Las ramas de los árboles se agitan y un sonido desconocido, pero inconfundiblemente triste, enturbia el aire. Uuu, uuu, uuu, o algo parecido, se lamenta una paloma, uuu, uuu, uuu, se une al plañido su compañera que llega aleteando llena de angustia, uuu, uuu, uuu, susurran las dos juntas y una ardilla de pie lanza al suelo sus huevos rotos y vaciados. Quizá los petirrojos reaccionan igual, quizá por ello últimamente se les ve menos, y quizá el tordo y la calandria han aprendido la lección en pellejo ajeno. Se defienden peleando furiosos, alertan al compañero del peligro inminente, trinan enloquecidos, persiguen a la ardilla, y entre picotazos y un bochinche que se oye a una manzana de distancia, logran hacerla retroceder y nunca se lo perdonan. Basta que una se ponga a jugar a la equilibrista en los cables de la luz, aunque ese día no haya asaltado ningún nido, para que el tordo y la calandria la picoteen con toda la violencia de la vida intentando hacerla caer.

Están por todos lados. En las jardineras de las avenidas, en los arbolitos de las veredas de las urbanizaciones, en casi todos los árboles de casi todos los parques y hasta en jardines, terrazas y balcones privados. Las casi recién llegadas son un montón, nadie sabe con certeza cómo vinieron y su presencia genera reacciones tan radicales como el fútbol o la política. Son las ardillas de nuca blanca, oriundas de los bosques secos del norte del Perú, aunque limeñas de nacimiento desde hace generaciones. Tan limeñas son ahora, que algunas hasta nacen rubias.

Que las trajeron para controlar la sobrepoblación de palomas y fracasaron, dicen algunos. Que llegaron por culpa del tráfico ilegal de especies exóticas, cuentan otros, y que unos cuantos pares de escapistas fecundos y empeñosos poblaron las zonas más arboladas de Lima. Que son lindas y tiernísimas, con esas manitos y su colita peludita, ¡ay qué hermosura!, se conmueven unos, sobre todo las señoras con poco quehacer. Que son malísimas, llenas de pulgas, garrapatas y sepa Dios qué más, son ratas con pashmina, opinan otros y casi todos los de ese bando cuentan algo muy parecido: una vez, una de ellas los miró fijamente, y así, sin quitarles la mirada, se golpeó el pecho en pose de King Kong, ¿y qué hizo usted?, ¡salí disparado!

El Servicio Nacional Forestal y de Fauna Silvestre, que existe, aunque nadie lo hubiera creído, está harto de pedir a los limeños que no se acerquen a las ardillas y que, por favor, de ninguna manera, pero de ninguna, les den de comer. Por las puras es. Sus enamorados no sólo las contemplan embelesados, les toman fotos y las filman, sino que, buenísimos, se han erigido en sus protectores y proveedores, y como la ardilla no tiene depredadores naturales en Lima, ha comenzado a reinar.

Mi amor, dice casi siempre una mujer, aunque también hay hombres, tu comidita, mi vida, y alguna ardilla se acerca tanto, que toma la comida de los dedos del proveedor y luego se aleja. Mi reina, hermosa, preciosa, sigue diciendo el humano, buenísimo, mientras va colocando más frutas, verduras, semillas y/o un pocillo con agua en alguna rama del árbol o al pie del mismo. No faltan los que colaboran, buenísimos también, con guisos, arroz cocido y hasta tallarines, al fin y al cabo, la gastronomía peruana es tan sabrosa que ha de deleitar hasta a una ardilla, aunque esos lo hacen con menos aspaviento, no vaya alguien a increparles que podrían indigestarlas. Hasta mañana, mi amorcito, se despiden, con alharaca o sin ella, y entonces las ramas empiezan a sonar.

Desde las copas más altas bajan más ardillas a toda velocidad para recoger lo que no pidieron porque pueden proveerse solas, pero sólo los tontos rechazan algo sin probarlo y nadie hay más listo que una ardilla, o, como se dice en peruano, las ardillas son muy moscas. Surgen las peleas, siempre bárbaras y a todo correr, y en el afán de derrotar al prójimo, a la ardilla no le importa que su rival pueda terminar en el hocico de un perro que presencia el espectáculo fascinado al pie del árbol, ¡Ttttsssss!, escapa con las justas la ardilla derrotada pero vivísima, ¡Aaauuu!, llora el perro sin entender nada porque pasó demasiado rápido.

Los perros son dignos de verse. Algunos las miran de reojo, con la resignación de quien sabe que por mucho que las persiga, nunca las alcanzará y es mejor fingir indiferencia que perder la dignidad. Los menos sabios o más optimistas, caminan en cambio mirando al cielo con cara de pavos, como hipnotizados, y cuando detectan a una, tuercen los ojitos en el esfuerzo imposible de seguirle el rastro. ¡Aaauuu!, desesperan, quién sabe si con curiosidad científica o gastronómica, imitando en tierra las carreras que pega la ardilla en las copas de los árboles, ¡aaayyy!, frenéticos, trepan cuantos troncos pueden y en general, hacen un papelón que los deja con la lengua y el orgullo por el suelo, ¡aaauuu!, dicen más bajito cuando sus humanos logran convencerlos de que es una misión imposible, porque la ardilla ha llegado a una rama tan alta, que está acusándolos con Dios. Si alguno de los guardianes de las ardillas, buenísimo, presencia esto, se ofende e interviene.

–Su perrita está cazando a la ardilla y no deja que coma lo que le hemos traído.

–Sólo está mirándola y la comida está tan alta, que puede comerla sin que mi perra la alcance.

–Sí, pero está estresándola.

Sucede que los guardianes de las ardillas, buenísimos, están consiguiendo hacerles creer que el mundo es un lugar buenísimo, como ellos, y en ocasiones, las susodichas bajan la guardia. Se les ve caminando al pie de los árboles, en las veredas y hasta en las pistas, distraídas, como quien piensa en la inmortalidad del mosquito, sin prestar atención al ambiente, desechando las órdenes que sus mayores inculcaron en su instinto. Sucede también que no todos los perros van con correa porque sus dueños creen que las normas municipales valen tanto como las exhortaciones del Servicio Nacional Forestal y de Fauna Silvestre. Sucede, poquísimas veces, pero sucede, que algún perro suelto encuentra a una de esas ardillas de espaldas, pensando en las musarañas y ¡Zas!, le tuerce el pescuezo, asciende a leyenda entre los perros del barrio y desciende a asesino malvado entre los limeños buenísimos. No sólo pasa con los perros sueltos, sino también con los que pasean a cargo de algún adicto al teléfono celular.

Estas poquísimas bajas no hacen ni cosquillas al tamaño de la población de ardillas en Lima, pero han hundido a perros (y a gatos) en la ignominia. La Reina come pan, manzanas y ají de gallina; de vez en cuando roe cables y ramas, porque todavía, aunque lejana, oye a la voz de sus ancestros recordarle que sus dientes nunca paran de crecer, y absorta, cada día más convencida de que los humanos somos buenísimos, juega con su corona. Si por lo menos un perro callejero pudiera acercársele y contarle las consecuencias de confiar en los humanos… ¡Fuera de aquí perro cochino!, ¡espántalo, espántalo, que está estresando a la ardillita! ¡Vete, asesino malvado!

El tordo y la calandria, inmunes a los juicios humanos, patrullan los parques serísimos, con actitud de quien lleva un fusil al hombro.