Famoso es el aforismo de Nietzsche en La gaya ciencia sobre la muerte y el asesinato de Dios:

Dios ha muerto. Dios sigue muerto. Y nosotros lo hemos matado. ¿Cómo podríamos reconfortarnos los asesinos de todos los asesinos? El más santo y el más poderoso se ha desangrado bajo nuestros cuchillos: ¿Quién limpiará esta sangre de nosotros? ¿Qué agua nos limpiará? ¿Qué rito expiatorio, que juegos sagrados deberíamos inventar? (Nietzsche, 2019).

Igual de afamada es su malinterpretación. Nietzsche no se refería a la muerte literal del Dios cristiano, sino que la idea de Dios como ente de respuestas y soluciones a las condiciones de la humanidad, como referente de inspiración de lo moral, por ende, como regulador de lo social, ya había acabado. Dios no significaba nada. Y esto no es poca cosa. Dios, además de ser una figura de fe y esperanza, lo es también de redención, entrega, sumisión y, sobre todo, obediencia. Nuestros antiguos del paleolítico crearon dioses, a su imagen y semejanza, con el objetivo de fijar ordenamientos en las bases sociales, regular el comportamiento de la prole, fijar los estatus entre los grupos, así como para encontrarle sentido y significado a fenómenos naturales que no tenían explicación alguna (Harari, 2016). El politeísmo era la base y el sostén de los grupos en expansión del Fértil Creciente, era el sustento de lo social, el termómetro de lo moral, y la base de lo legal. Por eso, la muerte de Dios no fue poca cosa, significaba el deterioro de los cimientos de nuestra civilización y Nietzsche lo tenía claro, la agudeza de su visión le permitió señalar que el deceso del omnipotente traería consigo una época oscura e incierta, y no se equivocó: el ascenso de movimientos fascistas por toda Europa, el nazismo, el colapso de la bolsa, el totalitarismo, dos guerras mundiales y la bipolarización del mundo.

Pero creer en algo abstracto, intangible y unirse en pro de ello, incluso estando dispuesto a sacrificar la vida, no fue exclusivo de los cruzados que salían a conquistar Jerusalén por órdenes monárquicas y con sus indulgencias debajo del brazo, la muerte de Dios trajo consigo, como menciona el historiador israelí Yuval Noah Harari, un nuevo ordenamiento lógico en el imaginario social: el Estado y sus instituciones. Cuestiones abstractas como la patria, los valores y los símbolos, se convirtieron en las nuevas razones para saltar la línea y enlistarse para ir a recuperar los lugares santos, el resguardo del territorio y las fronteras se convirtieron en los nuevos lugares de culto y los políticos en sus sacerdotes. Las instituciones suplantaron la milenaria función que tenía Dios: brindar seguridad, resguardo, cobijo, garantizar derechos. El Estado benefactor, o paternalista como se le llegó a conocer, cumplió como sublimador ante la carencia del padre espiritual que había fallecido a finales del siglo XIX; fue el sustituto temporal de la tragedia que se avecinaría pronto. Primero en Europa y más tarde en América, donde su duración fue más corta con respecto al viejo continente, el Estado benefactor fue el máximo exponente de la sustitución de Dios y la demostración de que era innecesario y prescindible; alcanzó grandes conquistas principalmente en lo social, elevando la educación superior y la sanidad como un bien público a disposición de todas las personas, costeada por el Estado y administrada por el mismo; la política, aunque nunca ha estado carente de hechos delictivos y actos de corrupción, estaba compuesta por estadistas; y el crecimiento económico era manejado y controlado por los límites impuestos por el estado social de derecho. Pero lamentablemente su duración se prolongó por un leve periodo de tiempo, principalmente en América Latina, y una vez más se entró en el mismo impase que dejó la muerte de Dios, únicamente que la prolongación de la agonía se ha extendido aún más, pero el resultado será el mismo: la orfandad de quienes creyeron en él y depositaron en sus instituciones su fe.

La crisis del Estado y su posterior muerte (se entiende aquí el concepto de muerte como alegoría. Cuando Nietzsche afirmó que Dios había muerto, no dijo que dejaría de existir, sino que desaparecería como referente moral, lo mismo sucederá con el Estado: morirá, pero seguirá) es resultado de la crisis política de los últimos diez años, producto de lo que Bauman llama «el maniqueísmo de izquierda y de derecha» (Baumann, 2017). El descontento generalizado y la desazón preexistente del populacho con la política se debe a su paulatina indiferencia con las reales necesidades y la centralidad en otros aspectos que no atañen lo verdaderamente coyuntural, pero que resulta con réditos políticos traducidos en sufragios y adhesiones. La política siempre estuvo asociada a los mecanismos de conversión de los problemas privados en asuntos de dominio público, como señala Bauman, que cobijarán a la inmensa mayoría de los ciudadanos habitantes de un Estado. Sin embargo, hoy asistimos estupefactos a la nueva forma de hacer política en el siglo de Facebook, Twitter, Instagram y Tik Tok; las discusiones de los políticos se enquistaron en temas que ahora preocupan, por no decir que les obsesionan, como el cuerpo humano, la moral y, sobre todo, el comportamiento privado de las personas. Ya George Orwell lo había vaticinado en su famosa novela distópica 1984, y aunque no vivimos en un sistema de partido único, lo cierto es que hemos entregado gran parte de nuestra privacidad en nombre de la seguridad individual y nacional; cada vez nos resulta menos invasivo ser grabados en cada rincón de nuestras ciudades, consentimos de buena gana los «términos y condiciones» (que los miles de millones de usuarios de las redes aceptan sin leer); damos acceso a la cámara y el micrófono de nuestro celular para ser activado de forma automática e involuntaria, y aceptamos enviar a los «desarrolladores» estadísticas de los usos de las aplicaciones.

La política individualizada, la que no procura el bienestar social, sino que perpetua el beneficio individual tiene su origen, como mencioné anteriormente, en el deterioro del Estado benefactor, esto ha provocado que la frontera entre lo público y lo privado sea cada vez más indistinguible, y no porque lo privado sea anatema o porque las alianzas público-privadas generen siempre réditos negativos, sino porque lo que hoy entendemos como «lo privado» es la búsqueda incesante de riqueza y la acumulación de capital; busca el beneficio individual, la riqueza y la mercancía en detrimento de los desposeídos. Pero el mayor problema del capital nunca será la creación de riqueza, este es un elemento necesario e indispensable no solo en el sistema que vivimos, sino en cualquier otro que se precie; desde el paleolítico nuestros antiguos procuraron la creación de bienes de uso que utilizaron en su diario vivir, más tarde esos mismos valores se convertirían en las primeras monedas de intercambio mediante el trueque, hasta evolucionar en los modernos sistemas financieros que hoy rigen la economía global. El problema con la riqueza es su acumulación, y más cuando esta se concentra en manos de unos pocos y no es distribuida de forma equitativa a través de la recolección de impuestos o en mejoras en los salarios mínimos, provocando las desigualdades y acentuando la brecha entre ricos y pobres. Hoy, la riqueza de grandes magnates de la tecnología como Mark Zuckerberg, Jeff Bezos y Elon Musk, sería suficiente para sacar a cientos de millones de personas de la pobreza, pero no podemos sacrificar el progreso en nombre de la igualdad. A la vez, sin igualdad no hay progreso; por ende, el nuevo pacto social debe de incluir lo que ya el comunismo discutía desde hace años, el reparto equitativo de la riqueza. Por más trillado que se lea esto, lo cierto es que las desigualdades seguirán en aumento en tanto no exista un equilibrio entre lo que ingresan las mega compañías y lo que distribuyen entre los trabajadores.

Pero la orfandad en la que deja el Estado a sus hijos no solo tiene como consecuencia el diseño de política individualizada en detrimento de la política pública, socavando así el interés general y favoreciendo el particular; veamos algunos puntos del deterioro cada vez más pronunciado de la ausencia del estado:

  1. La mercantilización del aparato público: es decir, las instituciones del Estado se han convertido en ejes comerciales, de a poco la institucionalidad desaparece para favorecer el florecimiento del capital, se mercantiliza todo bajo la lógica industrial del siglo XVIII.

  2. Crisis de los partidos políticos: durante más de dos siglos, lo que dio sostén a la política pública y a la mediación entre el individuo, el Estado y sus necesidades, fueron las agrupaciones políticas. Hoy la crisis política se encuentra enquistada en discusiones maniqueas, que en realidad no tienen fondo y mucho menos propósito. La labor de los partidos políticos pasaba por convertir los problemas privados del vulgo en asuntos públicos para ser atendidos, los partidos que antes velaban por eso ahora trabajan en servicio de las corporaciones multinacionales en nombre del libre mercado. Debido a esto, ha proliferado el crecimiento de movimiento ultrarreligiosos, fascistas y nacionalistas que se aprovechan del vacío dejado por la verdadera política pública y se empieza a entretejer una época de sectarismos que pueden convertirse en los modernos totalitarismos que nos hagan recordar las peores épocas del siglo XX.

  3. Limitaciones de las áreas de protección del Estado: Bauman y Donskis, afirman que las funciones protectoras del Estado son cada vez más estrechas y se limitan únicamente a algunos aspectos ínfimos de la vida de los individuos. La lógica del libre mercado, del desarrollo de las potencialidades humanos y la búsqueda de la felicidad en la riqueza que profesa el liberalismo individualista y que cada vez más países se suscriben, ha empujado a un abandono masivo de los ciudadanos vulnerables y de los sectores menos favorecidos por el liberalismo.

Todo lo anterior se traduce en que cada vez más grupos de ciudadanos pierden no solo la esperanza en la política, sino la credulidad en la forma de organización moderna, el Estado. Es más que notorio el crecimiento de la apatía política, la perdida de interés y compromiso político, y como consecuencia de lo anterior, una masiva retirada de casi toda la participación política institucionalizada; todo lo anterior demuestra el derrumbamiento de los cimientos del poder estatal.