Que alguien como Elon Musk afirme que el porvenir que le aguarda a la humanidad, gracias al concurso decisivo de ciencia y técnica, no es otro que el de la fusión con la máquina, no deja de ser una ocurrencia digna de una película como Robocop. O un delirio que ignora las diferentes fronteras con las que tropieza el hombre en cada paso de su evolución. Porque detrás de toda esa verborrea, cuya base no es otra que un fantasma de carácter paranoico, late un delirio: el de negar la muerte, que es, por definición, la última frontera de la vida; aquella que nos confronta con lo desconocido y de la que nadie regresa. Aunque, claro está, a los tipos como Robocop siempre les quedará… no París, sino el consuelo de la transmigración del cerebro a otro cuerpo menos degradado del que sean dueños en su momento.

En cualquier caso, y como así nos lo dejara escrito Sigmund Freud en Más allá del principio del placer, «la duración ilimitada de la vida… (sería)…un lujo totalmente inútil»1.

Un lujo, añadimos, que ignora cuanto de fundamental abriga la existencia humana, a saber: no sólo la apetencia del placer y la bondad del mismo en una noria sin fin, sino la realización de ese otro instinto que, por así decirlo, late en el corazón de su sangre y que encarna en esa «tendencia propia de lo orgánico vivo a la reconstrucción de un estado anterior, que lo animado tuvo que abandonar bajo el influjo de fuerzas exteriores, perturbadoras»2.

Es decir, que frente a ese deseo o apetencia de inmortalidad, que empresas patrocinadas por el famoso multimillonario norteamericano pretenden realizar a través de entramados como el de Neuralink, brota del subsuelo del inconsciente esa rémora que a tantos fastidia reconocer su existencia y que recibe el nombre de instinto o pulsión de muerte. Instinto cuya sublimación es la que ha producido cuanto de mejor hay en la cultura humana. Lo recordaremos, una vez más, con palabras del propio Freud:

Para muchos de nosotros es difícil prescindir de la creencia de que en el hombre mismo reside un instinto de perfeccionamiento que le ha llevado hasta su actual grado elevado de función espiritual y sublimación ética y del que debe esperarse que cuidará de su desarrollo hasta el superhombre. Mas, por mi parte, no creo en tal instinto interior y no veo medio de mantener viva esa benéfica ilusión. El desarrollo humano hasta el presente me parece no necesitar explicación distinta del de los animales, y lo que de impulso incansable a una mayor perfección se observa en una minoría de individuos humanos puede comprenderse sin dificultad como consecuencia de la represión de los instintos, proceso al que se debe lo más valioso de la civilización humana.

Si queda claro, pues, que no hay un «instinto de perfeccionamiento» sino una necesaria represión de las pulsiones de destrucción y muerte, que tan caras le son a nuestra especie, y la consiguiente sublimación de las mismas en aras de nuestra propia preservación sobre la esfera terrestre, esas tendencias no desaparecerán como por arte de ensalmo en su futuro encuentro con la máquina que extienda y aumente nuestras expectativas de vida.

Por supuesto, los partidarios de rebasar el límite de lo humano para inaugurar la que ya se perfila como la era del transhumanismo que comienza con el tiempo de este siglo, nos dirán que, precisamente, de lo que se trata es de franquear lo orgánico del ser para transferirlo a dispositivos que, tanto la ciencia como la técnica, están estudiando para dejar atrás, de forma definitiva, esa corriente que pugna en pos de lo inanimado, o estadio anterior al de la vida. Mas tal razonamiento olvida que, todo cuanto procede de la naturaleza, se halla atravesado por el principio de la entropía, según el cual «el contenido total de materia-energía en un sistema cerrado (por ejemplo, el Universo) es constante y la entropía total aumenta constantemente»3.

En otras palabras, y para que comprendamos mejor el alcance de este nuevo horizonte de sucesos: que… «Cada vez que producimos un Cadillac destruimos de modo irrevocable una cantidad de baja entropía que de otra manera se podría utilizar para producir un arado o una pala. […] cada vez que producimos un Cadillac lo hacemos a costa de reducir el número de vidas humanas futuras»4.

Claro está que todo el conocimiento de la ciencia y técnica actuales al servicio de los mayestáticos proyectos de ese nuevo emperador que es el señor Musk, nos dirán que, dado que es muy cierto cuanto aquí afirmamos, la carrera en pos de más y mejor energía en otros planetas y galaxias del Universo no ha hecho más que empezar… Pues, en efecto, al aumentar el grado de entropía, necesitaremos más y mejores materiales; de ahí la necesidad de combinar los esfuerzos terrestres con las nuevas conquistas celestes.

Sin embargo, preciso resulta señalar que el propio lenguaje que transmite cualquier experiencia o conocimiento, en su propia dinámica, experimenta efectos similares de caos o desorden. Cuantas transferencias se realicen a no importa qué tipo de «inteligencia artificial», ésta, como fruto de la propia estructura heredada del lenguaje, sufrirá idénticos efectos al de cualquier otra materia.

Bien lo vemos en los lapsus, errores u omisiones que esas máquinas generan en los múltiples desarrollos de sus programas. Con el riesgo añadido de que, si en un momento dado, dicha «inteligencia» establece a lo largo de su imparable desarrollo que sus intereses no son compatibles con los de la humanidad, esta última no será para aquella más que un obstáculo o estorbo que, como tal, habrá que eliminar. (Citaré, una vez más, la intuición avanzada por 2001, una odisea del espacio, cuando el superordenador Hal 9000 toma la decisión de prescindir de todo elemento humano).

Así las cosas, ¿por qué la ciencia, en lugar de satisfacer los ciegos intereses de un marcado cálculo egoísta, no se centra en mejorar la suerte de toda la humanidad cambiando la relación con la naturaleza y las interacciones con la misma? ¿Por qué el discurso de la ciencia sólo obedece a la voz de su Amo, sin parar mientes en las consecuencias que puedan derivarse de sus descubrimientos e invenciones?

Es evidente que aquí entramos en un territorio harto peligroso, y que no es otro que el de la política.

Mientras el modelo social sea el dominante y todo el esfuerzo no tenga otro objeto que el de la acumulación de más y mejor capital, la concentración del mismo en muy pocas manos, la reproducción de la tasa de plusvalía y la explotación salvaje de cuanto recurso sea utilizable, no habrá más futuro que el del exterminio y la barbarie. Lo estamos viendo, en vivo y en directo, en no pocos escenarios de nuestro planeta: guerras, golpes de estado, represiones sangrientas, negación creciente de derechos y libertades democráticas, ecocidio, cambio climático… son el corolario de esos espejismos que pretenden ignorar un principio de realidad que a todos nos afecta y cuestiona: en un medio finito y en un sistema cerrado, como es el nuestro, los delirios del emperador de turno no conocerán otra conclusión que la de retornar a ese estadio que tanto añora la pulsión de muerte: la materia inanimada, el sueño mineral, la órbita que no hace sino dar vueltas sobre sí misma anhelando el esplendor de una eternidad imposible, estéril e inútil.

El emperador, hoy, está más desnudo que nunca; pero él, en su desfile triunfal, no quiere escuchar la voz del esclavo que susurra en su oído: Memento mori. «Recuerda que eres mortal».

Notas.

1 Sigmund Freud, Obras completas, Tomo VII (1916-1924), Editorial Biblioteca Nueva, p. 2530.
2 Ibíd. p. 2525.
3 Francisco Fernández Buey, Jorge Riechmann; Ni tribunos (Ideas y materiales para un programa ecosocialista; Siglo XXI de España Editores, S.A.; 1996; p. 212.
4 Ibíd. p. 207. Cita de Nicholas Georgescu-Roegen.