Si hay algo que puede afirmarse sobre la política actual en España sin miedo a incurrir en error es que no goza de buena salud. Tan solo hacen falta cinco minutos de una sesión parlamentaria para certificar que el nivel político de la cámara es manifiestamente mejorable por decirlo muy suavemente. Populismos e insultos están a la orden del día por no hablar de que la España más reaccionaria ha ido perdiendo el miedo a expresar sus ideas retrógradas a la par que ha ido ganando representación parlamentaria. Por su parte la corrupción rezuma a pleno rendimiento; diariamente van desfilando nuevos casos por aquellos medios que no forman parte de esas tramas o sí lo hacen pero con otros colores. Lógicamente la crispación política no se queda a las puertas de las sedes y cámaras y a pie de calle se puede ver cómo el debate político es cada vez más sinónimo de conflicto, y la idea de que es imposible llegar a entendimientos empieza a asentarse peligrosamente.

En su defensa habría que alegar que se han vivido tiempos mucho peores pues aunque la tensión política actual es alta, mucho tendrían que escalar las cosas para que la posibilidad de un conflicto real estuviera encima de la mesa. De igual manera sería lógico decir que la política española y por extensión su democracia ha pasado, a lo largo de sus casi 44 años de existencia, por tiempos mejores en los que había mayor entendimiento y respeto entre los grupos parlamentarios, la corrupción no impregnaba cada estrato de las administraciones y el sistema judicial no estaba dopado de partidismo político… ¿verdad?

La repetición del «esperpento» hasta la insignificancia

Un término que se ha utilizado a menudo para opinar sobre la situación política en España es la palabra «esperpento». Esto es así hasta el punto que casi se puede encontrar un artículo de opinión política anual de aquí a 1996 que mencione a Valle-Inclán y el esperpento -no sería de extrañar que esta tendencia se remontara no ya hasta 1978, sino hasta los tiempos del propio Ramón María-. No falla; en cada época y con cada gobierno no falta nunca a su cita el análisis político que se lleva las manos a la cabeza con sorpresa e indignación y se pregunta cómo se ha podido alcanzar semejante nivel de esperpento político -cabe añadir que este género de opinión se encuentra también fuera de los ámbitos de la política, aunque es en ésta donde es realmente prolífica.

El ver todos esos artículos me provocó dos sensaciones completamente diferentes; por un lado me hizo recordar una escena de los buenos tiempos de Los Simpson en la que Marge le recrimina a Homer, quien acaba de prender fuego a la iglesia, que eso es lo peor que ha hecho nunca, a lo que éste le responde que ella repite tanto esa frase que carece ya de todo sentido. Con este punto de vista en mente es lógico pensar que, siendo como es la política, gobierne quien gobierne y vayan las cosas bien, mal o regular, siempre habrá alguien que considere que la situación es un desmadre y todo va peor que nunca y son opiniones que hay que tomar con cautela. Por otro lado todos esos artículos indignados con sus respectivas etapas políticas me dieron la sensación de que, ya fuese por una cosa o por otra, nunca hemos estado bien.

La corrupción seguía allí

Aludiendo al famoso cuento de Augusto Monterroso -el cual también se ha utilizado un buen número de veces en artículos de opinión política- podría decirse que el dinosaurio de España sería la corrupción; gigante, poderosa e inamovible.

En España se tienen registros de casos de corrupción desde el Siglo de Oro con el duque de Lerma, Francisco de Sandoval y Rojas, quien amasó una fortuna gracias a malversaciones, fraudes contables y especulaciones urbanísticas -la verdad es que resulta irónico que para un pueblo que tristemente se vanagloria de su picaresca, hayamos sido tan poco originales a lo largo de los siglos-. La corrupción nos ha parasitado desde entonces y ya durante la dictadura franquista prácticamente se institucionalizó.

Ciñéndonos al periodo que llamamos democrático, desde los gobiernos de Adolfo Suárez y Leopoldo Calvo-Sotelo hasta la actualidad, los escándalos, si es que se pueden seguir llamando así, han ido desfilando sin descanso. Muchos de esos casos han salido a la luz muy a posteriori, prescritos en su mayoría, dejando ver cómo durante esos llamados buenos tiempos de la bonanza económica todo era un espejismo; el latrocinio era incluso mayor. Hoy sabemos también que ese Jefe de Estado al que llamaban campechano, ése que nos vendieron como ejemplar, figura clave de Transición y cuya campaña de marketing consiguió hacer calar aquella frase de «yo no soy monárquico, soy juancarlista», ocultaba dinero en paraísos fiscales al mismo pueblo que le mantenía a él y toda su familia, literalmente, a cuerpo de rey.

Es bastante significativo el caso del emérito ya que su figura se utilizó a modo de pilar que garantizase estabilidad al sistema democrático. Con lo que ha salido a la luz hasta ahora sobre sus negocios y modo de vida da la sensación de que esa base nació podrida. No en vano la corrupción siguió campando a sus anchas durante el gobierno de Felipe González, provocando su caída y dando paso al gobierno de Aznar, el cual sigue ostentando el récord de ministros imputados y condenados. Le siguió la etapa de Zapatero con Chaves y Magdalena Álvarez actualmente imputados por el caso de los EREs y más tarde el gobierno del PP que pagaba sobresueldos a un tal M.Rajoy que nadie conoce y borraba discos duros con la refinada técnica de arrearle hostias con un martillo. Actualmente parece que la corrupción se concentra en CCAA y Ayuntamientos y como era de esperar, no se ha detenido durante la pandemia; la entrada de fondos europeos y la falta de control a causa de la crisis han sido el perfecto caldo de cultivo para que florezca. Hoy empiezan a saberse algunos casos pero no será hasta su debido y prescrito tiempo que sepamos los más graves, mientras que los tremendamente graves muy posiblemente jamás los sepamos.

Mientras tanto la Justicia, ésa que durante la Transición recicló con un milagroso jabón democrático a jueces que un día antes habían impartido injusticia para la dictadura, ha seguido estando politizada hasta nuestros días. Revisando artículos de opinión antiguos di con uno de 1998 de Miguel Sánchez Morón, Catedrático de Derecho Administrativo de la Universidad de Alcalá titulado Salvar el Tribunal. En él, Sánchez Morón habla de las negociaciones que se estaban llevando a cabo para elegir a los miembros del TC, criticando con dureza su estancamiento y politización: «la responsabilidad recae sobre los máximos dirigentes de los dos partidos mayoritarios, que deberían abordar el asunto con altura de miras y sentido de Estado. Sin embargo, da la impresión de que estamos ante una especie de disputa tribal para marcar el territorio, en la que lo único que se comparte es la desconfianza de principio hacia el propio Tribunal»; igualmente advertía de cómo de seguirse esta tendencia podría acarrear consecuencias nefastas para nuestra democracia.

Sabida la corrupción que tenía lugar mientras el catedrático escribía estas líneas se entiende perfectamente el por qué de esa lucha por designar a los jueces; casi veinticuatro años más tarde el sistema sigue siendo el mismo lo que, echando un vistazo a la actualidad y en especial a la situación del CGPJ, da a entender que se ha ido pudriendo mientras tanto.

El futuro no llama a la puerta

Dicho todo lo anterior parece que no hemos avanzado nada y que ha ido todo mal todo el tiempo, pero sería simple y llanamente una mentira. Como no podía ser de otra manera la sociedad ha ido avanzado, menos de los que algunos desearían y más de lo que otros pensaban, al fin y al cabo es ley de vida. El conservadurismo es consciente que mantener las cosas inmutables es literalmente imposible; aunque se esforzará para ralentizarlo lo más posible, acepta el cambio ya que en el fondo sabe que no puede detenerlo. De igual manera el sistema político actual, parasitado por la corrupción casi desde su misma formación acabará colapsando y dando paso a uno nuevo; es muy posible que no lo lleguemos a ver en vida, pero cómo llegue a ser dependerá de cada uno de nuestros pasos hasta llegar allí.