Nos estamos acercando a un momento decisivo para la guerra ruso-ucraniana. Vladímir Putin lo sabe y por eso pronunció un discurso altamente nacionalista el 21 de febrero en Moscú, apuntando a avivar un sentimiento aún más patriótico en sus tropas, enmarcado por el mismo relato legitimador que rige desde el principio del conflicto.

A un año del inicio de la invasión militar rusa, la campaña internacional que acaba de finalizar Volodímir Zelenski, en pos de conseguir nuevos apoyos, apunta a preparar una contra-ofensiva en el Dombás para el mes de marzo o abril. Se están entregando nuevos equipos militares (tanques y otros vehículos blindados). Varios centenares de combatientes acaban de ser formados en Estados Unidos. Otros países aliados transfieren capacidades para coordinar maniobras inter-armas, una modalidad táctica central en este conflicto.

En el medio de una gran neblina informacional, estos preparativos se emprenden a raíz de la degradación continua que se observa en el ejército ruso a lo largo de un año de guerra abierta. Tres semanas atrás, las fuerzas rusas habían anunciado una ofensiva importante en el Dombás, de la cual los medios y servicios de inteligencia occidentales se hicieron eco. Sin embargo, esta ofensiva no se desplegó realmente, y marcó inclusive un retroceso del ejército ruso (ciudad de Vuhledar). Un combate intensivo se cristaliza hoy en día en la ciudad Bakhmut, una ciudad sin particular relevancia estratégica. A fin de cuentas, se trata de un nuevo tropiezo estratégico que se va agregando a otros: el asalto inicial a Kiev en enero 2022, seguido del Dombás (intento de retomar completamente estas provincias) y de la ciudad de Jersón donde la retirada del ejército permitió evitar una debacle mayor. Últimamente, la artillería rusa logró mantener bajo presión un frente estable de aproximadamente 150 km y alcanzar ciertos puntos de la infraestructura ucraniana. Pero las evidencias de terreno ponen de manifiesto que Moscú no dispone de las fuerzas para lanzar otro ataque mayor.

Los distintos llamados a dialogar y negociar, inclusive de parte de China, dan cuenta de una escalada que preocupa la comunidad internacional, además de padecer ciertos impactos colaterales del conflicto (energía, economía). Los flujos de propaganda, de ambos campos, polarizan inevitablemente a la comunidad internacional. Nos guste o no el choque armado, es hoy el principal arbitro de la confrontación y lo seguirá siendo hasta agotar la relación de fuerzas. La reciente conferencia de seguridad de Múnich dio a entender la estrategia que vertebra ahora a los aliados de Ucrania. Se trata de intensificar el apoyo a Kiev «hasta que gane Ucrania». Estos anuncios, también altisonantes y cargados en presión psicológica, marcan, sin embargo, un horizonte previsible para el campo occidental.

¿Qué puede pasar entonces en marzo-abril 2023?

Lamentablemente, no hay motivos a la vista para que los beligerantes vayan a una instancia de negociaciones. La curva descendiente de la estrategia rusa está siendo aprovechada para reorientar la hoja de ruta de Ucrania y su principal aliado, en pos de emprender una contraofensiva mayor, preparada desde hace unos meses. El resultado de esta contraofensiva dependerá de la capacidad ucraniana, cuya agilidad para adaptarse a la fisionomía del conflicto ha sido comprobada. El ejército ruso, al tanto de esta maniobra, trata de fijar actualmente sus posiciones y mantener una presión psicológica. La disputa actual en torno a la ciudad de Bakhmut forma parte de esto, como lo es la búsqueda de debilitamiento continúo de las opiniones occidentales (verdadero centro de gravedad de Ucrania) mediante las redes de influencia.

No es realista pretender que Kiev pueda acabar totalmente a mediano plazo con la ocupación rusa (dada la proporción de fuerzas). Pero supo incidir en los centros de gravedad del ejército enemigo y ha sido capaz de dislocarlo (septiembre 2022).

Un contraataque ucraniano exitoso marcaría un paso significativo y eventualmente una ruptura en el conflicto. Rusia ya se encuentra en una posición debilitada, si bien sigue ocupando un 12-15% del territorio ucraniano. Fracasó en la estimación del nacionalismo ucraniano y en la realización de un cambio de régimen político de Kiev por la fuerza. Reorientó sus objetivos militares hacia ambiciones menores. El congelamiento del frente militar en el terreno autoriza a concluir que no podrá, salvo si surgen cambios orgánicos en su interior, conquistar más territorio.

A nivel estratégico, el golpe infligido a Ucrania hace que Kiev esté definitivamente fuera de la órbita de Moscú, cualesquiera sean las particiones territoriales. El nacionalismo ucraniano se ha fortalecido, tapando temporariamente varias brechas internas abiertas (corrupción interna, oligarquía, base sociocultural). Cabe recordar que la independización de Kiev ya había empezado discretamente a partir de la Primera Guerra Mundial. Continuó afirmándose después para ser acelerada por el imperialismo estadounidense que buscó precipitar la ruptura con Rusia después de 1991.

El imperialismo ruso se desarrolló con el control político de Kiev y a partir de 2014 con el hostigamiento bajo el umbral de guerra abierta en la región del Dombás. La política internacional más eficiente ha sido, sin lugar a dudas, la del eje atlántico. La invasión rusa de Ucrania contribuyó paradojalmente a reactivar a la OTAN, sumando países históricamente reticentes a ingresar en la organización (Suecia, Finlandia). Está ofreciendo un relativo despertar estratégico a una Europa letárgica y brinda sobre todo un teatro donde los Estados Unidos pueden reverdecer su imagen de luchador por la independencia después de una salida estrepitosa de Afganistán, sin perder el rumbo respecto a la tensión geopolítica principal (China-EEUU).