Hace ya más de diez años, allá en 2012, se supo que un puma hacía sus dominios dentro del parque Griffith, una zona boscosa en el extremo oriental de la Sierra de Santa Mónica. Se le encontró vagando sobre las rocas y entre los árboles gracias a una de las trece cámaras de video instaladas por el Griffit Park Connectivity Study, un programa de observación diseñado para comprender las idas y venidas de los cientos de mamíferos que viven en el interior y alrededores de la floresta.

El programa fue financiado por el Friends of Griffith Park, una ONG establecida para generar consciencia sobre la importancia de ese pequeño bosque rodeado por las calles de Los Ángeles. Fue dirigido por tres biólogos, entre ellos Miguel Ordeñana, quien fue el primero en percatarse de que, entre las imágenes de liebres, zorros, ciervos y linces captadas por las cámaras, se encontraba también aquel gato enorme. Una figura misteriosa, recuerdo de días en los que el paisaje era agreste y no la masa de cristales, asfalto y concreto que es hoy.

La presencia del puma fue una sorpresa para Ordeñana, quien tal vez ese día no esperaba encontrarlo en las inmediaciones del teatro Ford. No fue necesario deliberar mucho; poco menos de un mes tras el descubrimiento, otro biólogo, Jeff Sikich, dirigió una expedición en búsqueda del animal, al final de la cual fue capturado y bautizado como P-22, una mera etiqueta para identificarlo como el vigésimo segundo puma catalogado en la sierra. La evaluación veterinaria lo estimó de 41 kilos y dos años. El estudio genético lo apuntó como hijo de una hembra desconocida y de P-01, otro puma de la región. Después de eso, y tras algunas consideraciones para su salud, le colocaron un GPS alrededor del cuello y lo llevaron de vuelta al parque Griffith.

Tropezarse con uno de estos gatos en las zonas silvestre que rodean algunas ciudades no es una ocurrencia extraña, aunque no deja de ser maravillosa. Nadie espera verse cara a cara con un emisario de un reino que se piensa ajeno al de la ciudad y la tecnología, pero ahí está; respirando el aire fresco de la noche y observando la luna. Esperando tras los matorrales a que la presa se descuide: algún delicioso ciervo en América del Norte, o un guanaco nervioso en la del Sur, ya que la totalidad de su dominio va de una a otra punta del continente. Se llama Puma concolor en el sistema de Lineo, pero para los incas fue una imagen viva del supremo Viracocha, mientras que para los apaches modernos su voz continúa siendo el llamado de la muerte y el éxtasis del terror divino. Aunque sus preferencias culinarias están en los ungulados, no le importa devorar mamíferos pequeños —e incluso insectos— cuando las presas de calidad escasean. Solo cuando en verdad pasa hambre se atreve a tomar a un excursionista, pues por lo general no reconoce a los humanos como alimento, aunque se dará por satisfecho con algún perro u otra mascota.

Lo que intrigó a los investigadores no fue que P-22 viviera en un parque natural cercano a las calles de Los Ángeles, sino la distancia y tribulaciones por las que tuvo que pasar para llegar hasta ahí. Nació en el oeste de las Santa Mónica, donde su padre, P-01, dominaba toda la región. En algún momento entre 2010 y 2011, se sintió con la confianza suficiente para dejar atrás ese primer hogar, cruzando así dos sistemas de autopistas y sorteando de alguna manera los impactos de camiones, autos y demás vehículos que, durante años, se han llevado a más de un puma al otro mundo. P-22 se asentó en la tranquilidad del parque Griffith después de la odisea, tal vez solo un par de meses antes de que Ordeñana lo descubriera entre las fotografías del Connectivity Study, pero el estrellato no tardaría mucho en irrumpir en su nueva vida.

Algunos meses antes de esas fechas, Steve Winter andaba a la caza de un nuevo proyecto. Su trabajo como fotógrafo para la National Geographic lo había llevado hasta Birmania y Cachemira en busca de tigres y leopardos de las nieves, pero lo que él más deseaba era fotografiar a un gato majestuoso cercano a casa. En alguna parte había escuchado el rumor sobre un puma que merodeaba los alrededores de la mansión de Cher, lo que le sugirió documentarse sobre las costumbres de esos leones de las montañas en las periferias de la ciudad. Su investigación lo llevó hasta Jeff Sikich; el mismo Sikich que tiempo después encontraría a P-22, aunque en ese entonces él ignoraba incluso que existiera. Nada de eso, sin embargo, fue impedimento para que ambos iniciaran una amistosa colaboración, y entre risas y bromas, el fotógrafo le comentó al biólogo lo maravilloso que sería fotografiar a un puma cerca del gran letrero que corona Hollywood Hills.

Sikich se rio de las ocurrencias de Winter, pero ocho meses más tarde comenzó a tomárselas en serio. Le escribió un correo electrónico en el que no solo le informaba sobre el descubrimiento de Ordeñana entre las fotografías del Connectivity Study, sino también para alardearle que él mismo había liderado la expedición de captura y catalogación de aquel puma que hacía su casa dentro del parque Griffith. Esa fue la señal que Winter tanto esperaba, y durante las semanas siguientes comenzó a preparar e instalar cámaras fotográficas en algunos de los puntos escénicos del parque. Poco más de un año y medio después, una de esas cámaras captó a P-22 vagando frente a las letras nebulosas de Hollywood Hills, como un rockero tímido que espera hasta la noche para salir a dar un paseo. La fotografía fue un encanto para la National Geographic, y aún hoy es una de las más memorables en el archivo de Winter, pero también es importante para P-22, ya que pone fecha y hora al momento en que dejó de ser un puma más.

En muy poco tiempo, la noticia sobre la presencia de una bestia tan solemne a las orillas de Los Ángeles se conoció más allá de la ciudad. De un día a otro, P-22 pasó de ser un simple animal del monte a una pequeña estrella, no muy distinto a lo que fue Copito de Nieve durante sus mejores días en el zoológico de Barcelona. Algunos vieron en él el motivo para el chismorreo y la diversión. Hubo quienes le llamaron «el Brad Pitt de los leones monteses» por considerarlo guapo, solitario y desafortunado en los asuntos del amor, pues el parque Griffith, con sus poco más de 1,700 hectáreas, no era suficiente para sustentar sus necesidades de reproducción y dominio. Los hubo también quienes prefirieron arriesgarse a fotografiarlo en persona y así generar tráfico en sus redes sociales, o solo tal vez por para recibir una descarga de adrenalina. Con los años se compusieron canciones y se pintaron murales en su nombre, se produjeron peluches e incluso pequeños muñecos virtuales que en lugar de rugir y maullar decían tonterías y sandeces. Para muchos, P-22 pasó a ser el emblema de cualquier causa social a la que pudiera prestarle el rostro. En una época en la que la clase política es incapaz de reducir su propia huella de carbono mientras le exige al electorado que reduzca la suya, la mirada indiferente de un sencillo puma vino a ser uno de los muchos emblemas del movimiento medioambiental.

Los símbolos obtienen su poder del mismo lugar de la mente donde brotan lo demoniaco y lo divino; por eso siempre es una hecatombe cuando un hombre o una mujer deja de ser un humano y se transforma en un símbolo. La naturaleza, en su sabiduría —o misericordia—, ha prohibido que el resto de sus criaturas se consuman de la misma manera, por lo que el breve estado de P-22 como repositorio de los anhelos de una población cansada y confundida solo fue una curiosidad para nosotros, aunque tal vez pudo ser una molestia para él. Intentó llevar una vida tranquila tras las sombras del parque Griffith, y en buena parte pudo escabullirse de los cientos, si no miles, de curiosos e influencers que invadieron la santidad de su casa para molestarlo con sus sonrisas y generar clicks. Los encuentros directos, al menos los reportados, son pocos, pero eso no impidió que las buenas intenciones de algunas personas se entrometieran con las maneras de la naturaleza.

En 2014, tras una segunda captura por parte del Servicio de Parques Nacionales, se supo que la sarna había hecho un estrago en todo su cuerpo. En parte por contacto con raticidas y otros químicos para el control de las plagas; también por los sinsabores de la vida animal. La sarna no es una simple contrariedad higiénica; si no se le trata con cuidado, puede causar una muerte tan penosa como dolorosa, por lo que los veterinarios se apresuraron en evitar que a P-22 le ocurriera lo mismo que años más tarde le ocurriría a P-65, una hembra en el registro de las Santa Mónica que en 2022 murió de la misma enfermedad. Se podría decir que la gente del Servicio actuó de manera heroica al salvar a P-22, pero lo único que lograron con su filantropía fue hacer más largo su suplicio. Para ese entonces, él ya no podía llevar una vida plena en el parque Griffith; esa isla rodeada de autopistas, demasiado diminuta para procurarse una cena modesta.

A partir de 2016 se reportaron algunas de sus incursiones en los vecindarios de alrededor, pero es posible que el hambre y la búsqueda de pareja lo llevaran ahí incluso antes. Gracias a una grabación de seguridad, se sabe que hizo un manjar de uno de los koalas del zoológico de Los Ángeles, pero las calles están también repletas de toda suerte de gatos y perros sin techo, por lo que no es muy descabellado suponer que algunos de ellos pasaron a ser parte del mísero menú al que P-22 tuvo que reducirse a degustar. En 2022, luego de aterrorizar a unos cuantos chihuahuas, el Departamento de Pesca y Vida Silvestre le dio caza para evaluar su estado de salud y las razones detrás de ese comportamiento tan fuera de lugar. Delgado y desnutrido, con pequeñas fracturas a causa de accidentes o golpes de autos, la sarna había vuelto a hostigarle, además de una serie de otras complicaciones médicas. Luego de unos cuantos días, se consideró una irresponsabilidad llevarlo de vuelta al parque Griffith, así que, sin pensarlo demasiado, se le dio la eutanasia el 17 de diciembre del año pasado.

En honor por su estatus como el rostro bello del movimiento medioambiental, sus admiradores montaron una fiesta en el Teatro Griego del parque Griffith, tan ridícula y pasmosa como era de esperarse, con música country y coreografías de hip-hop. Para Miguel Ordeñana, en cambio, la mejor manera de honrarle hubiera sido entregándolo a la ciencia. Firmó una petición para donar los restos al Museo de Historia Natural del Condado de Los Ángeles, y aunque el cuerpo fue llevando a la institución, hoy ya no se encuentra ahí.

La mera idea de tenerlo como un monigote más en las galerías del museo escandalizó a varios representantes de las comunidades indígenas de California, para quienes el puma es un emisario del espíritu de los ancestros, y no un gato cualquiera. Luego de las negociaciones y una ceremonia privada, P-22 fue llevado de vuelta a la sierra de Santa Mónica, donde fue enterrado en silencio en un lugar del que nadie sabe nada. Un final más digno para una gran bestia que merecía morir bajo la luna, y no sobre la camilla de una clínica veterinaria, entre los susurros de los médicos y bajo el halo aplastante de una luz de neón.