Michelle Bachelet puso término a su gestión como Alta Comisionada de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos (ACNUDH) el 31 de agosto con su informe acerca de la represión del gobierno chino hacia la etnia iugur en la provincia de Xinjiang. El impacto de este reporte, incrementado por la reacción de las autoridades de Beijing, restó relevancia a otro de los últimos pronunciamientos en Ginebra de la expresidenta chilena, que abogó por el cese de la persecución del gobierno de Estados Unidos contra el periodista Julian Assange.

La situación de la comunidad musulmana de Xinjiang debió ser el caso más complicado para Bachelet en sus cuatro años en el cargo. Llegó a ser acusada de doblegarse ante las autoridades chinas por organizaciones humanitarias, tras su amable encuentro con el canciller chino Wang Yi en mayo en Cantón, así como su silencio luego de visitar la provincia situada en noroeste de China, donde viven unos 12 millones de miembros de la etnia iugur.

Las violaciones generalizadas de derechos humanos en Xinjiang pueden constituir «crímenes contra la humanidad», se señala en el informe «largamente retrasado», que la Alta Comisionada dio a conocer apenas diez minutos antes del fin de su misión. En junio Bachelet había anunciado que no se postularía a un nuevo mandato.

No es un dato menor que desde la creación de ACNUDH en 1993 ninguna/o de sus titulares ha postulado a la reelección en el cargo. Se trata tal vez del organismo de Naciones Unidas sobre el cual recae la más alta de las responsabilidades contenidas en la carta fundacional de la organización, inspirada en la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948.

En teoría, ACNUDH debería ser la entidad internacional dotada de mayores medios para cumplir su misión, en un mundo donde los atropellos a los derechos individuales y colectivos son habituales, ya sea por la acción de gobiernos represivos, por conflictos étnicos, religiosos o nacionalistas, y también por fenómenos derivados de la pobreza y el hambre, como las migraciones masivas.

Pero en un escenario mundial de permanentes disputas por liderazgos entre las grandes potencias, los derechos humanos han pasado a ser objeto de manipulaciones que, a menudo con fines propagandísticos, buscan emplazar al adversario y someterlo a condenas morales, en un juego permanente de acusaciones mutuas que redundan en una generalizada impunidad.

(Un paréntesis necesario: aunque no corresponde al ámbito de ACNUDH, es sintomático que el Estatuto de Roma, que dio nacimiento a la Corte Penal Internacional, no haya sido ratificado por Estados Unidos, Rusia ni China, Israel, Cuba e Irak, entre otros, y que los casos investigados y sentenciados por la Corte corresponden a un escaso número de criminales de guerra y genocidas de la exYugoslavia y África).

Ocuparse de los derechos humanos en Naciones Unidas es tal vez frustrante. Siempre habrá una legítima y también necesaria mirada escrutadora de organizaciones de la sociedad civil, como ocurrió con Bachelet, a quien 200 ONG humanitarias criticaron en mayo por su supuesta complicidad con China. Al mismo tiempo, están los engorrosos procedimientos establecidos por la ONU para dar garantías de seriedad e imparcialidad a sus informes.

La expresidenta chilena también recibió críticas de gobiernos, como el de Estados Unidos, por su viaje a China en mayo, motivadas quizás por el empeño de Joe Biden en marcar confrontaciones con el gigante asiático. La Alta Comisionada soportó estoicamente estos cuestionamientos y explicó hasta la saciedad que las visitas de alto nivel no constituyen inspecciones.

El informe sobre la situación de la minoría musulmana iugur se hizo, como corresponde en estos casos, con el procesamiento de información recogida de varias fuentes y no solo de las autoridades chinas. En la confrontación de datos, pruebas y testimonios se llegó a las conclusiones que resultaron lapidarias para el gobierno de Xi Jinping.

¿Fue una decisión táctica de Bachelet dar a conocer el informe cuando dejaba el cargo? Tal vez sí, pero ella misma aclaró que dentro de los procedimientos está la entrega previa del reporte al gobierno involucrado. Así, China no solo pudo hacer una réplica inmediata tras la difusión, sino que previamente presionó a la Alta Comisionada a través de 40 gobiernos que le pidieron no hacer público el documento.

Se ignora cuáles fueron esos 40 gobiernos, aunque puede suponerse que se trata de países cercanos a China por vínculos políticos, económicos y militares. Como gran potencia emergente, Beijing ha ampliado sus vínculos en los últimos años en Asia y África.

La representación de China ante la ONU en Ginebra, dijo que el informe de Bachelet estaba «basado en desinformación y mentiras fabricadas por fuerzas antichinas». «Distorsiona las leyes y políticas de China, calumnia sin motivo e interfiere en asuntos internos», agregó en una nota oficial, donde sostuvo además que «ignora los logros en derechos humanos conseguidos por todas las etnias en Xinjiang, así como el devastador daño causado por el terrorismo y el extremismo».

Ejercer el terrorismo de Estado para justificar la represión en nombre del antiterrorismo es una práctica bastante difundida. Así fue en América Latina durante las dictaduras que se enseñorearon en la región en las décadas del 60 y el 70 del siglo pasado. No en vano, se las llamó dictaduras de seguridad nacional, por su inspiración doctrinaria desde los centros de adiestramiento y formación de oficiales en los Estados Unidos.

Julian Assange es hoy la víctima más relevante de esta Doctrina de la Seguridad Nacional, en cuyo nombre se atropellan los fundamentos más básicos de los derechos humanos, y llevan en este caso a una tenaz persecución a este periodista australiano, bajo absurdas acusaciones de espionaje, que le podrían significar una condena a 175 años de prisión en los Estados Unidos.

Assange y Wikileaks constituyen un ejemplo notable de ejercicio del derecho a la información. Estados Unidos aplaude hoy que China sea denunciada por crímenes contra la humanidad, pero a la vez persigue a un periodista que denunció crímenes de guerra de las tropas estadounidenses en Afganistán, Irak, así como torturas en Guantánamo.

Con escasas excepciones, tanto los gobiernos como organismos internacionales de la ONU y del ámbito de la prensa, han guardado silencio sobre la situación de este periodista de 51 años, que tras un refugio forzado de siete años en la embajada de Ecuador en Londres, fue entregado a las autoridades británicas en 2019 y que podría ser extraditado a los Estados Unidos.

La Unesco (Organización de la ONU para la Ciencia y la Cultura), que se encarga de los temas de información y protección de periodistas, no ha emitido ningún juicio sobre el caso Assange, probablemente temerosa de caer una vez más en represalias de Washington, que desde 1982 castiga con recortes presupuestarios resoluciones de esta agencia que van contra sus políticas.

Por eso, fue también un gesto digno de Michelle Bachelet recibir el 27 de agosto a la esposa de Assange, Stella, y a sus abogados, los españoles Baltasar Garzón y Aitor Martínez. La expresidenta chilena advirtió que la persecución al fundador de Wikileaks y su eventual condena tendrían un efecto amedrentador sobre el periodismo de investigación. Del mismo modo, manifestó su preocupación por la deteriorada salud de Assange y reclamó para él un juicio justo.

Con todas las diferencias de ambos casos, tanto la respuesta de las autoridades chinas, negando la represión contra los iugures, como el empecinamiento de Estados Unidos en perseguir y procesar a Assange bajo absurdos cargos de espionaje, tienen un común denominador de «seguridad nacional» que redunda en desprecio de los derechos humanos.

En julio, el presidente mexicano Manuel López Obrador se entrevistó con Joe Biden, e intercedió a favor de Assange. «Le dejé una carta explicándole que no cometió ningún delito grave. Él no le causó la muerte a nadie, no violó ningún derecho humano y ejerció su libertad», reveló el mandatario. La prisión de Assange sería una «afrenta permanente a la libertad de expresión», dijo López Obrador a Biden, al tiempo que ofreció asilo al periodista australiano.

Se ignora si Biden respondió la carta de su par mexicano.