La antigüedad ubicó la ciudad de Éfeso cerca del mar Egeo y de la desembocadura del río Caístro, a los pies de los montes Prion y Coreso, constituyéndose en un notable y atractivo centro religioso, cultural y comercial con oro y tejidos, paños de Egipto, lanas y rosas de lejos. Con dos puertos fluviales, la ciudad rebullía de colores y la brisa sobre el mar permitía adivinar en lontananza la isla de Samos, donde nació Pitágoras.

Las hetairas de Afrodita, con túnicas transparentes y telas de lino hilado, ofrecían deleites urbanos, variados e intensos; mientras que los esclavos, los magnesios especialmente, daban brillo deslumbrante a la ciudad con su trabajo interminable en el tiempo del dominio persa. Éfeso debía su nombre al de una reina amazona que gobernó a las mujeres guerreras.

Siendo Teseo rey de Atenas, lideró la conquista de las amazonas, pero, según Plutarco, se enamoró de Antíope y la secuestró. Las amazonas atacaron Atenas infructuosamente. Sin embargo, siendo derrotadas, tuvieron el temple para subyugar a sus captores. Pudieron reconciliarse con ellos en la costa de los escitas, donde, según Heródoto, formaron una sociedad guerrera, matriarcal y ginecocrática llamada de los saurómatas.

Los regímenes de las mujeres fueron restrictivos y descentralizados, con reinas de diversas tribus. Su hegemonía impedía que los hombres cultiven la tierra y participen en los actos bélicos. Heródoto narra que ciertos guerreros escitas descubrieron debajo de la armadura de un antagonista a una mujer: una amazona. Decidieron cortejarlas y procrear hijos feroces y ostentosos, para lo que las esperaron en un lugar aislado donde acudían de a dos. Ellas los recibieron muy bien y copularon con los dos primeros escitas y después con todos los demás. Pese a la diferencia de lenguas, los escitas les propusieron que los acompañaran como sus esposas; pero las amazonas se rehusaron arguyendo la prioridad de sus labores castrenses. Se hicieron entender que para las actividades domésticas no tenían ningún deseo de realizarlas, tampoco conocimiento ni capacidad. La incomunicación habría generado un nuevo dialecto: el sarmatiano que se hablaba cerca del río Don.

Los escitas las llamaban «matadoras de hombres» y su dominio les permitió extenderse y fundar ciudades-Estado de la antigüedad como fueron, según Democles, Éfeso, Anea, Mirina, Cúma, Elea, Tiba, Magnesia y Priene. Flavio Arriano asevera que las amazonas tenían en cuenta la genealogía por línea materna exclusivamente y que sus reinas dieron nombre a varias ciudades, entre ellas, Éfeso y Elea. Temiságoras, por su parte, afirma que, tanto las efesias como las amazonas de otras ciudades y de los alrededores de la magnífica ciudad, no realizaban labores femeninas y gustaban de ceñirse con correas y armas para efectuar las tareas masculinas.

Heráclides Póntico dice que el nombre «Éfeso» no provino de una reina amazona, sino de la palabra ηφεїνάι (epheinái) que significa «conceder». Al respecto, Heracles habría dado tierras a las amazonas donde fundaron la ciudad. Respecto de la palabra amazonas, es probable que se formó del término amazoi (αμαζωι) que significa sin pecho. Se creía que ellas mismas extirpaban el seno derecho a las niñas para optimizar su experticia como arqueras y para lanzar la jabalina, aunque hay representaciones artísticas con guerreras ostentando ambos senos desnudos. Otro origen, aunque menos probable, refiere las palabras armenias emón (ημών, mieses) y dsóne (ζώνη, cinturón), atribuyéndoseles a las amazonas la evocación de mujeres-Luna asociadas con la Diosa Blanca.

Que, en la organización del poder, las amazonas hayan definido recurrentemente que dos reinas las gobernarían, una para los asuntos de la guerra y otra para los asuntos domésticos, la caza y la agricultura; facilitaba que las mujeres se preparasen asiduamente para cumplir las labores concernientes a la guerra. Se entrenaban para formar un poderoso ejército de guerreras a caballo, con espada, hacha doble y un escudo en forma de Luna creciente.

Hay versiones que presentan a las amazonas como crueles gobernantes, autócratas que imponían regímenes de terror. Habrían sido seres que esclavizaban a los niños, los mataban o cegaban. Otras versiones, sin embargo, las muestran como personas prácticas que usaban a los hombres cautivos o de tribus vecinas, copulaban con ellos dos veces al año y, de este modo, garantizaban la reproducción de las niñas, puesto que los varones que naciesen eran devueltos a las tribus de sus progenitores.

Existe suficiente evidencia histórica que muestra que gobernaron regiones de Europa, Asia Menor y África; fundaron importantes ciudades e incluso acuñaron monedas antiguas de bronce. Construyeron estatuas y templos conmemorativos de sus fundadoras y al menos en el entorno de la isla griega Lemnos, establecieron un reino ginecocrático. Otras evidencias sugieren que en el norte de la actual Turquía cerca del mar Azov, durante la Edad de Bronce, hubo una nación matriarcal que coligaba varias ciudades Estado. La región que desemboca en el Mar Negro estuvo circunscrita por el río Thermodón, albergando a la capital de las amazonas: Themiskyra. Fue fundada por Lysippe, adquiriendo un dominio de amplia influencia cultural desde el siglo VI hasta el siglo IV antes de Cristo.

Aparte de su identidad fundada en la Diosa Blanca, otras asociaciones de las amazonas se dieron con la Tierra Madre, la Luna, la serpiente y con Artemisa. Esta antigua y venerada diosa que aliviaba las enfermedades femeninas evocaba la caza, los animales salvajes, el territorio virgen, los alumbramientos, la virginidad y las doncellas; protegía a las amazonas desde el momento en el que, encaminándose a enfrentar a Teseo, se detuvieron a ofrendar, bailar y solicitar el resguardo de Artemisa. Pausanias indica que existía un pequeño santuario creado para ofrendar a la diosa helena, de manera que las mujeres armadas rindan a Artemisa sus más apreciadas oblaciones.

La esencia agonística de las amazonas provenía de su origen: eran hijas de Ares, el mítico dios de la guerra asociado con la brutalidad, la violencia y las batallas, incluso cuando no las ganaba. Considérese, por ejemplo, los siguientes fragmentos de Heráclito, el más connotado hijo de Éfeso:

La guerra es el rey y padre de todas las cosas. A algunas ha convertido en dioses, a otras, en hombres; a algunas ha esclavizado, a otras ha liberado1.

Debemos saber que la guerra es común a todos y que la discordia es justicia y que todas las cosas se engendran de discordia y necesidad2.

Los fragmentos transcritos evocan a Pólemo (Πόλεμος) como la personificación de la guerra y como la figura de la discordia, asociado también con los gritos de la confrontación cuerpo a cuerpo. Sin embargo, el término griego pólemo no es necesariamente un nombre propio ni un dios de la mitología antigua. El universo semántico de tal palabra refiere tanto la guerra, la batalla, el combate, el choque y la polémica; como también la hostilidad, la beligerancia, la destrucción, la enemistad, el ataque y a los enemigos.

Para las amazonas, Pólemo representaba el sustrato de su identidad cristalizada en que sean efesias de origen. Que la ciudad de Éfeso deba su nombre a una reina guerrera, hija de Ares, refiere la imagen epónima por excelencia: vinculada con el poder, con la fuerza y la virilidad en la etnogénesis de la ciudadanía, eminentemente femenina. Se trata de los atributos fundamentales apreciados por las mujeres que también se representan al dios de la guerra seduciendo al menos a tres decenas de diosas o mujeres —como la hermosa, divina, amante y aliada Afrodita- y al procreador del doble de vástagos, entre ellos, por ejemplo, Eros, Phobos, Antíope y Harmonía.

Sin embargo, ni Pólemo ni Ares representan algún desplazamiento del tributo ritual ni cambio alguno del imaginario de fidelidad de las amazonas, protegidas esencialmente por Artemisa, dirigido hacia un dios masculino. Robert Graves ha mostrado que deidades antiguas, sean británicas, hebreas o griegas, incluso varias diosas de la agricultura, además de la Tierra Madre, la Luna y la Diosa Blanca, se habrían configurado en oposición a los dioses patriarcales. Se trataría de las deidades que se asociarían con el matriarcado y el dominio femenino arcaico que, por el orden histórico de los acontecimientos, se encaminó a desaparecer, precipitando el final de la primacía de la vida y de la renovación femenina; el colapso de la fertilidad como el valor supremo y el cuestionamiento de la protección que esté cobijada en el seno materno3.

Por su parte, Françoise d'Eaubonne, con exhaustiva información, ha interpretado que las religiones antiguas, tanto de Mesopotamia, Grecia, Egipto y la región céltica, como una innumerable cantidad de culturas africanas, tendrían significativas similitudes recurrentes. D'Eaubonne afirma que, en la evolución de la cultura occidental, habría adquirido una importancia capital, la imagen arcaica de una mujer serpiente prefigurada en distintas religiones. De esta manera, la tendencia ginecocrática de varias civilizaciones de la antigüedad, se expresaría, por ejemplo, en la imagen de las amazonas, asociada con determinados rituales y tributos cíclicos. La centralidad de lo sagrado radicada en el protagonismo de la Tierra Madre y de la Diosa Blanca, se potenciaría con conjuros sobre la vida y la muerte, además de efigies y evocaciones de la fertilidad4.

Como hijas del dios de la guerra, las amazonas se constelan como amantes de la discordia y del enfrentamiento. Son dueñas de su destino político y de la organización de la sociedad donde viven. Capaces de enfrentar a las más bravas figuras de la mitología griega, enfrentando a héroes tan poderosos como Teseo y Heracles, son seres humanos sobre las que siempre prevalecería la protección divina de Artemisa. A veces, aparecen con una imagen sobrenatural, pero siempre realizan sus impulsos efervescentes, intensos, radicales y violentos. Son las mujeres agitadas, primordiales y fogosas; las guerreras aguerridas erguidas siempre al lado de la Diosa Blanca y las personas libres de cualquier forma de dominio masculino. Son las arquitectas de su propia estructura social y las garantes de un reino estable gracias a que detentan ellas mismas, la fuerza y la habilidad bélica que las preservan. Tal, su fisonomía que es muy probable que haya motivado algún interés de Heráclito, el filósofo oscuro; fisonomía que sea míticamente como imaginario colectivo o sea como acontecimientos históricos en el devenir de la cultura de Occidente, ha generado temores y sospechas. El carácter indoblegable de las amazonas, su ser asertivo y su enorme energía para realizarse por sí mismas, se ha convertido en un peligro para el varón. Han irrumpido sospechas acerca de su sometimiento a la subordinación masculina, que ha sido preservada gracias al amor románticamente sublimado y la fuerza física y violenta realizada como último recurso.

Las amazonas se vinculan con la Luna, visualizada como la gran Diosa Blanca. Tal asociación expresa la metáfora del poder de las mujeres en una época matriarcal arcana. Cuando Atenas adquiría relevancia cultural en el mundo griego, no podían subsistir los rasgos matrísticos y menos la figura de la mujer asociada con la imagen de una guerrera. Debía imponerse el empeño patriarcal de homogeneidad ideológica centrada en la ciudad y en la casa con roles específicos para las esferas pública y privada, destruyéndose todo reducto, inclusive mítico, que muestre algún atisbo del poder femenino de la antigüedad.

El declive y la muerte del protagonismo de la Tierra Madre y del poder de la gran Diosa Blanca, precipitaron el final del mundo arcano, de una organización que no era sustentable, comenzando a realizarse un conjunto de papeles y roles que, como parte del guion femenino, redujeron o simplificaron a las mujeres a representar personajes de decoración y reproducción. De esta manera se consumó la caída del matriarcado encaminándose a su substitución por el patriarcado, fundado en la creencia de la superioridad del varón y caracterizado como recurrentemente androcéntrico, obsesivamente sexista, definitivamente machista e irremediablemente falocrático.

Notas

1 Fragmento 53°, Heráclito, Fragmentos. Trad. Luis Farré. Editorial Aguilar. Colección Iniciación filosófica. Buenos Aires, 1977, p. 126.
2 Fragmento 80°, Ídem, p. 138.
3 La Diosa Blanca: Gramática histórica del mito poético, Trad. Luis Etchavarri. Editorial Alianza Universidad, Sección Humanidades. Madrid, 1996, pp. 76 ss., 646 ss.
4 Les femmes avant le patriarcat. Payot, Bibliothèque scientifique. Paris, 1977, pp. 9 ss., 203 ss.