historia de la poesía nacional, cuando afirma el 18 de abril de 1942: «Me parece, sin temor a equivocarme, que Eguren, tú y yo representamos los casos concretos de la poesía en el Perú. El resto no es más que un telón de fondo» (pág. 229).

Los animales, el arte, los poetas chilenos, el surrealismo

Un aspecto bastante desconocido de Moro es el gran conocimiento que tenía sobre los perros, a los que realmente valoraba: «Los malteses son aptos para señoritas, jóvenes o ancianas. El wirehaired es un perro latoso e insoportable. Ahora estoy a la espera del nacimiento de un dachshund café, del cual ya me aseguré de la pureza de los padres. Pero a mí lo que me hubiera gustado es un cocker spaniel o un caniche royal, ambos demasiado caros; así que no había manera de encontrar quién los regale, como en el caso de los otros. Esa sería la única forma de salir, al menos los domingos, hacer largos paseos con mi perro tal como acostumbraba cuando aún me acompañaba mi inigualable Glendinning. Si llego a tener un perro, prometo esta vez enviarte su foto de inmediato (…) Preferiría mil veces tener un perro de raza que un magnífico terno inglés. Así va el mundo» (pág. 299).

Por otra parte, Moro tenía una relación muy profunda con el arte y al respecto expresaba esto: «En el arte nada es tan detestable como la simulación, y nada más despreciable que una mediocridad de pensamiento dándose aires de genialidad y espontaneidad» (pág. 225). Por cierto, se relacionaba constantemente con artistas importantes y algo de esto le contaba el 18 de julio de 1939 a Westphalen: «Ayer hablé por teléfono con Frida Kahlo y le pedí que me hiciera un dibujo para el libro; estuvo de acuerdo, así que espero que lo hará. En estos días la voy a ver» (pág. 37). Y hasta intenta agenciarse algún buen libro relacionado con el arte: «Estoy tratando de conseguir El surrealismo y la pintura. Casi no se encuentran libros en francés y los que hay están espantosamente caros» (pág. 236).

Además, en julio de 1943 recibía obsequios del pintor austríaco-mexicano Wolfgang Paalen (1905-1959), quien expuso en París, durante un tiempo fue parte del grupo surrealista y creó la técnica del fumage («ahumado»): «Paalen estuvo gravemente enfermo. Todavía está en cama, aunque, por fortuna, va mejorando (…) Me regaló uno de sus cuadros más hermosos y Alice me dio otro de los suyos. Por desgracia, aún no los tengo en casa. Si puedo te mandaré unas fotos» (pág. 263).

Incluso, Moro también pudo ganar algo de dinero gracias a sus propios trabajos artísticos: «Le vendí un dibujo a Eva Sulzer, hace unos días, lo cual me ha resultado de gran ayuda (…) había hecho una serie de nueve dibujos antes de volver a empezar a trabajar, entre estos fue que Eva eligió el suyo y yo le pedí que aceptara otro» (pág. 103). Cabe aclarar que Eva Sulzer fue una violinista, coleccionista y fotógrafa suiza, proveniente de una familia acaudalada. Además, fue parte del Círculo DYN en México y realizó en 1966 un documental acerca de la famosa pintora Remedios Varo.

De otro lado, es preciso mencionar que Moro sentía un enorme respeto por el proceso de creación en las artes plásticas: «Todo es difícil en pintura, sobre todo para mí que jamás he tenido facilidad. No es modestia (…) se trata de saber pintar, el talento viene por añadidura una vez que se sabe pintar. Lástima que esto lo venga a comprender tan tarde (…) Porque la pintura es el bordado, o el pirograbado de seres superiores, y nada más» (páginas 362 y 363).

Y tal vez la arista más inesperada de Moro es el mal concepto que tenía de varios poetas chilenos de renombre. Con evidente fastidio le cuenta a Emilio Adolfo el 13 de junio de 1940: «Recibí un número de Multitud de ese analfabeto de Pablo de Rokha. ¡Qué adefesio! Nunca había visto semejante despliegue de vanidad y todos esos Rokha como gusanos pululando por toda la revista (…) En fin, este individuo es tan repulsivo como el idiota de Huidobro. No me gustaría tener que ir a un país donde consideran a Rokha y Huidobro como poetas. Además, es el oro de Moscú que financia esa revista. Son unos lacayos de Stalin» (pág. 130).

En otro tema, una de las afirmaciones (escrita en México el 9 de enero de 1946) que más desconciertan de Moro, cuya poesía era claramente surrealista, es la siguiente: «El surrealismo está completamente acabado. Basta con ver el libro que nos ofrece ahora el más grande de todos los surrealistas. Y esto ocurre porque no han transformado su concepto de lo humano, mejor dicho, no han ampliado su visión de la realidad» (pág. 339). Aunque ya el 26 de febrero de 1944 había escrito: «Al surrealismo le sigo teniendo gran admiración; el papel que desempeñó en el ámbito poético es innegable, pero su parte dogmática realmente me molesta» (p. 293).

Amigo de grandes personalidades y planes de negocios con Westphalen

Asimismo, Moro frecuentaba personalidades importantes de la cultura peruana. En una carta del 3 de noviembre de 1955 indica: «He visto hace poco a Gody y a Blanca. Gody nos citó a propósito de su premio como ejemplo del desnivel entre el público y nosotros (…) El mismo día estuve con las B y Arguedas (…) Toda gente cordial y muy agradables» (pág. 487). Es pertinente aclarar que Gody es el magnífico pintor Fernando de Szyszlo y Blanca es la gran poeta Blanca Varela. Igualmente, las B son Alicia y Celia Bustamante (ambas instituyeron la Peña Pancho Fierro, donde Moro realizó su única muestra personal de arte en el Perú antes de irse a México). Mientras que Arguedas es el antropólogo y reconocido escritor andahuaylino José María Arguedas. Aquí es oportuno precisar que Celia Bustamante Vernal y José María Arguedas Altamirano estuvieron casados desde 1939 hasta 1965.

Del mismo modo, el 5 de junio de 1940, desde México Moro escribe entusiasmado: «Me dio mucho gusto ver a Celia y a Arguedas, fuimos juntos a casa de los Paalen a tomar el té. Para maravilla de los Paalen y de Eva, que vive con ellos, José María cantó algunas canciones. Esteban Francés también estaba allí. Me da mucho gusto que Celia y Arguedas te compartan su impresión sobre México, así verás qué tanto iba errado o estaba exagerando» (pág. 124). Cabe explicar que Esteban Francés era un pintor catalán, del grupo surrealista y fue pareja de la pintora Remedios Varo. En Estados Unidos fue escenógrafo del georgiano George Balanchine, uno de los más influyentes maestros y coreógrafos de ballet del siglo XX.

Aparte, se debe resaltar que la amistad tan sólida que tiene Moro con Westphalen le permite proponerle planes de trabajo y de negocios para un futuro cercano, como le expresa el 17 de septiembre de 1943: «Cuando regrese al Perú, haremos variados análisis y críticas juntos, es posible igualmente que algunos negocios; ya te había mencionado en una ocasión lo de un pequeño establecimiento en el que podríamos vender libros y algunos objetos antiguos como cuadros, joyas, etc. Yo por lo pronto me siento muy capaz de hacerlo; solo nos haría falta un pequeño capital para realizar antes algunos viajes. Estoy bastante al tanto del asunto de las compras y a veces he dado con ciertos hallazgos. Dime qué te parece la idea» (pág. 270).

Y dos años antes del final de su vida (César fallece de leucemia el 10 de enero de 1956), Moro estaba viviendo en el distrito limeño de Barranco y Westphalen en los Estados Unidos, entonces le escribe el 5 de agosto de 1954 estas palabras bastante críticas, pero que conservan una real vigencia hasta hoy, 69 años después: «Viajar aquí es un acto de heroísmo y casi siempre una decepción por cómo los habitantes transforman los pueblos en ruinas o fabrican mastodontes de cemento. La destrucción de Lima toma proporciones vertiginosas; si vuelves alguna vez, te darás cuenta del progreso de la ciudad. En el plano intelectual -ya que hay que llamarlo de algún modo- las cosas no van sino peor aún. Los poetas premiados, los críticos de arte y todo bicho que pretende abrir la boca o coger una pluma o un pincel no hacen sino babear (…) no pierden ocasión para ensuciar cuanto pueden» (páginas 474 y 475).

Paralelos con las cartas de Ciro Alegría o Rainer María Rilke

Estas cartas enviadas por Moro a Westphalen recuerdan, un poco, a las doce que le envió el escritor peruano Ciro Alegría a la poeta chilena Gabriela Mistral en el libro Encuentro con Perú. Gabriela Mistral (2019, Ediciones Biblioteca Nacional). Con la diferencia de que las cartas de Alegría no tienen un tono tan personal (Moro muchas veces se desborda en sus emociones y expresiones, Alegría es mucho más mesurado en su lenguaje) y hay mayor análisis político nacional e internacional. Además, en dicho libro hay más personalidades peruanas que le escriben a la insigne poeta chilena. Ciro Alegría no es el único.

También recuerdan estas cartas de Moro a las que le envió el poeta y novelista austríaco Rainer María Rilke (autor de Elegías de Duino y Los cuadernos de Malte Laurids Brigge) al periodista, escritor y poeta austríaco Franz Xaver Kappus en Cartas a un joven poeta (1929), aunque Rilke es mucho más didáctico y positivo que Moro en cuanto a sus concepciones sobre al arte y la literatura. Porque el poeta peruano parece estar siempre inconforme con el mundo, se muestra frecuentemente en pie de guerra contra alguien o algo en sus cartas, aunque también tiene análisis y observaciones muy valiosas, útiles y profundas sobre el arte y la literatura.

Explicaba el escritor colombiano Gabriel García Márquez al prestigioso ensayista y escritor mexicano Carlos Fuentes (Premio Cervantes 1987) el 26 de enero de 1967: «Las únicas asociaciones de escritores que considero útiles y solidarias son las que se establecen mediante el contacto personal y la correspondencia privada entre escritores amigos». Considerando esta definición, la amistad Moro-Westphalen es realmente honda y entrañable en su versión epistolar. Tanto es así que Moro le confiesa a su amigo en agosto de 1939: «Mi madre y tú, los dos únicos seres que tal vez me quieren en este mundo» (pág. 50).

Y aquí tenemos otra confesión que realiza Moro, esta vez visceral y relacionada a su nada condescendiente carácter: «Si llevo una vida tan difícil es porque nunca perdí ocasión de hacerme de un adversario, o más bien, de un enemigo. El odio y el desprecio que he tenido la fortuna de suscitar me llenan de orgullo» (páginas 53 y 54). Porque Moro siempre se sintió distinto y aceptó que no encajaba en un mundo lleno de normas y leyes que no estaba muy interesado en seguir: «Que sean otros quienes vivan como relojes de precisión; yo soy un mecanismo muy fino pero malogrado, o bien que se regula al compás de otro mundo, con un ritmo diferente» (pág. 81).

Sin embargo, tras leer estas cartas queda una sensación de amistad verdadera, de afecto mutuo, entre estos dos poetas peruanos emblemáticos. Asimismo, podemos enterarnos del reconocimiento intelectual que realiza Moro (desde México) hacia Westphalen el domingo 25 de febrero de 1940: «Tus artículos son simplemente sensacionales y de una valentía admirable. Pocos se hubieran atrevido a escribir un texto como el de la poesía y los críticos, en un medio como el del Perú (…) Tu defensa de Eguren es notable y resulta muy pertinente en todos sus puntos. El estilo me parece espléndido (…) Tu poema, al que, según veo, le hiciste pequeños cambios, me encanta» (pág. 105).

Además, sus revelaciones relacionadas a su actividad cultural nunca dejan de sorprender: «Quizás más tarde te envíe unos capítulos de una novela que empezamos a escribir Leonora, Remedios y yo. Ellas no quieren porque es pura clave y temen que los personajes aludidos se reconozcan. Es muy divertida» (pág. 412). Moro se refiere a que está escribiendo una novela con la pintora inglesa-mexicana Leonora Carrington y la pintora española Remedios Varo, de quienes hoy se realizan tesis de maestría y doctorado en todo el mundo sobre sus obras pictóricas.

Y en cuanto a las diferencias que, a veces, mantiene con su amigo Emilio Adolfo, Moro le explica el 8 de marzo de 1947: «Entre nosotros es claro y ha quedado establecido que podemos decir lo que pensamos. Tú me conoces desde hace años, sabes de mi horrible carácter, mi insistencia y mil otras cosas negativas que, sin embargo, estoy seguro, no llegan a opacar las pocas cualidades positivas. Nuestra amistad pues no depende de un salto de humor o de un desacuerdo o de una oposición» (pág. 400). Y casi como una despedida, en un tono conciliador y reflexivo, agrega en esa misma extensa carta: «No me guardéis rencor; mi tono nunca puede ser otra cosa que amistoso contigo. Por favor, llama a mi madre y dile que estoy bien, que has recibido carta mía y que hoy mismo contesto la suya. Gracias. Recuerdos a Judith. Muchos abrazos bien fuertes para ti mi viejo amigo, y no quieras que pierda todos mis defectos porque el día que me veas muy sereno y muy ponderado, entonces llórame porque habré envejecido definitivamente» (pág. 402).

Amor por su madre y por los libros, crítica a los Estados Unidos

Es de resaltar en estas cartas que el bienestar y la salud de su madre es una permanente preocupación para César a lo largo de los años, sobre todo en esta misiva del 15 de noviembre de 1945, cuando él está viviendo en México: «Es muy posible que yo guarde el recuerdo de una época pasada, pero al lado de ello está para mí el imperativo de mi madre. No me resigno a abandonarla. Estoy obligado moralmente a regresar a verla, a hacer algo por ella; aunque solo fuere hacer más llevadera su vejez con mi presencia, con mi horrible presencia» (pág. 333).

Y, por supuesto, como el asiduo lector que es, abundan los comentarios sobre libros o autores de renombre, como el siguiente: «Estoy leyendo en estos momentos la prodigiosa obra de Proust. No puedo más que aconsejarte efusivamente que la leas. Siguiendo el orden de su lectura, acabo de terminar Sodoma y Gomorra. Todavía me faltan La prisionera, La fugitiva, y El tiempo recobrado, para así haber recorrido, en su totalidad, esa obra monumental y única de la literatura contemporánea. Con pesar, pienso que probablemente sea la última de las realizaciones de semejante envergadura que se produzcan en nuestra época» (pág. 332).

Por otra parte, el espíritu observador y crítico de Moro también alcanza, el 6 de septiembre de 1940, al país de origen de los poetas Walt Whitman y Sylvia Plath: «Nada puede disgustarme tanto como esa predisposición a convertirlo todo en una lección de moral. En los Estados Unidos, incluso las obras de arte, y muy en particular estas últimas, no se salvan de dicha fiebre. El acto más libre, el más desinteresado y por ende el más poético, es valorado en dólares y, por lo tanto, tiene o no posibilidades de convertirse en película, o en un digestivo, o en un ejemplo de moral» (páginas 150 y 151).

Finalmente, en Eternidad de la Noche descubrimos a César Moro en su lado más humano, intelectual, político, artístico, literario y sincero, tratando de comunicarse frecuentemente con su querido y leal amigo Emilio Adolfo Westphalen, así como coordinando actividades culturales a la distancia también. A su vez, estas misivas nos permiten tener una idea clara de cómo se iba desenvolviendo la movida cultural de nuestro continente (influida, innegablemente, por los grandes acontecimientos políticos -como la Guerra Civil Española y la Segunda Guerra Mundial- y sociales de la época) durante aquellas lejanas décadas de 1930, 1940 y 1950. Una personalidad tan fuerte y compleja como la de Moro no deja indiferente a nadie mediante sus cartas, habitadas por sus audaces confesiones, interesantes opiniones y severos juicios sobre el tiempo convulsionado que le tocó vivir.