A fines del verano de 1959 salí de Rosario, en un viejo bus de la línea «El Rápido», con destino a la Ciudad de Santa Fe, para iniciar mi carrera de Derecho. Tenía 17 años e ignoraba, prolijamente, las razones que me llevaron a elegir esa disciplina.

La Universidad Nacional del Litoral ocupaba un edificio imponente, con el Rectorado y su Paraninfo sobre el Boulevard Gálvez, entre las calles San Jerónimo y 9 de Julio. En el contra frente, que completaba la manzana, sobre la calle Cándido Pujato, estaba la Facultad.

Mientras subía la escalinata, leí lo que decía su frontispicio: «Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales». Me detuve un momento tratando de entender, qué significaba la leyenda. Yo esperaba encontrar la Facultad de Derecho y allí se hablaba de Ciencias Jurídicas, a la vez que se las distinguía de las Ciencias Sociales. No entendí nada.

Mis dudas comenzaron a despejarse meses más tarde, durante la clase de Introducción al Derecho que dictaba el Profesor Abraham Rabotnicoff. Comprendí que todo el mundo jurídico que yo podría aprender, ahí, se dividía en dos visiones: el iusnaturalismo y el positivismo. Los primeros eran aristotélico-tomistas y los segundos eran neokantianos y kelsenianos. No existía alternativa alguna.

En esa Facultad estatal, secularizada, predominaban los neokantianos. Pero ya se crearían las Universidades Católicas para que el derecho natural, anterior y superior al hombre, siguiera orientando el pensamiento de estudiantes, maestros, abogados, jueces y fiscales.

Lo que no aparecía era una concepción superadora de esas dos posiciones, una superación dialéctica de esos opuestos, lo que demostraba la esclerosis del pensamiento jusfilosófico.

En ese singular 1959, mientras se libraba, en la Argentina, la batalla entre la enseñanza libre o laica cayó en mis manos un ejemplar de su libro Teoría Pura del Derecho, que Usted había escrito en 1934. Lo devoré en tres días. Me dejó tantos interrogantes que no los pude resolver en el resto de mi carrera, y me han acompañado hasta el día de hoy.

Es una pena que Usted, Dr. Kelsen, se haya muerto el año 1973, en California, y que yo haya arribado recién en 1974 a México, hasta donde llegaron sus honras fúnebres en el mundo académico. Me hubiera gustado ir hasta Berkeley para conocerlo y hacerle algunas preguntas fundamentales. Pero ya no tiene caso lamentarse.

Acabo de leer la segunda versión de Teoría Pura del Derecho, que Usted escribiera en 1960, publicada en español en 1964 y cuidadosamente traducida por mi amigo y compatriota Roberto Vernengo. Creo que he podido resolver la mayor parte de mis dudas. Diría que sólo me queda una y es la que motiva que le escriba esta carta.

Herr Professor, usted al igual que Hitler nació en el entonces Imperio Austrohúngaro, que se derrumbó al final de la Primera Guerra Mundial. Ambos nacieron en el seno de familias austriacas. La diferencia es que Ud. era el vástago de una familia judía de Praga y Hitler decidió convertirse en alemán y combatir con las tropas de Baviera en el frente europeo entre 1914-1918. Extraño paralelo de dos vidas que tomaron rumbos tan opuestos.

Usted fue, una vez terminada la guerra, a Viena en cuya Universidad se doctoró en Jurisprudencia, para luego pasar a Heidelberg e iniciar su sorprendente ascenso intelectual que lo consagró, para muchos, como el más grande Filósofo del Derecho del Siglo XX.

En 1934 publica su obra más conocida Teoría Pura del Derecho. Usted era entonces judío, socialdemócrata y kantiano. Lo cierto es que veía al Derecho en pleno siglo XX, luchando por superar la metafísica iusnaturalista, que creía en un orden jurídico anterior y superior al hombre, devenido de la Divinidad. Su misión era expurgar al derecho de esa herencia metafísica y convertirlo en una ciencia con un objeto y método propio. En un conocimiento positivo, objetivo y libre de ideologías.

Estaba convencido que toda ciencia se constituye a partir de una hipótesis de trabajo, que no es ni un dogma, ni una verdad en sí, sino solamente un supuesto, provisorio, instrumental, perfectible. Simplemente dirá que las ciencias naturales, tienen como hipótesis de trabajo la postulación causal: «todo efecto tiene una causa» y las ciencias normativas como el Derecho, tienen como hipótesis de trabajo que «el ser humano es imputable», y que la imputación implica una indeterminación de la voluntad frente al contenido de la norma, o lo que es lo mismo… una libertad.

Así, si la hipótesis de trabajo de las ciencias normativas como el Derecho es la imputabilidad, su objeto de estudio es solamente la validez de las normas que imputan y los modos de hacer eficaz la imputación. Como consecuencia, Usted expulsa del ámbito del derecho todo lo que signifique establecer juicios de valor, porque las cosas se valoran como causa de algo y, por lo tanto, el estudio de los valores queda en el campo de las ciencias cuya hipótesis de trabajo es la causalidad. Es decir, las Ciencias Sociales. Como si el derecho se desenvolviera en el mundo platónico de las ideas y no en la sociedad humana. De este modo, con irredarguible lógica, Herr Professor, Usted echó fuera de la ciencia del Derecho, ante los juristas boquiabiertos, la distinción entre lo justo y lo injusto, lo honesto y lo malo, lo conveniente y lo inconveniente, lo útil y lo nocivo.

El escamoteo, cometido al amparo de un estricto procedimiento lógico, ha sido formidable. El derecho se ha convertido en un puro silogismo lógico. El Palacio de Justicia es ahora una vacía estructura formal, donde la norma emitida válidamente debe hacerse eficaz con el auxilio de la fuerza. Los tan amados muebles de los valores habrá que ir a contemplarlos a la casa de la Sociología, de la Psicología, de la Economía, de la Historia, de la Ciencia Política o la Filosofía.

Para ayudar a entender como las puras normas se ordenaban jerárquicamente, creó Usted la metáfora de una pirámide invertida en cuya base, fundante de todo el ordenamiento normativo y su funcionamiento, hay una norma, no real, sino hipotético-atributiva, una norma abstracta fundamental, que otorga validez al resto de las normas.

Así, las normas son ordenes coactivas cuya validez y eficacia deriva de una norma anterior y superior con la que observan correspondencia. De esta manera se construye un sistema coherente de normas que tiene, como único fundamento, su dependencia y coherencia con otra norma en que se funda, hasta llegar a la norma hipotético-atributiva. Este marco normativo coherente y unitario le otorga al derecho la anhelada pureza e independencia que Usted buscaba. El problema, Herr Professor, es que Usted nunca definió la naturaleza y legitimidad de esa norma hipotético-atributiva. Da lo mismo que esa norma la imponga un invasor, un sátrapa, un dictador o un imperio. Lo único que cuenta es que tenga el poder y la fuerza para imponerla y hacer que el resto del orden normativo se adecue a ella.

Mi pregunta, entonces, es la siguiente: ¿Mientras Usted elaboraba este modelo puro y aséptico e incontaminado del Derecho, no pensó que le estaba dejando a Hitler el instrumento perfecto para terminar con la República de Weimar, su constitución, sus leyes, y reemplazarlas por el Tercer Reich, con su propia legitimidad y legalidad, a través de su legislación?

¿En qué mundo etéreo estaba, Herr Professor, que no percibió el ascenso del nacionalsocialismo? En qué etapa de su colosal construcción del derecho puro estaba que no advirtió que el Partido Nazi, en 1932, tomaba el gobierno en Alemania con el 33% de los votos; que en 1933 Hindenburg designó a Hitler Canciller de Alemania y que pronto éste consolidó su poder absoluto. Todo ocurrió mientras Usted continuaba su paciente tarea de convertir al derecho en una técnica aséptica, capaz de expulsar de su ámbito todo elemento contaminante de la realidad política, social, cultural o ideológica.

¿No percibía que la mayoría de los alemanes creían haber hallado al redentor de la nación alemana, luego de las humillaciones impuestas por el Tratado de Versalles? Cómo no advertirlo si, en 1929, Usted deja la Universidad de Viena y se va a Alemania, para seguir enseñando en la Universidad de Colonia.

Mientras usted preparaba la edición y lanzamiento de Teoría Pura del Derecho, ocurrieron el incendio del Reichstag que significó la muerte de la República de Weimar; la sanción de la Ley Habilitante que le dio a Hitler poderes para actuar sin consentimiento parlamentario, ni límites constitucionales; la abolición de poderes de los estados federados; la ilegalización de los partidos y organizaciones políticas, mientras el Reichstag renunciaba a sus responsabilidades democráticas. Es cierto que, cuando las balas empezaron a caer cerca, en 1933, usted optó por trasladarse a la flamante Universidad de Ginebra, donde terminó su libro, lo editó y lo lanzó a la humanidad, ya que esa Universidad tenía estrechos contactos con la Liga de las Naciones. Allí estuvo hasta 1936 en que se traslada a Praga. Cuando estalla la Segunda Contienda Mundial, decide emigrar a los Estados Unidos de América, donde arriba en 1940. Enseñó primero en Harvard y luego en Berkeley, California, donde vivió hasta su muerte en 1973.

Herr Professor, por lo que se ve, la tragedia de Alemania y del mundo, no alteró su misión intelectual de dejar una teoría pura e incontaminada del Derecho, que asegurara su autonomía tanto de las Ciencias Sociales como de las Ciencias Naturales. Cuando toda esa pesadilla pasó, en 1960, usted reescribió su teoría ampliando sus alcances, pero sin autocrítica alguna y manteniendo la pureza inmaculada de sus hipotéticos supuestos. Había usted construido un sistema jurídico cuya estructura y funciones respondían a los requerimientos de una república platónica. Han pasado cincuenta años de la publicación de la Teoría Pura y usted se vino a morir un año antes de la gran celebración. Los seguidores de su perdurable Teoría siguen siendo mayoría en los claustros, las academias y los tribunales de justicia. Siguen adorándolo a Ud. como el Profeta de la modernidad y el creador y emancipador de la ciencia jurídica.

Con todo respeto, perdóneme que no me sume a ellos. Las víctimas del régimen nazi, los millones de muertos de la Segunda Guerra Mundial y las violaciones a la libertad, la democracia y los derechos humanos que se cometieron, y aún se cometen, en distintas partes del mundo, al amparo de su teoría, no me lo permiten. La consciencia moral de la humanidad tampoco. Herr Professor, estoy seguro qué, si Ud. lee esta carta, esté dondequiera que esté, me dirá que hice una interpretación de su Teoría. Lo mismo dirán sus discípulos y usufructuarios. Ud. fue un relativista valorativo, así que me entenderá si cito a Nietzsche quien decía «no hay hechos, sino interpretaciones». Por lo tanto, si Ud. supuso que existía una norma hipotética, sin probar su existencia, no estamos ante una verdad. Le tendremos que dar la razón a Michel Foucault: «la verdad es hija del poder».

Usted elaboró toda su prolija construcción omitiendo cualquier referencia al poder, con lo cual les brindó a los detentadores de este una fórmula impecable para tratar de legitimarse y eternizarse en el mismo. ¡No pienso que lo haya hecho exprofeso, pero qué ingenuidad la suya! Le facilitó a Hitler y todos sus adláteres e imitadores la fórmula para hacerse del poder en nombre de valores que Ud. expulsó del ámbito jurídico: libertad, orden, progreso, desarrollo, soberanía.

Nunca atraparemos, desde la filosofía, una verdad definitiva. Lo que puede pasar es que una interpretación prevalezca sobre las demás. La suya fue, y la de sus discípulos también, una interpretación que se impuso por la fuerza. Es la fuerza que deviene del poder (ese detalle que se le olvidó). Foucault analizó la relación entre la verdad y el poder. La verdad aceptada, la que hace el sentido común, es una creación del poder. Tener poder es obligar a los demás a aceptar mi verdad como la verdad de todos. Entonces la lucha por la verdad es la lucha por el poder. En esta época el poder se apoya en un trípode: militar, financiero y comunicacional. Qué lástima, Herr Professor, que Ud. no leyera Foucault: habría desentrañado la anatomía del poder. Nos estaría explicando cómo los dueños del capital financiero y los grandes medios de comunicación masiva: ponen y voltean gobiernos, cómo nombran ministros de esos gobiernos y de las Cortes Supremas de Justicia, que profesan la fe de su Teoría Pura.

Pero no es necesario, es mucho más sencillo que su Teoría, lo sabe todo el mundo. Yo se lo diré: La concentración de medios de comunicación permite acumular poder. Esa acumulación de poder permite imponer verdades. Ergo, el que maneja el aparato comunicacional tiene más poder, para crear e imponer verdades.

No es tan puro como su Teoría, pero mucho más real.