Hace una semana, cayó una lluvia que tiñó de oro las calles, los techos, las plazas y los jardines de este barrio. No recuerdo haber visto una nube en el cielo, y fue como si el sol, después de todos estos años, al fin dejara caer sus lágrimas tras percatarse de los asuntos que ocurren aquí abajo, en la Creación. O al menos con esas palabras lo describió Pasítea la tarde siguiente, antes de servirme la manzanilla y ocuparse de sus obligaciones y los demás comensales. Así me lo dijo. Con esas maneras tan vistosas de allá lejos, de donde viene ella.

Disfruto mucho de este barrio, y no encuentro razones para salir de aquí. ¿Qué más da que solo sean unas cuantas calles, algunos edificios y negocios? Cada tarde, después de la manzanilla, me despido de Pasítea y de quienes se encuentran ahí esperando a que les atienda, y camino por los patios de adoquín y zacate, los pabellones y las callejuelas. Me fumo uno o dos cigarros, y llego hasta las periferias más allá de las cuales no me interesa ir. Entonces regreso hasta la plaza del reloj y paso el resto de la jornada en mi buhardilla, donde leo sobre países y lugares que tan solo puedo imaginar. Desde que tengo recuerdo, hago esta vida gracias a un dinero a mi nombre. Tal vez lo obtuve en un robo o una herencia. Tal vez lo gané en un concurso de letras o lo encontré dentro del traje de un muerto. No lo sé, pero es suficiente para llevar tranquilo el ir y venir de mis días.

De entre la gente de este sitio, con quien prefiero tomar la manzanilla en donde Pasítea es con Daniel Dagdomer, aunque hace tiempo que no lo veo por ahí. Como yo, no tiene interés en salir de este barrio, aunque en ocasiones desaparece sin más. Le gusta presentarse con el apellido de su madre, una judía de los Países Bajos, aunque su cabello, maneras y bigotillo son los de su padre, un musulmán de Egipto. La relación entre ambos hombres, me comentó alguna vez, no era grata desde que el padre se marchara de vuelta a su país, cuando Daniel era apenas un adolescente. Con eso y todo, en ocasiones a Daniel le gustaba visitarle en El Cairo, pues sentía un gran amor por su media hermana. Esa era la única excusa que él tenía para irse de este sitio, pues Ámsterdam, decía, es un hervidero de turistas y putas, y El Cairo un asunto aún más detestable. ¿Y las pirámides?, me interesaba yo por culpa de mis lecturas, pero Daniel me interrumpía con un manotazo sobre la mesa en la que descansaban nuestras manzanillas. Solo un montón de piedras.

Daniel se jacta de ser filósofo y poeta. Incluso publicó un poemario en una editorial minúscula, pero yo no entiendo una sola de las líneas que de vez en cuando me declama, pues ninguna de sus dos lenguas me es conocida. Charlamos siempre en un inglés más bien mediocre por su parte, aunque no por eso falto de gracia e inflexiones hermosas. Solemos caminar juntos por estas calles. Yo con el cigarro entre los labios, él hablándome sobre neoplatonismo o el Libro de los muertos. Nos detenemos ante una capilla, o bajo la pérgola de algún parque dejado a su suerte, y él me explica la vida de Plotino, o los detalles de cualquier proyecto en el que está trabajando, mientras yo pienso que tal vez esa noche, o la siguiente, debería llevarle un par de flores a Pasítea.

Le gustan blancas y rojas. No importa de cuáles, con tal de que sean esos colores, aunque prefiere a las amapolas y las daturas. Le llevo unas cuantas cada vez que puedo —o recuerdo—, poco antes de que concluya la jornada y cierre el café. Algunas veces, pasamos la noche en su apartamento, en la otra esquina de la plaza del reloj. Otras, prefiero que nos encontremos en mi buhardilla. Sobre todo, después de un día en el que no he hecho otra cosa más que caminar por las calles del barrio. Cuando así pasa, tomamos algo y charlamos hasta las primeras luces. Ella me pregunta cosas sobre el hombre de la foto en mi escritorio, y le cuento historias sobre mi padre. Le digo que fue capitán del ejército, músico de orquesta, o profesor de universidad. Lo que sea que se me ocurra en el momento sobre el hombre de aquella foto borrosa, pues de mi padre no tengo recuerdos. Tan solo de mi madre y mi hermano, el gemelo.

A Pasítea le gusta hablarme sobre su país, allá lejos. Me habla de las mujeres que visten con las plumas del búho la noche anterior al matrimonio, de los hombres que suben a la luna cuando deja de llorarles el primer hijo, y de las viejas que entreven las fortunas en las arrugas de los rostros que descansan a la luz de las estrellas. De tanto en tanto me cuenta historias de su madre, quien una vez tejió una casa con el castaño de su cabello, y también de su padre, quien construyó un puente con las hojas del otoño pasado. De poca cosa, en cambio, puedo hablarle, además de anécdotas en libros empolvados. Gestas de héroes muertos, hazañas de dioses perdidos.

Si conozco de lo que trata el libro de Daniel, es solo porque él me lo ha explicado. Lo guardo en una de mis estanterías, junto con otros tantos títulos empolvados que jamás voy a leer, pero me gusta hojearlo para pretender que entiendo lo que me dice con su lengua bárbara. Daniel es un idealista, como si fuera un místico de la India, y su poemario es una refutación de la tiranía de la materia. O al menos así me lo explicó una noche, entre disertaciones de metafísica e impresiones de la última visita a su padre y media hermana en El Cairo. Si todo en el universo es una emanación de la mente, me dijo una vez, entonces todo en el universo es un sueño. Los sentidos y la percepción. Los cerebros y los recuerdos. Las arenas y las estrellas. ¿De qué manera podría refutarlo?, me preguntó. Yo le di una bofetada y le dije que así lo refutaba. Él escupió en los adoquines y se frotó los cachetes. No me has entendido una sola palabra.

Desde que cayera la lluvia de oro, las flores que he regalado a Pasítea adquirieron proporciones perfectas. La geometría de las formas en la naturaleza, creo recordar, no es fiel al sentido que le otorga la sensibilidad de lo matemático. El círculo de la amapola y el pentágono de la datura no pueden ser regulares, pues de otra manera no serían ni amapolas ni daturas, ya que la imperfección es la marca de lo real. A Pasítea no parece molestarle esta intrusión de lo divino en nuestro día a día. Me pide que le lleve más de estas flores, y así lo hago, no sé si por cariño u obligación, a pesar de la ligera repulsión que siento con tan solo observarlas. A cambio de esto, ella me prepara una cena y me habla de la nieve dorada que cayó en la playa hace unos días, así como de otras novedades de las que se ha enterado. Más allá de esta plaza del reloj de la que ninguno de los dos tenemos interés por abandonar.

La última vez que vi a Daniel, me mostró una foto de su media hermana. Era tan solo una silueta ante unos manchones, pero pretendí que se trataba de una mujer muy hermosa. Sí, sí, dijo el otro sin dejar de mirarla, como si fuera una verdad aparente. Luego me preguntó cómo llamaría a un hijo mío, y le comenté que de cualquier manera menos como yo, pues quería ahorrarle la pena de que parte de su identidad fuera un recuerdo de su padre. Lo cierto es que dije aquello porque no tenía nada más por responderle. La decendencia y otros asuntos del futuro no son algo en lo que pienso, aunque sentí que tal vez yo debía hacerle la misma pregunta. Daniel guardó la foto en el bolsillo de su camisa y dijo que aún no lo sabía, pero su niña se llamaría Hemera. Desde entonces no lo he vuelto a ver.

A Pasítea le gusta regar las flores de mi buhardilla. Se detiene ante las esferas de las amapolas y las daturas, y luego prepara manzanilla para los dos. Me cuenta historias de su país allá lejos, en el que las mujeres visten las plumas del búho y los hombres suben por los rayos de la luna, mientras yo desempolvo los libros que jamás voy a leer. Entre ellos, el de Daniel Dagdomer, que de pronto cae al suelo para abrirse en una página cualquiera, y aunque soy incapaz de leer los detalles de su lengua bárbara, me dice que, si todo en el universo es una emanación de la mente, entonces todo en el universo es un sueño.

Pasítea me recuerda que la manzanilla se enfría. Hipnos, susurra, ¿qué te pasa? Y no sé qué cosa contestarle, salvo lo curioso que me parece que pasemos nuestras vidas aquí dentro, en esta buhardilla, de la que no tenemos intención de salir jamás.