El rostro, la expresión facial, la situación en que viven los marginalizados, sus posturas, atuendos y gestos, ha sido el tema de las fotografías de Valerio Bispuri, que nos lleva junto al silencio de las imágenes a visitar, conocer y sentir mundos ocultos y negados. Los prisioneros de incontables cárceles en Italia y Sudamérica, los drogados en Argentina y las más recientes, que nos arrastran con gritos silenciosos al mundo oculto, pero siempre actual de la locura en Italia y África.

El fotógrafo que nos presta sus ojos y el reportero que nos muestra el lado olvidado de la vida nos hacen sentir el peso y precio que la normalidad impone en la sociedad en que vivimos. Una pintura real en blanco y negro, un llamado insoportable a la conciencia, que nos golpea para que no olvidemos, para que no cerremos los ojos o demos vuelta la cabeza. Un estilo fotográfico que es un viaje subterráneo, donde el delirio de la desesperación es la regla. Podríamos denominarlo provocación, foto denuncia, pero, es más, es sociología visual, emoción que conmueve y también diálogo o mejor dicho monólogo de lágrimas secas y gemidos callados.

Nadie permanece inalterado ante sus fotos, nadie vuelve a ser el mismo después de haberlas visto, sentido, tocando una realidad que es parte de nuestra historia cotidiana y que forzamos en negar y apartar de nuestras vidas, justificando con miles de explicaciones sin sentido el por qué tratamos a estas personas con tanta brutalidad. El valor ético de nuestras sociedades se mide exactamente aquí, observando el tratamiento que damos a los más expuestos, a los ex comunicados de toda fe, de todo derecho y de toda integridad.

Valerio Bispuri nos despoja de la ilusión de ser buenos, de vivir en regla y de llamarnos ciudadanos, padres, adultos conscientes y esmerados en el bien de todos, que excluye y mata a la vez a los que no respetan o reflejan nuestro código mezquino e indecente de decencia. Sus imágenes nos convierten en testigos de nuestro propio mal y cómplices de delitos que huyen a toda posible narración, donde la fotografía nos confronta con lo indecible que no queremos decir.

Mientras exista alguien que sufre, sufriremos todos, mientras los abandonados no sean ayudados, nos pudriremos en nuestra propia indiferencia. Mientras no detengamos estas formas de violencia, moriremos un poco cada día por esta misma violencia, pues nuestro modo de vivir y las falsas historias que nos contamos y volvemos a contar para excluir de nuestro mundo la perversión imperdonable de nuestra «humanidad» que nos hace miserablemente inhumanos.

Vengan a observar estas imágenes, observad las miradas, el rostro, las facciones. Escuchad los gritos que nadie siente y al menos por un momento entenderéis el dolor enorme que implica nuestra «humanidad». La desesperación está grabada en los ojos de los retratados y el retrato es un espejo, donde nos vemos reflejados, muriendo detrás de los rostros, con las personas fotografiadas, sintiendo con ellos cada golpe, cada violencia hasta reventar. Después cada uno se lavará la cara y las manos, evocará a sus dioses y principios y se sentará en la mesa a compartir el pan, sabiendo que en el acto negamos una parte de nosotros mismos y de la humanidad. Hay que sufrir para superar el sufrimiento, hay que gritar para poder hablar y hay que empezar de nuevo para poder sobrevivir.