Concluida la Primera Guerra Mundial, y solo luego de que las mieles de la victoria se agotaran entre las potencias triunfantes, la realidad del nuevo mundo se hizo patente para los hombres que regresaban a sus patrias. Algunos de ellos con las cicatrices como medallas a lo largo del cuerpo, otros con miradas que jamás volverían a dirigirse a alguna parte. Los hubo quienes regresaron a casa de sus padres con la fe puesta en una vida mejor, y los hubo también quienes volvieron a los brazos de sus mujeres sin haber dejado atrás del todo las explosiones, los gritos y la metralla del Somme, Galitzia o Verdún.

La guerra para terminar todas las guerras había sido como ninguna otra hasta entonces. Más mecanizada que el conflicto entre Japón y Rusia, más sangrienta que la Guerra de los Treinta Años, más estruendosa que todas las campañas de Napoleón puestas juntas. Un conflicto que resultó en una juventud de pronto envejecida, llena de cinismo por las brumas de un futuro en el que la tecnología facilitaba la tan seductora tendencia de los unos por conquistar y destruir a los otros, y en la que el individuo quedaba reducido a una pieza reemplazable en la armadura de los estados modernos.

Para las naciones que perduraron —y nacieron— tras esa hecatombe, el siguiente problema a combatir fue uno de administración de recursos. De los casi 340,000 combatientes que Australia envió al conflicto, más de 50,000 murieron en todos los frentes, mientras que unos 160,000 fueron mutilados de gravedad, gaseados hasta la inconsciencia, perseguidos, hechos prisioneros, o desaparecidos entre la neblina de la batalla. Comparadas con las bajas de la Unión Soviética, o las de Alemania, las pérdidas de Australia fueron mínimas en cuanto a volumen de hombres. Desastrosas en cuanto a su propia población de apenas cinco millones.

Para 1920, dos años después de que se firmara el armisticio, unos 260,000 efectivos estaban de vuelta en Australia. La mayoría con la suficiente integridad de cuerpo y mente para afrontar las incertidumbres que tenían por delante de ellos. El resto, demasiado afectados por las dimensiones de la matanza como para dedicarse a cualquier oficio de provecho. Gente que en poco tiempo comenzó a desaparecer bajos las grietas del novedoso aparato social y burocrático de un país nacido hacía apenas veinte años. Una nación de una extensión tan vasta, que aún hoy conserva tres millones de kilómetros cuadrados de naturaleza virgen.

En ese entonces, Australia era aún más ignota que hoy. Con sus bosques y matorrales, sus desiertos y sabanas, con el Outback que se extiende sin fin por el horizonte, y sus naciones nativas más viejas que el sueño de los occidentales. Para el gobierno, la repatriación de los soldados, hombres duros sin visión ni camino, fue la excusa con la cual explotar los recursos del paisaje, parte de un programa de reinserción laboral que aspiraba sacar provecho de toda esa gente decepcionada por las bajezas vistas en la guerra. Muchos fueron los oficios disponibles para quienes estuvieron dispuestos a hacer algo de sus vidas, pero la ganadería y la agricultura, tal vez por la soledad que demandan, fueron los trabajos más buscados por los antiguos combatientes.

A finales de septiembre de ese año, el gobierno adquirió 90,000 hectáreas que entregó a los veteranos para su desarrollo. Se acordó que cultivarían trigo y criarían ovejas, y el propio gobierno se comprometió en ayudarles con subsidios en caso de ser aquella una labor complicada, ya que llevar a éxito un proyecto de explotación es difícil incluso para agricultores con experiencia. Como se tenía fe en el triunfo de la operación, a mediados de la década se decidió introducir el mismo sistema de reinserción en las complicadas tierras de cultivo de Australia Occidental. Así entonces, cientos de veteranos fueron movilizados hacia allá para construir la comunidad de Campion, llamada así en honor al gobernador de ese entonces, Sir William Campion.

En esas fechas, Campion fue uno de los pequeños luchadores de la zona. Se encuentra dentro del Wheatbelt, el gran cinturón de trigo que rodea a Perth; una región agrícola hoy bastante próspera, pero que a mediados de los años veinte consistía en parcelas de cultivo de las que hacen desesperar a los granjeros más sagaces. Los éxitos cosechados en otras regiones tardaron en hacer presencia ahí, pues no solo la falta de destreza de los soldados conjuró en su contra. También lo hicieron los conejos y demás alimañas que encontraron en las plantaciones de trigo la mejor de las panaceas. El gobierno financió vallas reforzadas para mantener fuera a todo animal indeseable, pero incluso eso no fue una solución del todo. Para 1929, la Gran Depresión pisaba ya Australia, y la poca ayuda oficial no tardó en secarse, lo que resultó en cercos deficientes que los mismos veteranos reparaban con sus propios medios.

La Gran Depresión causó un desplome en el precio del trigo. Bajo promesas de subsidios que nunca llegaron, el gobierno pidió a los agricultores que aumentaran la cosecha, pues los estómagos de los australianos, les decían, dependían de ellos. Lisonjas comunes en el hablar de la politiquería y que de ninguna forma remediaron la situación. Para octubre de 1932, los agricultores se armaron con sus escopetas y amenazaron con no entregar una sola de las espigas de trigo que les habían costado tanto sudor. Si aquellos fantoches de la oficialía querían que se les entregara la cosecha, más les valía ponerse a trabajar de verdad.

Pasó así que mientras esas riñas ocurrían, y llegados de improvisto como escitas desde las estepas, aparecieron por el horizonte de Campion poco más de 20,000 emúes. Pasaban por ahí, cruzando su ruta migratoria, y se percataron que los suaves campos de trigo, abundantes de agua, vegetación y animalitos sabrosos, les recordaban a las llanuras de su hábitat natural.

El emú es la tercera ave más grande del mundo, después del avestruz y el casuario, y al igual que ellos, incapaz de volar. Sus piernas están forradas de músculos reforzados por kilómetros de carrera, sus garras echan abajo árboles pequeños y vallas sin reforzar. Poco o nada les costó hacer de lado los perímetros de las granjas, y pasaron a devorar todo lo que ahí encontraron, a estampar la tierra con sus zarpas, a llenar el aire con su canto parecido a una trompeta a la que una patata se le atoró. En cuestión de días hicieron una desolación del trabajo que había costado años a los veteranos, hombres endurecidos que habían visto acción en Gallipoli, Fromelles y el Sinaí.

Durante semanas, Campion quedó ensordecida con el estruendo de las escopetas, pero los emúes apenas percibieron una decena de bajas. ¿Quiénes eran esos enemigos formidables que recibían la pólvora como los tanques, burlaban las defensas y se llevaban el trigo al estómago sin chistear? Hubo quienes recordaron que para los aborígenes el emú es un poderoso espíritu de la Creación, uno que puede encontrarse en la franja negra de la Vía Láctea, entre las estrellas de Escorpio y la Cruz del Sur, y nada menos que la moderna maquinaria de la guerra sería suficiente para poner alto a esa potencia. Así acordado, a mediados de octubre una comitiva de veteranos se presentó en la oficina del ministro de defensa, Sir. George Pearce, para exigirle la intervención de las fuerzas armadas.

La noticia interesó al ministro. El gobierno de la nación, visto como inepto por la ciudadanía por no resolver con gracia los problemas con los agricultores, consideró el asunto de los emúes una oportunidad para demostrar que sí era capaz de ayudar al contribuyente. El ministro informó del asunto a la Real Artillería Australiana, y pidió prestado un director de cámara a la Fox Movietone, para así inmortalizar como propaganda el éxito de la operación. La ofensiva contra los emúes se fijó para finales del mes, pero un aluvión aplazó el inicio de la guerra hasta el 2 de noviembre.

La mañana de ese día se presentaron tres militares ante los agricultores. Entre ellos, el Mayor Gwynydd Meredith, un hombretón colérico y refinado como una ópera de Wagner, a cargo de quien estaban los otros dos artilleros, cada uno armado con una ametralladora Lewis como las que años antes habían hecho estragos en Europa. No muy lejos, los emúes disfrutaban del trigo mientras observaban las bravuconearías heroicas con las que el Mayor Meredith seducía a la gente de Campion.

Esa primera campaña, concluida el 8 de noviembre, fue un sonrojo para todo el ejército. Durante días, los ladridos del Mayor Meredith y el tronar de las ametralladoras se mezclaron con el cantar de los emúes, que como valkirias corrían por los campos evadiendo sin dificultad los fuegos de la guerra. Las municiones se agotaron pronto y las ametralladoras se atascaron por el uso, las aves burlaron las mejores estrategias de los militares y las parcelas quedaron más destruidas aún. 10,000 cartuchos fueron disparados, pero apenas cincuenta emúes entregaron el alma, mientras que miles de sus compañeros continuaron disfrutando del festín del trigo. Las cámaras de la Fox Movietone captaron la extensión del fracaso, lo que resultó en mala prensa para las fuerzas armadas, así como la extracción del Mayor Meredith y sus hombres, quienes arrastraron lo que les quedaba de orgullo de vuelta hasta Perth.

La noticia de la derrota a garras de los emúes llegó hasta el escritorio de James Mitchell, gobernador de Australia Occidental. Para él, la vergüenza por el mal desempeño de los militares era poca comparada con el agobio que sentía por las quejas de los agricultores, escandalizados como comadres por un enemigo terrible, pues tras la retirada del Mayor Meredith los estragos no dejaron de empeorar. El gobernador ofreció su apoyo a la causa, pero sin acciones concretas, su palabra valía menos que todos los subsidios que jamás llegaron. Solo tras recibir la orden del propio Mitchell, y luego de presentar un reporte interno del ejército en el que las bajas de los emúes se hinchaban a 300, Sir George Pearce, el apenado ministro de Defensa, convenció al Senado de montar una segunda campaña contra los pajarracos.

Tal desarrollo no hizo gracia a los generales y mariscales del ejército. Lo último que deseaban era hacer el ridículo de nuevo ante la prensa, los veteranos y la nación, por lo que ofrecieron prestar las ametralladoras a gente designada por el propio gobierno regional, el cual aceptó la oferta antes de descubrir que nadie fuera del ejercito tenía experiencia en el manejo de semejantes máquinas de matar. Ni uno solo de los agricultores que pelearon en Turquía, Francia u Oriente Medio quiso tocar las ametralladoras, y los militares permanecieron firmes en su resolución. Tras discutirlo, se decidió que lo mejor sería sacar al Mayor Meredith de su bochorno.

Con la esperanza de tal vez salvar así un poco la reputación, el Mayor Gwynyyd Purves Wynne-Aubrey Meredith, de la Séptima Batería Pesada de la Real Artillería Australiana, y condecorado héroe de la Primera Guerra Mundial, se presentó el 13 de noviembre junto con sus artilleros ante los agricultores de Campion y marchó en silencio hacia el corazón de los campos de labranza. Durante los siguientes días, el rugido de las ametralladoras, las órdenes del combate y el trompeteo de los emúes rugieron bajo el sol que brilla sobre Australia, así como la metralla, los gritos y las explosiones rugieron bajo el sol que años antes había iluminado Gallipoli, Fromelles y el Sinaí.

El cese al fuego ocurrió el 10 de diciembre. En su reporte, el Mayor Meredith informó que 986 emúes habían caído en combate, sumados a otros 2,500 que más tarde murieron por culpa de las heridas. En total, 3,486 emúes fueron masacrados para salvar unas parcelas de cultivo más bien deficientes, y los ornitólogos acusaron al gobierno de llevar una campaña de extermino contra un ave única.

Toda esa matanza de nada sirvió. Aunque los emúes fueron ahuyentados, sus números sumaban miles, y para 1934 el mismo problema ocurrió de nuevo. Así fue hasta 1948, cuando el gobierno se cansó de ayudar a los agricultores, e introdujo un sistema de recompensas con cual incentivar la cacería del viejo emú, el espíritu de la Creación que los aborígenes encuentran en el cielo. En la franja negra de la Vía Láctea, entre las estrellas de Escorpio y la Cruz del Sur.