El periodista K., famoso por sus incisivos reportajes, entrevistó al prestigioso psicoanalista marxista W.M. de Croacia. Las respuestas no tienen desperdicio. Al contrario: son una imprescindible lección que debemos leer con mucha atención. Presentamos aquí la versión española, traducida con inteligencia artificial del original croata.
Se dice que no se puede ser psicoanalista y marxista al mismo tiempo. ¿Es así?
¡En absoluto! Me parece que es absurdo plantearlo de ese modo, aunque sé que, efectivamente, muchas veces se hace. Sería como plantearlo al revés: ¿se puede ser psicoanalista y de derecha? Bueno… ¿por qué no? Los y las psicoanalistas tienen ideología, igual que los arquitectos, los choferes de bus, los meteorólogos o los astronautas, las madamas de un prostíbulo o los doctores en física cuántica.
¿Cómo podría prescindirse de eso, de la ideología que nos da identidad?
Esa tremenda estupidez que profirió Fukuyama ante la caída del Muro de Berlín, que ahí llegábamos al fin de la historia y de las ideologías, no se sostiene, es una barbaridad, una simpleza banal.
¡Por supuesto que un psicoanalista puede ser marxista! De hecho, hasta donde yo conozco, en todo el mundo no es lo más común (en general, son más bien de derecha), pero por supuesto: claro que los hay marxistas. Usted está hablando con uno de ellos en este momento.
¿Y qué significa ser ambas cosas? ¿Se pueden articular estos dos pensamientos, por cierto, revolucionarios ambos?
Es complejo eso. Articularlos, en el sentido de lograr un discurso unificado tomando elementos de uno y otro, no se puede.
Eso se intentó hace bastantes años con eso que se dio en llamar “freudomarxismo”. Recordemos que esa búsqueda no prosperó, quedó en el olvido.
No lo hizo porque, simplemente, no se pueden unir dos campos teóricos que hablan más o menos de lo mismo (la alienación del sujeto), pero tienen efectos prácticos diferentes. El uno, el psicoanálisis, es una práctica clínica, por tanto, muy personal. El otro, el marxismo, es una guía de acción para la acción política para lo masivo, lo colectivo.
Si bien es cierto que existen intentos de utilizar conceptos psicoanalíticos para leer fenómenos sociales (ahí están los cuatro discursos que propuso Lacan: discurso del amo, universitario, de la histérica y del analista, por ejemplo, escritos al calor del Mayo Francés de 1968), eso no tiene una aplicación práctica efectiva en el ejercicio político.
Es como utilizar conceptos del psicoanálisis para leer, por ejemplo, fenómenos artísticos: es posible, pero eso tiene un valor solo de ejercicio intelectual, interesante quizá, muy rico. Pero yo diría que hasta ahí.
El marxismo, eso que diseñaron Marx y Engels en el siglo XIX y que inspiró las revoluciones socialistas que conocimos en el siglo XX, es otra cosa. Ni mejor ni peor, simplemente otra cosa: permite una acción transformadora en lo social. Recordemos al respecto la Tesis XI sobre Feuerbach.
Por eso digo que intentar unirlos en un solo discurso no aporta, ni para la clínica, ni para la revolución.
Nadie padece síntomas neuróticos o delirios esquizofrénicos, anorgasmia o alcoholismo por las condiciones socioeconómicas de pobreza (todo eso se da por igual en todas las clases sociales), ni se puede impulsar la revolución socialista con una lectura psicoanalítica de la sociedad en términos, por ejemplo, de los matemas lacanianos.
Entonces ¿cómo se puede ser psicoanalista y marxista simultáneamente?
Ser marxista es un posicionamiento ideológico. Todas y todos, como sujetos ubicados en algún lugar, sujetos deseantes y sexuados que hacemos parte de un colectivo que nos constituye (se terminó la ilusión del libre albedrío) portamos, transmitimos y reproducimos una ideología.
Trabajar en un consultorio privado cobrando altos honorarios que solo un pequeño porcentaje de la población podrá pagar, o trabajar en un dispensario popular, en un hospital público o en una barriada pobre a un costo bajo, eso implica tomar partido por una ideología.
Hay quien plantea que no puede haber acto analítico si no hay un pago económico. Incluso, un pago alto: “el análisis tiene que costar mucho”, escuché alguna vez.
No lo veo así o, en todo caso, hay que situar ese dicho. Siempre hay un pago; no hay nada gratis. No olvidemos que Freud, en algunos casos, atendió sin cobrar honorarios, gratuitamente, y solía decir que “el análisis no debe ser caridad, pero tampoco negocio”.
Pensemos en un país socialista donde la salud es pública. Insisto: no es gratis, alguien la paga, y ese alguien no es otro que la gente con su trabajo, produciendo la riqueza social. Entonces allí, con un planteo de la salud no como mercancía sino como derecho humano, ¿no podría haber psicoanálisis entonces?
¡Todo eso es ideología! Un psicoanalista marxista tendrá una posición tomada al respecto: en otros términos, defenderá el sistema de salud pública en vez de priorizar la práctica privada. Y ese psicoanalista, si lo desea, también podrá trabajar (si hablamos de un país capitalista) para transformar su sociedad con un planteo socialista.
Es decir: podrá militar en una fuerza de izquierda, quizá hacerse guerrillero, o candidato presidencial por un partido que participa en las elecciones democrático-burguesas con talante de izquierda. ¿Qué lo podría impedir?
Usted dijo que la mayoría de psicoanalistas son de derecha. ¿Es así? Si trabajan poniendo en práctica una teoría revolucionaria, verdaderamente subversiva como es la obra freudiana, ¿por qué son de derecha?
Una obra, la freudiana, no se superpone y articula automáticamente con la otra, la marxista.
Tal como usted lo dice, ambas son revolucionarias por todo lo que derriban y por lo nuevo que inauguran: el sujeto del inconsciente destronando el altar de la razón, el psicoanálisis; la lucha de clases como motor de la historia y la posibilidad de una sociedad sin clases a la que llamamos comunismo, el marxismo.
La experiencia demuestra, sin embargo, que no es imperioso que quien piensa con uno de esos modelos piensa simultáneamente también con el otro.
Me atrevo a decir que los seres de carne y hueso, concretos portadores de estas ideas, no siempre conocen ambas al mismo tiempo, y muchas veces, desde una posición, miran con desconfianza la otra. Eso pasa más aun entre los psicoanalistas.
Y se entiende: ser de izquierda no es fácil. En realidad, es meterse en problemas. Mucho más fácil es seguir la caravana, ser conservador, no comprometerse con estas ideas de cambio social por las que a uno lo pueden matar.
Eso ha pasado tantas y tantas veces en la historia que ni siquiera es necesario dar más ejemplos. Pero a nadie han perseguido, ni puesto preso, ni mucho menos torturado o asesinado, por ser psicoanalista. Lo pueden haber tratado de extravagante, de alternativo, pero eso no mata.
Recuerdo que un prestigioso psicoanalista francés dijo que “el psicoanálisis es subversivo, pero no revolucionario”. ¿Tanto asusta la palabra “revolución”? Ya vemos: el anticomunismo visceral nos domina, lo tenemos metido hasta las mitocondrias.
Alguna vez, sarcásticamente, el cineasta español Pedro Almodóvar dijo que “nueve de cada diez estrellas son de derecha”. Pues bien, eso podría decirse de todos los personajes que cité anteriormente: arquitectos, choferes, astronautas, físicos y un voluminoso etcétera. Si la gente, en su mayoría, fuera de izquierda, ya no habría más capitalismo.
Estamos muy bien preparados para ser de derecha, conservadores, asustarnos con los cambios. La vez pasada leí por ahí, en el internet, algo que me pareció dar en el blanco, aunque pueda sonar muy duro: “en términos generales, nos parecemos más a Homero Simpson que al Che Guevara”.
Un psicoanalista, profesional universitario de clase media, que no pasó por una formación política marxista, como no lo pasa la inmensa mayoría de gente en el planeta, es más fácil que sea de derecha, un trabajador liberal económicamente autónomo que no se sentirá trabajador sino profesional (ser profesional pareciera ser otra categoría). Seguramente será más abierto que alguien del Opus Dei, pero es más probable que sea de derecha a que sea comunista.
La gente que trabaja por el socialismo con una firme convicción somos pocos, quizá cada vez menos en estos tiempos de reversión del campo socialista europeo, ahora que presentan estas ideas como sepultadas, superadas.
Creo que no me equivoco al afirmar que la gran mayoría de la gente que trabaja desde el psicoanálisis (psicólogas y psicólogos, psiquiatras y algún profesional liberal más por ahí) no es marxista.
¿Qué conoce usted más: gente marxista o gente no marxista? Ya sé que quien hace las preguntas aquí es usted, pero dejemos este interrogante como recurso retórico, heurístico.
Y yo mismo la respondo: abundan infinitamente más los Homero Simpson (porque estamos preparados para ello) que los Che Guevara. Yo, para que no le queden dudas, me reconozco más un Homero que un Che.
¿Se beneficia en algo un psicoanalista al ser de izquierda?
Excelente pregunta, que da pie para llegar a lo que quiero transmitir.
Ser de izquierda, en un mundo capitalista, no trae beneficios, si entendemos por tales algo así como ganancias, lucro económico, una utilidad pecuniaria.
El único beneficio, para quien tiene firme convicción en una sociedad no capitalista es ver que la militancia puede llevar a ello. En esa militancia pondrá todo su deseo. Ese es el beneficio.
Eso, sin embargo, le puede traer enormes complicaciones, porque ser de izquierda no es lo que el sistema espera. En los países del Sur eso puede significar muerte; en el Norte, donde las cosas no son tan sangrientas (pero no por ello son mejores) puede significar cierta marginación.
Como sea, no es lo más cómodo del mundo ser de izquierda, ser un marxista convencido que lucha por la revolución. Por eso la gran mayoría de psicoanalistas, así como de arquitectos, choferes, físicos, albañiles y la gran mayoría del paisaje humano, no anda enfrentándose al sistema.
Ser de derecha es más cómodo, y punto. O ser, como se dice (equivocadamente, por supuesto) “apolítico”. Estupidez insostenible, igual que decir “asexuado”.
Es decir: va más fácil no pensar con criterio de transformación revolucionaria, votar en las elecciones cada cierto tiempo y ahorrarse así problemas. En todo caso, podemos despotricar contra el gobierno de turno, y eso sí se permite, eso sería “hacer política”.
Pero eso no cambia absolutamente nada. En ese sentido, los psicoanalistas (repito, más cerca de aquel ícono de la sociedad estadounidense que del guerrillero heroico, como le pasa a la prácticamente totalidad del mundo) evitan meterse en problemas.
Ser marxistas les puede traer aparejados problemas prácticos en su vida como ciudadanos y en el ámbito del trabajo profesional, en la clínica propiamente dicha, no redunda en nada respecto a la calidad del servicio que puedan prestar.
Pero a los marxistas sí les puede traer mucha cuenta conocer psicoanálisis, empaparse de la teoría freudiana, aunque no se dediquen a la práctica clínica.
¿En qué sentido se pueden beneficiar los y las marxistas entonces?
Punto medular este, sin dudas.
Para muchos, el psicoanálisis da al materialismo histórico nuevas herramientas para entender la alienación, la identificación con el opresor (recordemos el síndrome de Estocolmo), la manipulación de los deseos, la creación de una falsa conciencia.
No niego todo esto, pero me parece que eso solo queda corto. El más importante aporte que viene del psicoanálisis para quienes apostamos por la revolución socialista yo lo encuentro en la concepción del sujeto que se abre ahí, en poder mostrar los límites con que nos encontramos en lo humano, en que no podemos esperar grandes cosas gloriosas de un Homero por separado y, pese a ello, la necesidad de trabajar por un cambio que ayude a transformar tanto la sociedad como a ese sujeto mismo, pensando en grandes mayorías, que son las que hacen los cambios.
En otros términos: es un aporte no solo en el plano de lo teórico (lo cual es muy importante, sin dudas), sino con importantísimas consecuencias prácticas, en lo político, en el día a día.
Me explico. El sujeto humano, producto de una historia social (de la que da cuenta el marxismo) y de una historia subjetiva (interpretada y procesada por el psicoanálisis), no es dueño de sí mismo, sino que responde a todas esas determinaciones macro y micro.
Desde hace algunos milenios, con la noción de propiedad privada, los seres humanos, prácticamente igual en todas las culturas, salvando detalles circunstanciales, hemos desarrollado esto que vemos estar más cerca de Homero Simpson que del legendario guerrillero argentino-cubano.
Quiero decir: giramos en torno a la idea de propiedad privada, al patriarcado, al poder como simbolización de la victoria del tener sobre el desposeer, a la fantasía de completud que todo ello nos depara.
Eso, con características peculiares en cada caso, lo encontramos en todos los modelos civilizatorios. Y hoy, con un capitalismo que barre todo el planeta, lo encontramos más o menos por igual en todos los países, incluidos los que se llaman socialistas.
Todo eso (la fascinación por el poder, la fascinación por la jerarquía, el patriarcado, etc.), por supuesto que no es algo genético, biológico, sino que proviene de una construcción histórica.
Si es histórica, felizmente puede cambiar (la sociedad de clases y Homero Simpson, felizmente -¡muy felizmente! habría que agregar- pueden cambiar).
Hoy, todos y todas quienes pertenecemos a la especie humana tenemos tras de nosotros esa milenaria historia. Seguimos pensando (no puede ser de otra manera, porque la historia pesa) que “estamos bien” porque tenemos más cosas. Evidente cultura del tener, del poseer, que el capitalismo elevó a un grado superlativo: valgo más porque tengo más.
En Cuba, por ejemplo, están “mal” porque no poseen tanto como en su vecino imperial, o en otros países capitalistas.
Alguien me dijo alguna vez (alguien de izquierda, curiosamente): “Un doctor en física nuclear cubano gana diez veces menos de lo que gana un físico nuclear en Estados Unidos o en Europa. Por eso se va, o vive frustrado en la isla”.
Está claro que seguimos repitiendo la noción de “éxito” en términos de disponer, de tener cosas. La noción de “falo” en Freud, pero mucho más aún en Lacan, gira en torno a eso: tener o no tener. ¿Me voy explicando?
Creo que sí, aunque esto es bastante complicado. Pero para aclarar bien: ¿cómo pueden servir estos conceptos psicoanalíticos para un marxista, tal como usted dijo, no tanto en lo teórico sino en la praxis, en la acción política concreta? Dicho de otro modo: ¿qué aportan para alguien que trabaja en función de establecer una sociedad socialista, se supone que de justicia y equidad?
Pues bien, creo que sirven mucho en torno a la consideración del poder, quizá más que esa elucubración lacaniana de los cuatro discursos que antes citábamos, por ejemplo, que puede tener alguna utilidad, pero no nos aporta directamente en la construcción de ese nuevo mundo que se busca desde el marxismo.
Los conceptos psicoanalíticos, o mejor dicho, la antropología que inaugura la obra de Freud, sirve para dimensionar bien qué significa “cambiar”, qué significa “transformación revolucionaria”. Sirve para entender y dimensionar más correctamente la idea de “hombre nuevo” que viene de la mano de un planteo socialista.
El psicoanálisis, para algunas personas, tiene un talante pesimista, porque ve solo el lado oscuro de lo humano; por ejemplo, la pulsión de muerte, esa tendencia que nos impulsa a lo negativo.
Pues bien: me parece que la visión psicoanalítica no es pesimista, sino descarnadamente realista, que no es lo mismo.
Toda esa ideología de la felicidad, esta cultura que nos legó Hollywood con su parodia de la vida donde siempre hay final feliz y todo es novelita rosa, eso es deleznable. Es lindo creérselo, por eso esa ideología del happy end pega mucho, y consecuentemente existe una psicología de la felicidad: “todo depende de usted, de su buena vibra, de su actitud positiva”, se llega a decir.
De hecho, la modernidad capitalista se edifica sobre esa quimera de un yo que decide todo, que puede todo, prescindiendo ya de un ente divino. “Dios ha muerto”, ¿no?, dijeron prestigiosos filósofos.
El cogito cartesiano marca el camino: hay un sujeto que, con su trabajo, con su praxis, logra todo. Yo soy el autor de mi destino, y si trabajo duro, logro ser total, domino el mundo.
La ideología capitalista ha entronizado esa falacia del esfuerzo personal como garantía del éxito.
El psicoanálisis muestra la verdad del fenómeno humano. ¿Cuál esa verdad? Que los límites nos aterran, y que el ejercicio del poder, de cualquier cuota de poder, nos hace sentir, ilusoriamente, claro, que no tenemos límites, que podemos todo, que podemos ir más allá de la castración.
Si queremos decirlo de otro modo: que somos dioses. En Argentina, ese actual empobrecido país de Sudamérica que alguna vez se sintió potencia, escuché decir, en español, que si te va bien, “sos Gardel”, es decir, la representación del “dios” todopoderoso de esas tierras, el que lo puede todo, el ícono del triunfo. Interesante ¿no?
¿Por qué el poder fascina tanto, nos atrapa, nos subyuga? Porque nos hace sentir completos, obtura la carencia existencial que nos constituye.
El poder, entonces ¿es algo connatural a lo humano? ¿Es una sobredeterminación más allá de la cual no podemos ir? Dicho de una manera casi brutal: ¿es innato? Saber todo esto, ¿qué aporta al marxismo?
Por supuesto que el poder no es innato.
En lo humano no hay nada innato, más que unos pocos reflejos que ayudan a la sobrevivencia: reflejo de succión, reflejo palpebral, etc., algunos de los cuales se pierden con el crecimiento.
El poder, al menos por lo que podemos deducir del estudio de la historia, de la comparación con grupos pre-agrarios que por ahí persisten, es una construcción simbólica, histórica, eminentemente social.
El sujeto del que podemos dar cuenta, el que venimos siendo hace ya varios milenios, se estructura en torno a lo fálico. Es decir: a la lógica binaria tener-no tener. ¿Me explico?
Ese sujeto, el que somos nosotras y nosotros en cada caso, todo el mundo, en Francia, Australia o Cuba socialista, usted, yo, Homero Simpson, la madama del motel antes citado, el Che Guevara o el albañil que edificó esta casa, estamos cortados por la misma tijera.
En otros términos: tenemos incorporado esos valores, esas estructuras que nos hacen ser machistas patriarcales, quizá racistas también, nos hacen pensar que el doctor en física que gana diez veces más que el colega cubano está mejor, lo cual es así desde la lógica del tener.
Quiero decir: ese sujeto está conformado sobre la base del poder como determinante de las relaciones humanas. Por eso cuesta tanto, pero tanto, cambiar la sociedad.
Me explico mejor: construir el socialismo cuesta muchísimo, cuesta horrores, por dos motivos: primero, porque la reacción capitalista lo intenta detener a toda costa. Veamos lo que pasó en las experiencias socialistas: 25 millones de muertos en la Unión Soviética en la Segunda Guerra Mundial, casi 400,000 toneladas de napalm arrojadas sobre Vietnam, más de seis décadas de bloqueo a Cuba… Así se hace casi imposible vivir, por tanto, dificilísimo construir el socialismo.
Pero pese a eso, todos esos países avanzaron. No olvidar nunca, quizá como frase-insigne, lo dicho alguna vez por Fidel Castro: “En el mundo hay 200 millones de niños de la calle. Ni uno solo vive en Cuba”.
Ese es un primer nivel de dificultad, enorme, inconmensurable. Pero hay otro más profundo: luchar contra lo que somos. E insisto con eso: luchar contra el Homero Simpson que hay en cada uno de nosotros y nosotras.
En los países socialistas, que viven siempre acosados por los capitalistas (con bombas, bloqueos y ataques varios) también pesa en su contra el hecho que la revolución, el cambio, lo hace gente cargada con todas esas determinaciones milenarias.
Y ahí se repiten los juegos de poder. Es decir: siempre aparece una Nomenklatura, o pónganle el nombre que quieran, una nueva clase de burócratas, unos nuevos propietarios que repiten esquemas ancestrales.
Miremos la Nicaragua actual, por ejemplo, donde se pasó de una experiencia que buscaba ser socialista a un presidencialismo capitalista bonapartista que da mucho para discutir.
Los juegos de poder no desaparecen, y ahí está Stalin mandando a matar a Trotsky, los choques entre Podemos y Sumar en España, los conflictos mortales entre Evo Morales y Luis Arce en Bolivia, las diferencias entre los cuatro grupos guerrilleros en Guatemala que por disputas internas y de liderazgo impidieron tomar el poder, haciendo fracasar la revolución, o las interminables peleas dentro de los partidos de izquierdas, con continuas fragmentaciones y disputas para ver quién es “más revolucionario”, similares a las que hay en los de derecha.
¿Por qué serían distintos los cuadros de la izquierda? ¿Porque adoptaron una nueva ética?
La experiencia nos muestra que un acto de voluntaria decisión política (ingresar a militar en una fuerza de izquierda, lo cual es altamente loable) no alcanza para cambiar eso: los comandantes guerrilleros latinoamericanos, por ejemplo, siendo de izquierda, no dejaron de ser asquerosamente machistas, mientras un cuadro de la izquierda europea se refiere a “sus” países como “civilizados” en contraposición a los del Sur (¿andarán en taparrabos ahí todavía?). Y un dirigente del Partido Comunista Italiano (lo escuché con mis propios oídos) se espanta porque su hija quiere casarse con alguien de Sicilia: “¡¿un africano, nena?!”
Para redondear la idea, una revolución que intenta cambiar la historia, la revolución socialista, se hace con la materia que somos, es decir gente machista, racista, adultocéntrica, convencida siempre de tener la verdad, poco o nada autocrítica, repitiendo el autoritarismo ancestral.
No olvidemos, por ejemplo, que en África hay una burguesía negra que explota a sus “hermanos” negros igual que lo hizo “el hombre blanco” años atrás.
¿Somos “malos” instintivamente?, se podría decir, repitiendo su pregunta.
No, no es así, en absoluto: somos producto de una historia. ¿Por qué ahora los altos cuadros de la Nomenklatura rusa pueden ser los nuevos empresarios capitalistas, tan depredadores y explotadores como cualquier empresario de cualquier parte del mundo, de Estados Unidos, Brasil o del África subsahariana?
El marxismo puede y debe aprender de lo que, con crudeza, nos muestra el psicoanálisis: no somos precisamente blancas y mansas palomitas.
Pero tampoco estamos condenados a ser siempre eso. De ahí que una verdadera revolución socialista que se mantenga y pueda avanzar hacia esa mítica sociedad sin clases.
El comunismo (“sociedad de productores libres asociados”, dijera Marx) es difícil que se pueda profundizar en un solo país. Ese cambio debe ser planetario. Y evidentemente, tal como están las cosas, eso no se lo ve muy cercano.
Las revoluciones socialistas que ha habido en el siglo XX no fueron muy amigables con el psicoanálisis. ¿Se excluyen entonces estos dos pensamientos? ¿Cómo incorporar esto que nos dijo del sujeto humano, conflictivo y egoísta, en un ideario que nos habla de solidaridad y desprendimiento, de algo que va más allá del individualismo?
Vamos con la primera respuesta: psicoanálisis y marxismo no se excluyen. La cuestión es cómo articularlos.
El freudomarxismo no funcionó porque era un intento sin sustento: no se pueden mezclar dos teorías por el puro deseo de mezclarlas. Evidentemente eso no llevó a ningún lado, pues no era ni una cosa ni la otra.
Si bien es cierto que con el estalinismo la obra de Freud fue sacada de circulación, en un primer momento, cuando se da esa monumental explosión de cambios en la Rusia bolchevique en 1917, el psicoanálisis fue bien acogido. Trotsky, por lo pronto, lo veía con buenos ojos y lo apoyó.
Sucede que el hecho de que se nos muestren los límites, que nos hagan saber, como decía Freud, que “no somos dueños en nuestra propia casa”, eso espanta, aterroriza, y no queremos enterarnos de nada al respecto.
Ahora bien: la cuestión es aprender de lo que la clínica cotidiana nos muestra en forma palmaria, que los problemas anímicos son siempre problemas anímicos, más o menos los mismos, presentes siempre en la historia (en todas las civilizaciones ha habido “locos”, y angustia, y temores varios, también en las experiencias socialistas).
Cierta cuota de malestar psíquico es intrínseca a la condición humana; eso es inexorable. Lo contrario es esa grotesca payasada de Hollywood.
Pero no solo eso, sino que las mezquindades, el miedo que nos lleva a ser conservadores, el terror al cambio, la sensación de jerarquía y sentirse dios (“¡sos Gardel y los músicos!”, no olvidar eso), todo eso lo muestra el psicoanálisis como parte de la condición humana.
¿Se podrá ir más lejos? Ahí está la dificultad. Sí y no. Sí se puede tomar el poder y empezar a construir una alternativa no capitalista. Eso se hizo ya varias veces en la historia, y dio resultados.
La Revolución Saur de Afganistán, de 1978 (aunque la prensa comercial no hable una palabra de eso) lo muestra. Allí se empezaron a repartir las tierras con criterio equitativo, socialista, y las mujeres salieron de su ancestral aplastamiento, ya no usaban burka. Luego, por obra de la CIA, vinieron los talibanes y la contrarrevolución borró todo eso.
Pero en procesos socialistas más prolongados, Unión Soviética, Cuba, la construcción del “hombre nuevo” mostró que es algo más complejo que la buena voluntad de pedir nuevos valores. Eso no se logra con un decreto gubernamental: son años, años, generaciones, muchas generaciones para lograr un cambio auténtico en las cabezas.
Fíjese que pasaron milenios y todavía hay esclavos en el planeta. Milenios de tradición no son fáciles de transformar. Si no, cuando los procesos socialistas tambalean, no volverían a aparecer tan fácilmente propietarios que explotan mano de obra asalariada de otros camaradas.
Y eso, hay que decirlo con franqueza, sucede. No porque el socialismo sea una quimera irrealizable, imposible, una fantástica ensoñación sin los pies en la tierra. Sucede porque la materia con que se da ese cambio es la misma de siempre: ahí está el problema. El “límite”, se podría decir, si somos rigurosos con el psicoanálisis.
¿Cómo solucionarlo entonces? ¿Qué hacer desde el marxismo para incorporar esos conocimientos que lega el psicoanálisis?
Hacer un trabajo ideológico-cultural fenomenal, mucho más grande de lo que se hizo ahora. O mejor aún: hacer ese trabajo, pero no con los criterios quizá impositivos que se hizo, sino buscando nuevos métodos, nuevos caminos.
La gente común es solidaria, a veces. “Los pueblos no son espontáneamente revolucionarios, pero a veces se ponen revolucionarios”, pudo leerse en una pintada callejera durante la Guerra Civil Española.
La cuestión es cómo ir logrando moldear nuevos lazos sociales. Por supuesto, esto hay que pensarlo como siembra de hoy para ver cosechas en un futuro a mediano o largo plazo.
La familia que hoy conocemos, esa institución que funciona con problemas como toda institución, pero funciona, puede darnos una pista.
Conocemos la moral tradicional de la familia monogámica, patriarcal, con un pater familias a la cabeza, heteronormativa, la familia que se viene dando desde hace milenios, más allá de formas culturales circunstanciales.
De allí sale el sujeto que somos, con un nivel de narcisismo primario indispensable para vivir (las madres nos crían como “lo más lindo del mundo”, pero no existe el “más lindo del mundo”), y con las características de normalidad expandidas más o menos por igual en todos lados: hay malestar tolerable (eso es la normalidad psicológica) malestar que manejamos, con renuncias sociales indispensables (ahí está el incesto), pero que no nos convierten en asociales.
La inmensa mayoría entramos en las normas, somos un Homero más y no deliramos: si nacemos pobres, aprendemos a resignarnos; si nacemos ricos, se nos hace fácil mandar. Si nacemos mujer, aprendemos a soportar (“parirás con dolor”, enseña el libro sagrado del catolicismo); si nacemos varones, sabemos que “tenemos” que silbarles a las mujeres por la calle. Por eso un comandante guerrillero “debe” ser mujeriego, porque así es el mandato social para los “machos”, no importando si son de derecha o de izquierda.
De todos modos, esa construcción (pienso en el libro de Engels El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado, de 1884, absolutamente válido al día de hoy) es histórica, por tanto, puede cambiar.
Quiero decir, en definitiva, que podemos pensar (y debemos trabajar para ello) en la creación de nuevos modelos de humanización.
El psicoanálisis nos da pistas para eso. Permítame decirle que al inicio de la revolución rusa, en sus albores, hubo los primeros intentos al respecto: la familia ampliada, la familia sin propiedad sobre los hijos, todos interesantes experimentos. Después vino la restauración estalinista, volvió a imponerse el “hombre viejo”, y el “hombre nuevo” no prosperó. Pero ya hay gérmenes de esas nuevas ideas.
Entonces, para el psicoanálisis, ¿no es que seamos “malos” por naturaleza? Pero ¿por qué siempre se repite que un grupo poderoso se monte sobre la mayoría? Un asesor le pide a Putin “no volver a 1917”, y el presidente en ese proyecto parece estar; los oligarcas de allí son iguales a los oligarcas de cualquier parte. ¿Estamos condenados entonces?
No, no hay ninguna condena. Ni somos “malos” por naturaleza.
Sucede que cambiar cosas es algo muy, pero muy difícil. No imposible, por supuesto, pero sí muy cuesta arriba. O nos bombardean (pensemos en lo que dije hace un momento del napalm y el agente naranja en Vietnam) o nos bombardea la historia, nos bombardea por dentro.
El psicoanálisis nos alerta acerca de lo que somos. Ojalá todo el mundo pudiera ser como Ernesto Guevara, pero eso es radicalmente imposible; la gente, los seres humanos comunes y corrientes, no somos eso, ni podemos serlo.
La imagen mítica del Che pasó a ser como la de Gardel, ambos argentinos. De ahí mi comparación (odiosa si se quiere, pero necesaria) con la figura de ese energúmeno que es este personaje muy real de la televisión estadounidense.
Para sintetizarlo: no podemos esperar siempre cosas gloriosas de cada sujeto individual.
Muchos (quizá yo soy uno de ellos, quizá el primero) salimos corriendo ante los desafíos ensuciando calzoncillos y permanecemos como esclavos sin rebelarnos ante el amo, nos asustamos, preferimos la sumisión.
Pero el grupo, el colectivo, la masa, eso sí puede hacer cosas gloriosas.
Recordemos la pintada callejera de España. La historia no la hacen grandes personajes: la hacen las masas.
Tener claro eso, terminar con el culto a la personalidad (¿hay que hacerles estatuas a los grandes personajes, o hay que terminar con eso?), reconocer que los juegos de poder están y, seguramente, seguirán estando entre nosotros, es muy importante de tener en cuenta.
Querría terminar la entrevista con una cita justamente del Che: “Yo no soy un libertador. Los libertadores no existen. Son los pueblos quienes se liberan a sí mismos”.