Estaba yo en el Parque Central de La Habana sentado a la sombra de las palmeras, esperando el HabanaBusTour que pasea turistas hasta Playa del Este, cuando ella —pequeña y mulata con larga cabellera negra— se me acercó. Venía vestida con jeans ajustados y camiseta blanca de manga corta. Fue una mañana de verano.

—Soy Sheila, ¿quieres aprender a bailar salsa con esta mulatita? —me susurró clandestina.

Sheila caza turistas mostrando su sonrisa infantil y una tarjeta de cartulina con sus datos impresos en tintas multicolores. Se sentó a mi lado, tenía los muslos calientes. Nos saludamos, y me contó que es Licenciada en Artes y que —a sus ventipocos años— ya tiene una niñita de apenas dos; me enseñó la foto: una niñita de piel negra con espeso cabello rizado. Cada mañana deja a su niñita en el Círculo Infantil y sale a la calle a buscar extranjeros dispuestos a pagar por aprender a bailar salsa cubana; tiene licencia de cuentapropista1 y enseña en un local arrendado por horas en el barrio viejo, cerca de la calle Obispo. Estamos a final de junio, hace mucho calor.

—Este mes no hubo suerte, pocos turistas aceptan —se lamenta Sheila.

Tampoco tuvo suerte en la vida, escapó de Dos Ríos (Santiago de Cuba) huyendo del hambre y de las pestes que emite la manufactura azucarera.

—En mi pueblo trabajaba de maestra en una escuela y el Estado me pagaba 10 dólares mensuales. Vivía con mis padres, estaba soltera, sin responsabilidades. Un día me subí en un camión y, tras 15 horas de viaje, me presenté en la Habana. Llegué sin casa y sin permiso de residencia.

—¿Cómo te recibieron? No tenía permiso de residencia, si la policía me encontrase aquí me deportaría de inmediato. Pagué 100 dólares a un hombre desconocido para que él aportara el domicilio, así conseguí el documento de identidad, el derecho a residir en La Habana y un hombre que me protegía. Ahora comparto con él casa, cama y la niña que nació después.

Habitan en un reparto2 a 30 km de la capital, en la casa del «suegro».

—¿Cómo es la casa?

—La «casa» es de planta baja, oscura y con medio techo de chapa ondulada; la otra mitad se la llevó el huracán Irma. La puerta de acceso cierra con tablas viejas.

—¿Cómo es por dentro?

—Tiene una sala de entrada, un aseo y un cuarto. La entrada sirve de recibidor, de cocina y de comedor, ahí duerme el suegro sobre un camastro; yo duermo en el cuarto compartiendo la cama con mi niñita y el padre.

El HabanaBusTour tardaba en aparecer, una larga fila de extranjeros esperaba bajo el sol quemante. Después de esta breve charla sentados en un banco de piedra a la sombra de las palmeras, ella se ofreció para acompañarme hasta Playa del Este en un transporte local. Acepté y fuimos en un colectivo, un taxi-camioneta americana de los años 50 lleno de enseres y de pasajeros: ocho pasajeros apretujados dentro —más dos pollos y una cabra vivos— compartiendo con otros que subían y bajaban por el camino. Tardamos casi una hora en llegar y pagué un dólar por cada uno.

Paseando por la playa me habla de su «familia»:

—El padre de mi niña cuida caballos. El suegro «resuelve»3 con sacos de cemento y materiales de construcción que saca de un almacén del Estado por la puerta de atrás; le gusta el ron y también usa las dos camas: de noche duerme en el camastro de la entrada, de día se entrega a placeres asilvestrados con niñas menores en la cama del cuarto, a dos dólares la cita más una botella de ron.

Comimos tranquilos en un paladar italiano —espagueti al pesto, cerdo ahumado y cerveza Cristal muy fría— acompañados por canciones italianas de los 60 y el aire acondicionado congelándonos a temperatura infrahumana.

Ya en la calle, sentados en un «taxi» tirado por caballos recorrimos la ciudad bajo un aire ardiente. Grandes casas de dos plantas con piscina privada se levantaban a un lado y a otro.

—Tú compra una casa aquí, cerca del mar. La pones a mi nombre y yo te la cuidaré mientras tú estás en Barcelona y, cuando vengas por aquí, —breve silencio— tú y yo... —me sugiere con picardía.

De repente la tempestad nos azotó con viento huracanado lanzando tierra y polvo contra nuestras caras.

Retornamos a la capital. Nos despedimos con abrazos, cerca de la estación de trenes, al caer el sol.

Vuelvo a La Habana dos años después. Pasó la pandemia, pasaron los confinamientos, escasos turistas esperan en la parada de HabanaBusTour. Sheila merodea por el Parque Central con su larga cabellera negra y un bebito en brazos, su niñita de piel negra con abundante cabello rizado corretea entre los matorrales secos.

Notas

1 Cuentapropista: que tiene autorización del gobierno para trabajar por cuenta propia.
2 Reparto: en Cuba, es un estilo de barrio muy pobre donde todos hacen vida en la calle; los ancianos juegan al dominó y los jóvenes vagabundean vestidos con pantalón muy corto, chancletas y torso descubierto.
3 Resuelve: trapichea, se gana la vida vendiendo material robado en almacenes del Estado.